miércoles, 20 de marzo de 2013

El correismo, la personificación del poder y el vacío de ideología


 
Conocidos los resultados electorales, en una de sus primeras intervenciones, Rafael Correa anunció que concluido su nuevo mandato en el año 2017 se retiraría de la vida política ya que era necesario ‘descorreizar’ el país. Este exabrupto permite apreciar la superficialidad con que se observa la política desde el gobierno, además del enorme ego de un presidente a quien las masas utilitarias lo han elevado a la categoría de ser supremo y dueño de sus voluntades, o al menos, eso le han hecho creer. Prueba de ello es su arrogante amenaza de lanzarse a una nueva reelección si la oposición y la prensa privada ‘le siguen molestando’.

Sin duda, hubiese sido mucho pedir que la expresión de Correa se diese en un contexto en que ‘descorreizar’ el país significase pasar del ‘correismo-entendido como una corriente popular ligada a la figura del presidente- a una opción con contenido ideológico y pensamiento teórico que dé sostenibilidad a lo que denominan ‘el proyecto’, el cual, por la inexistencia de debate y la diversidad de intereses que confluyen al interior del gobierno, no pasa de ser un conjunto de acciones, propuestas y consignas, que tienen como hilo conductor y único objetivo la promoción de la imagen del presidente, no obstante que por conveniencia política se mantiene un discurso seudo izquierdista que no guarda coherencia con las acciones del régimen, como se demuestra con la persecución a activistas sociales, campesinos, estudiantes, y todo cuanto huela a oposición.

Acorde a lo anterior, la ‘revolución ciudadana’, cuyo propósito debió ser la transformación social, se quedó en un enunciado que la subjetividad del gran conglomerado de simpatizantes la relaciona con el desempeño administrativo del gobierno. Para ellos, la revolución se resuelve en los procesos de contratación pública que permiten la ejecución de obras de infraestructura vial y de servicios y, desde luego, en lo que constituye el producto estrella del régimen, el denominado bono de desarrollo humano, subsidio que según la propaganda oficial ha permitido a más de dos millones de personas mostrar la cabeza por sobre la línea de pobreza.  

Lejos quedó la visión que se supuso tenía ‘el proyecto’, como un concepto transformador, enfocado principalmente a modificar las relaciones de poder, que como en toda sociedad capitalista se definen en favor de quienes detentan el control económico y sus aliados políticos, esquema que sostiene la estratificación social. Tampoco se avizora ninguna intención de cambiar el modelo de desarrollo basado en la explotación indiscriminada de recursos primarios que se comercializan sin ningún valor agregado, y en una inversión pública sostenida con capitales de origen asiático que ingresan en forma de préstamos, cuyo pago se garantiza hipotecando prácticamente la totalidad de la producción petrolera estatal en beneficio del imperio chino. En realidad, contrario a lo que muchos esperaban, la ‘revolución ciudadana’ se ha convertido en la gran aliada del capital privado. Minería, hidrocarburos, telecomunicaciones, recursos hídricos; es decir, los recursos estratégicos, cuya explotación reporta inmensas ganancias, han sido concesionados a multinacionales extranjeras, mientras que las pocas empresas públicas creadas por el ‘socialismo del siglo XXI’ se convirtieron en feudos entregados a grupos hegemónicos que cohabitan al interior del propio gobierno, producto de lo cual ha emergido una opulenta nueva clase vinculada a la burocracia.
       

La incoherencia política, graficada como un vehículo que pone direccionales a la izquierda pero que gira a la derecha, tiene su origen en la composición del precedente ‘Acuerdo País’, que no era sino un improvisado grupo de ciudadanos de las más variadas y contrapuestas tendencias –característica que se mantiene- que, aprovechando un vacío en la dirección política de la nación -producto de disputas entre sectores de la clase dominante- vendieron al pueblo una propuesta de ‘cambio’, que estaría liderada por quien aparentaba tener una visión progresista del manejo del estado, defensor de las libertades, de los derechos humanos, de la naturaleza. En realidad, y en esto hay que ser justos, Correa jamás ha dicho ser marxista. Lo de ‘socialista’ y ‘revolucionario’ le salió después, adhiriéndose a una nueva versión reformista socialdemócrata liderada por Lula y Chávez que comenzó a rendir frutos electorales en América Latina. Hoy está claro que la hegemonía al interior del gobierno la tiene el sector más derechista y reaccionario, y que los sectores progresistas que adhirieron al régimen se han replegado, ocultándose en el anonimato tratando de no ser excluidos del rol de pagos. 

Visto desde una perspectiva histórica, el ‘correismo’ no es un fenómeno aislado. Es una réplica de lo que ha pasado en otros estados latinoamericanos. En los últimos tiempos el chavismo y el kirchnerismo dan cuenta de la preferencia en estos países por rendir culto a la personalidad, que una bien montada maquinaria propagandística lubricada con medidas populistas se ha encargado de impulsar, y que responde a la abierta intención de los caudillos por perennizarse en el poder, para lo cual echan mano de prácticas similares a las ejecutadas en ciertos países de Asia y Europa del Este, algunas de esa dictaduras camufladas bajo el membrete de ‘socialistas’.    

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