sábado, 24 de marzo de 2012

Evaluando las marchas


Evaluando las marchas

Tomas Rodríguez león
toguirole@yahoo.com


Camaradas de la clase trabajadora.
Proletarios del cuerpo y del espíritu.
Solamente unidos
solamente juntos podremos engalanar el universo,
acelerar el ritmo de su marcha.


 
Vladimir Mayakovski

Una sabia exposición de nuestros pueblos andinos como un cuento milenario resurge o se repite insistentemente en esta nuestra historia o geográfica natural y humana, renace y nace entre montañas, ríos…ríos de gentes… y praderas abiertas, esta, exposición-posición posible ejercitarla solo en el arte de caminar. En particular nuestros indios entienden mejor el deambular en la vida comunitaria y en las sendas solidarias, ellos saben hacer procesos espontáneos y hasta libertarios para dar al traste con el discurso del poder y sus exclusiones seculares, ellos para modificar escenarios de amenaza, multiplican con simbolismo y magia los nuevos momentos de su lucha. Así, la prédica del mal gobierno con su racismo despótico, sus palabras necias cargadas de inmorales sentencias: los indios no tienen derecho a buses, los indios son utilizados, no tienen derecho a hoteles, no tienen voz ni voto en los temas de la tierra, no irritan a nuestros indios ni los exaltan, casi con la ternura vesperal de una tarde campesina, responden decididos a caminar…porque caminante no hay camino, se hace camino al andar.

Cuento de siempre, la política no es nada sin ideología, como la ideología no es nada sin política. Llenos de política deambulan dentro y fuera del poder, los que nunca fueron militantes, los que hacen de la política una sucia intensión de oportunismo individualista, que no por ser ejercicio de algunos hace vida colectiva o nada parecido, la falta de ideología es evidente. Por el lado izquierdo cuestionando el individualismo de la sociedad política imperante, emerge con mucha ideología moral el movimiento indígena, pensando hacer política con poietica (poesía), por eso la música y la danza como mejor manera de construir respuestas a la indiferencia, al estilo de vida burocrático, al letargo entontecido de la estabilidad, entonces suena con claridad un llamado a la vida y a la convivencia mientras la marcha continua. La esencia revolucionaria del mito como forma de resistencia vuelve al fuego.

Algunos participantes hacen presencia y en la presencia se ponen de manifiesto las diferencias. Dos marchas, solo en una la muchedumbre activa su conciencia, se comunica, comunica tiene convicciones ¡hay calidad¡ Es la marcha indígena que asoma con recuentos históricos, acción comunitaria, cantos de la vida y de la militancia, cantos de la conciencia ¡y del sentimiento¡ practica mutualista y ácrata de compartir el pan. De los que marchan adheridos al poder solo se nota la información de la ilusión vendida (en el mejor de los casos) en otros episodios es motivación justa la preservación del puesto del trabajo, la oportunidad de tenerlo o una creencia tenue de que es posible y mejor cambiar algo antes que nada, están también los que marchan o marchan de sus puestos por que el burócrata al mando de su feudo preserva su poder usando a la gente como bandera de gracia ante el poder.

Valido es recordar que el condicionante de toda marcha para su definición, es que siempre será revolucionario estar contra el poder y conservador defenderlo (sobre todo cuando ya no hay nada que defender) Las masas contra el estado opresor y sus actores revelan un estado de conciencia. Al estado, que siempre es reaccionario, porque nunca existe estado revolucionario, le basta una masa de asistentes, de fanáticos, una hinchada. Ahí radica la diferencia entre masa en sí y masa para sí….Las banderas verdes prevalecen y eso es bueno, sus portadores saben que las otras ya estorban y la pocas rojas o negras que ennegrecen la conciencia ya renunciaron a la utopía y a la vida. Manos de traidores no podrán sostener por mucho tiempo esas banderas, un día temprano las pintaran de verde.

Los principios de solidaridad y comunitarismo, los principios del comunismo y el comunalismo, están vigentes en todas las edades, como está vivo el sueño insumiso en la marcha que es MINGA, MINGA que es marcha y en esta minga se van incluyendo en torrente humana, los obreros, los jóvenes, las víctimas de la persecución haciendo de este un escenario político ideológico una propuesta revolucionaria con sello de clase y de ¡clase¡

El trabajo colectivo comunitario de caminantes llega a Quito con una vaca simbólica porque ….las penas y las vaquitas por la misma senda… se juntan los símbolos, la bandera y la voluntad, continúan como diciéndonos a todos, que la realidad cotidiana no es nada sin los referentes eternos; el agua, los ríos, las montañas, la verde tierra de este nuestro paraíso. ¿Por qué no pensar cómo piensan los indios que el verde y azulado Ecuador debería ser protegido por la humanidad entera? ¿Por qué no pensar en el desarrollo bueno con estrategias de sobrevivencia sin ser fuente de desastres? No están solo nuestros indios, ya llegan a su lado los maestros, los obreros, los intelectuales orgánicos y están con ellos sus hermanos; Los Wiwa y los U´wa en Colombia, los Mapuches en Chile, los Indígenas de Chiapas de México, los Ashaninka en Perú, los Yanomami en Brasil, los Aymara en Bolivia. La solidaridad comunitaria nos llama a disparar contra la indiferencia, con la diferencia. UNA PROPUESTA UNIVERSAL

P. D. En la conducta del poder pretérito y presente se dan fraternidades, Bucaram, Mahuad, Lucio brillaron por la ausencia y el silencio y Correa sintió…sintió el frio tenebroso de los golpes parecidos…hay golpes en la vida yo lo se...


viernes, 23 de marzo de 2012

Banalización, simplismo y descalificación








Con su ya característico discurso, el Presidente resumió la jornada de ayer 22 de marzo calificándola como un "triunfo de la revolución ciudadana", y un "fracaso rotundo" a la marcha indígena que por 14 días recorrió el país de sur a norte, sin determinar bajo que parámetros hacía tal aseveración.

La banalización, el simplismo y la descalificación son los principales recursos utilizados por Correa para resistir las críticas y proyectar ante sus seguidores y la prensa una imagen triunfalista. Eso se vio insistentemente ayer, cuando sus discursos tuvieron como hilo conductor una retórica agresiva contra lo que él llamó "conspiradores enemigos de la democracia" y al calificar de "cuatro plumas y cuatro ponchos" a los caminantes, todo eso, matizado con slogans y consignas que el grueso de presentes no entendían ya que lo único que alcanzaron a memorizar en el trayecto desde los barrios de la Costa hasta llegar a Quito, fue que venían a "defender la democracia".

Los rasgos patológicos de personalidad en donde predomina la confrontación como norma de conducta, hacen que Correa, y por imitación sus colaboradores, no conciban la posibilidad de dialogo y menos de consenso con la oposición. Su vanidad le ha llevado al convencimiento que en él reside la verdad, que es infalible, que todo aquel que le critica es enemigo o conspirador.

No obstante sus proclamas triunfalistas, el mismo Correa se encargó de develar su preocupación frente a los resultados de la marcha cuando hizo un llamado a su equipo político a mejorar la capacidad de movilización de AP. Seguramente en sus adentros no entendía cómo, teniendo bajo su control todo el aparato logístico del Estado, habiendo gastado ingentes recursos en propaganda, un inmenso equipo humano en ministerios, gobernaciones, alcaldías y juntas parroquiales dedicados a la acción de reclutamiento -muchos de ellos desplazado por todo el país- no le fue posible reunir las 60.000 almas que esperaba. Otra cosa que sin duda debe preocupar a Correa es la indiferencia de los quiteños a su convocatoria.

De otra parte, salvada esta primera prueba, la oposición liderada por los sectores sociales ha logrado dos importantes resultados. 1. Ha despertado nuevamente en la ciudadanía el interés por la acción política que Correa, como parte de su estrategia por controlarlo todo, se encargó de desprestigiar; y, 2. Vencer el temor que, asimismo a través de la criminalización de la protesta, el correismo trató de sembrar en el país.

El camino no es fácil para la oposición. Sabemos lo difícil que es establecer acuerdos; no obstante, está claro que cualquier proyecto requiere de unidad. Ir dispersos y por caminos separados será la mejor forma de hacerle el juego al régimen y a sus intentos por perennizarse en el poder.

23-02-2012




miércoles, 21 de marzo de 2012

Minería, movilizaciones y desaciertos del Gobierno



Reflexiones sobre el tratamiento que viene dando el Gobierno al tema minero, y la confrontación con sectores sociales opuestos a esa actividad


1.    La forma como ha operado tradicionalmente la minería en Ecuador (artesanal y pequeña minería), ha posicionado en la ciudadanía -con sobrada razón- la idea de que es una actividad peligrosa, altamente contaminante, caótica, atentatoria a la dignidad y derechos de quienes ahí trabajan; que crea en su entorno anillos de miseria, exclusión, delincuencia, etc. Un claro ejemplo de aquello es Nambija. Con un antecedente tan negativo no se puede pretender que de la noche a la mañana la percepción ciudadana cambie sólo porque alguien dice que existe una minería responsable, amigable y diametralmente distinta a la que estamos acostumbrados a ver.


2.    El Gobierno de Rafael Correa ha tenido tiempo de sobra para preparar las condiciones que le habrían permitido minimizar el rechazo. Por ejemplo, se pudo haber realizado las consultas previas que prevén la Constitución y la Ley. Asimismo, el MRNNR pudo haber creado los consejos consultivos, igualmente previstos en la Ley, a efectos de recoger y dar un tratamiento adecuado a los planteamientos de las comunidades afectadas. Se debió diseñar y ejecutar con la debida anticipación un plan de intervención en las áreas de influencia de los proyectos, informando y capacitando a la ciudadanía, e impulsando la conformación de veedurías. Es utópico esperar que la gente sienta como propio o se empodere de un proyecto, prácticamente impuesto, en el cual no ha tenido ninguna participación. Recién hace poco, y con métodos nada rigurosos, se está auscultado y priorizando las necesidades de las comunidades a beneficiarse con las regalías, cuando todo esto demandaba un trabajo sostenido, que no se suplanta con declaraciones contestarías, visitas esporádicas o acciones reactivas coyunturales.


3.    Es un grave error, que más tarde generará reclamos, infundir la idea que junto con la gran minería viene la felicidad de los pueblos. Si bien en principio esta actividad genera un determinado número de plazas de trabajo beneficiando el aporte de mano de obra local no calificada, conforme avanza el proceso productivo dichas plazas van disminuyendo significativamente. Es verdad que los recursos que genera la gran minería mejoran las cifras macrofiscales del Estado, más de ninguna manera existe una relación directa entre producción e inversión social en los sectores de influencia, los cuales, adicionalmente absorben el impacto ambiental, social y cultural negativos. Basta visitar el Oriente en donde el petróleo no ha sido precisamente la panacea que se ofreció a esos pueblos.        


4.    Es evidente que el Gobierno comenzó a reaccionar, buscar aliados, hacer ofrecimiento, firmar convenios y entregar recursos luego que la marcha de las organizaciones sociales -especialmente indígenas- era un hecho irreversible. Junto a ello se inició una campaña en contra de los organizadores en un intento por desprestigiar a los dirigentes y deslegitimar la convocatoria. Esta ha sido una práctica ensayada por todos los gobiernos, que a la postre genera efectos contrarios al esperado. Mientras más fuerte es la reacción oficial ante las manifestaciones de protesta, más las fortalece y legitima. Para el ciudadano común no es fácil entender la estrategia del Gobierno, que por una parte minimiza la marcha, y por otra, pone todo el peso logístico y de propaganda para contrarrestarla, al punto de convocar una contramarcha. ¿Qué se busca con ello? El llamado a “defender de la democracia” se percibe más bien como un ensayo desesperado por demostrar que su capacidad de movilización se encuentra intacta, que cuenta con respaldo popular y, de otra parte, reponerse del duro revés mediático y desgaste sufridos durante el proceso judicial contra Diario El Universo.


No obstante, independientemente de la diferencia numérica entre manifestantes de uno u otro sector, la oposición habrá logrado que el Gobierno, con sus acciones, se convierta en el principal promotor e impulsador de la recuperación de los sectores contrarios al régimen, incluidos algunos partidos políticos que hasta hace poco estuvieron casi en el olvido. Todo esto lleva a la conclusión que, desde el régimen hace falta analizar sin prejuicios y con serenidad los acontecimientos políticos, rectificar lo que haya que rectificar, entendiendo que gobernar no es otra cosa que tomar las mejores decisiones en función de lo que conviene al país, aún cuando aquellas decisiones no sean del agrado de los gobernantes.


Por último y en referencia a los actores convocados por el Gobierno, es necesario reflexionar sobre el rol que en estas movilizaciones cumplen ciertas organizaciones gremiales, funcionarios y trabajadores del sector público. A sabiendas que la gente se moviliza sólo por dos razones: unas motivadas por convicciones ideológicas políticas (producto de un trabajo de formación a largo plazo), y otras por expectativas o conveniencias coyunturales, en las proyecciones que hacen los estrategas del oficialismo sería un error pensar que quienes levantan pancartas y llenan una plaza son seguros aliados o adherentes al proyecto impulsado desde el Gobierno, error que se evidenció en la última consulta popular.

martes, 13 de marzo de 2012

Mi amigo Mutis

Por: Gabriel García Márquez


Un rápido y placentero viaje por la vida de Álvaro Mutis, contado hace ya varios años por Gabriel García Márquez, amigo y admirador del gran poeta y narrador colombiano nacido en 1923.

Álvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que ésta.

Álvaro contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.

“Carajo”, le dije derrotado.”De modo que eras tú”.

Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.

Alvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Álvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.

En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba dentro, le dijo: “El señor obispo”. En un restaurante de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winchell, el personaje de Los Intocables que Álvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para América Latina, le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.

Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.

Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Álvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: “Ahí tiene, para que aprenda”. Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha sido Álvaro Mutis desde que escribí Cien Años de Soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus amigos me los contaban después tal como Álvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado:

“Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos”, me gritó. “Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me había contado”.

Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.

Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Álvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad elemental, y Álvaro me dio entonces una prueba máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.

Fue así: ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Álvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Álvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.

Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los cátaros y los papas de Aviñón. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París.

Sin embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos recién abandonados. Alvaro había manejado durante más de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: “País de grandes ciclistas y cazadores”. Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.

Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases, sino los recreos. En París, esperando que las señoras acabaran de comprar, Álvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: “Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir”. Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.

En Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era él. Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí: “Ahora que sé que nunca conoceré Estambul”.

Un verso extraño en un monárquico insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso conociendo Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Álvaro es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.

De todos modos, la única vez en que de veras me he creído a punto de morir, también estaba con Álvaro. Rodábamos a través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos a caer. Por un instante sentí la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante es la cara de Álvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir:

“¡Pero qué está haciendo este pendejo!”.

Estos exabruptos de Álvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Macy’s, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:

“No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va”.

Por supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo. Por dondequiera que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas. Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Álvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica y la desolación interminable de su poesía.

Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías paqui-dérmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de vaqueros, relee de una tirada En busca del tiempo perdido. Pues una buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200 páginas. En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él considera los más felices de su vida.

Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.

Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de Álvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.

Quedémonos con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir con Álvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.


jueves, 8 de marzo de 2012

El periodismo, el mejor oficio del mundo


Por Gabriel García Márquez
Cartagena, Colombia
A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.
Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.
El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de derecho- empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.
La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo… como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.
La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.
Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.
La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.
Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante.
No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. “Ni siquiera nos regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.
Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.
Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para descifrarlas.
Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma -sobre todo si es oficial- y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.
Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro digital- pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.
La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.
Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.
El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.
Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad específica -reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas otras- bajo la dirección de un veterano del oficio.
En respuesta a una convocatoria pública de la Fundación, los candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.
La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro invitado -que escasas veces puede ser de más de una semana-, y éste no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio. Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.
Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la Fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el suicidio. Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnifico Horacio Bervitsky y el acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la prensa europea.
Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.
Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de aprenderlo.
Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.
* Texto completo de las palabras pronunciadas por el periodista y escritor colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura y presidente de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, ante la 52a. asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP, en Los Angeles, U.S.A., octubre 7 de 1996. Homenaje a su cumpleaños número 85. Fuente: FNPI.org.

viernes, 2 de marzo de 2012

Medios, Promedios y Perdones




Por: Tomas Rodríguez león

“Ser gobernado es ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, regimentado, numerado, regulado, registrado, adoctrinado, controlado, revisado, estimado, valuado, censurado, ordenado…por criaturas que no tienen ni el DERECHO ni la SABIDURÍA ni la VIRTUD para hacerlo”

PROUDHON, P.J: 

“Bajo un gobierno que encarcela, el verdadero sitio para un hombre justo es la cárcel”

THOUREAU, H.D: 


La revolución ciudadana en su arquitectura original no contenía un diseño pedagógico que promueva la movilización de energías colectivas desde procesos sensibles de convicción o conciencia. Pero tuvo un discurso.


El discurso de los revolucionarios ciudadanos se elaboró entonces mas allá (o más acá) de los conceptos, con preocupaciones orientadas a dirigir palabra y obra en función de la imagen y los imaginarios de protagonistas con poder y más precisamente del gran protagonista. Se omitieron estructuras políticas orgánicas y organizativas, el axioma socialista partido -clase -masas, sencillamente desapareció. El resultado de impacto, un fuerte posicionamiento singular del líder, que rebaso los linderos de otras preocupaciones semánticas y de todo resquicio de ideología intencional de uno que otro izquierdoso dejado en el camino, para que en la camioneta revolucionaria queden sobrevivientes especialistas del marketing nacional, criollo y perentorio.


En el plano nacional, el poder de la imagen, la reducción del discurso - palabra, la ausencia total de ideología, fueron estructuras pensadas como suficientes por los especialistas en marketing, pero en este andarivel se desestructuraban estrategias de comunicación más complejas y la doctrina socialista se hacía marginal y solo utilitaria. En la escena internacional, otro actor proyectó un muy limitado discurso antiimperialista y un básico discurso de soberanía heredado de prácticas resistentes del modelo Vaticano de los Jubileos. En fin de cuentas en América Latina ser antiimperialista es muy fácil, basta decir soberanía, no pago a la deuda externa y muera el imperialismo. Hasta ahí la cosa funcionaba bien. El marketing posicionando un mesías y la imagen internacional “en la tendencia” ponía a un demócrata en el conglomerado de la cuasi izquierda regional.


Todo esto ocurrió en una relación curiosa; para posicionar una imagen, el gobierno realiza la más grande inversión en publicidad siendo los medios de comunicación los más grandes beneficiarios de esta política. Gobierno y medidos, socios del negocio publicitario de mutuos beneficios. Una estrategia curiosa rompe el concubinato, luego de destrozar el esquema sociopolítico de partidos políticos con una consigna carente de ideología: “partidocracia” el poder se dirige a romper la supuesta hegemonía cultural del poder económico golpeando a los medios de comunicación, es decir golpeando a sus socios, los protagonistas del negocio pasan a ser contendores de un conflicto.


Los grandes medios aceptan la guerra sin poner en riesgo el negocio de la publicidad con mejores experiencias y mejores tradiciones en el manejo de estrategias y trampas de comunicación y mercadeo.


La política nacional se sacude cuando en abierta contradicción interna el primer mandatario se lanza contra los medios de comunicación ya no solo en confrontación táctica y de hostigamiento mientras el segundo mandatario una y otra vez llama a la tolerancia y al respeto irrestricto de la libertad de prensa y opinión. El primer mandatario y sus asesores de imágenes entran en guerra estratégica contra los medios y eligen de contendor al medio con más poder “El Universo” cometiendo un craso error, no elige una confrontación ideológica sino moral, nadie se protege en el gobierno de una conducta de derecha sino de un supuesto “daño Moral” El entorno más personalista se evidencia en la representación del sujeto agredido abstraído de la condición de mandatario que no obstante se declara en respuesta persistente con insultos con marca de mandatario con su propio semanario.


“El Universo” inteligentemente entra en el juego del poder con mucho cuidado, arma su defensa en el mismo espacio de la dimensión dada, no ideologiza el conflicto y se cuida de enunciados con imágenes de derecha para ingresar al debate jurídico moral a sabiendas que perderá, pero pasando a la posición de victima nacional e internacional del abuso del poder. Los mejores exponentes de la opinión de el universo son los del “ala de izquierda” Emilio Palacio, El Pájaro Febres Cordero, Nelsa Curbelo, Manuel Chiriboga y ahora Nila Velázquez, conocida en la izquierda cristiana. El Universo logra establecer una proyección mediática que deja a los expertos mediáticos del gobierno como muchachos que se quedan de año o suspensos por mala calificación y mala conducta.


A nivel internacional un posicionamiento regional con líderes de la llamada izquierda, si bien creaban sentido de pertenencia a la “tendencia” la ruptura con el ala izquierda nacional dentro del proceso generaban y generan inquietudes sobre todo por lo imposible que resulta ocultar la represión, la conducta anti obrera, la criminalización de la protesta social y la persecución política que siempre se ha generado contra dirigentes de la izquierda revolucionaria y jamás contra la burguesía o la banca llamada “corrupta”. Un antiimperialismo así presentable se fue convirtiendo en sospechoso, cuando además el régimen le fue apostando a la minería a cielo abierto y al extractivismo en abierta alianza con trasnacionales. El estratega de política internacional hizo de la asistencia puntual a clases y del uso abusivo de conclaves con declaraciones rimbombantes un ajuste en la imagen regional. Se destaca acá un hecho cierto, en América Latina; los mandatarios de la izquierda más moderada son aquellos que en algún momento se probaron como izquierdistas de guerra, militantes y dirigentes de la guerrilla como es el caso de Mujica de Uruguay Dilma Ruseff de Brasil, Funes de El salvador y hasta el Mismo Ortega de Nicaragua. En tanto que los menos ideológicos; Chaves y Evo no tienen antecedentes de formación marxista o guerrillera, siendo estos segundos con quienes más congenia el presidente Correa.


El canciller Patiño sin formación ideológica ni pasado revolucionario y sin formación académica en la diplomacia acumula errores ya imperdonables. La descortesía diplomática al señalar que los delincuentes pueden ir a solicitar asilo en la embajada de Panamá, pudo haber ocasionado que el gobierno de ese país llame a consulta a su representante e incluso con la descalificación de la concesión del asilo, hecho pública, pudo y puede armar un conflicto con un socio estratégico como es la República de Panamá sitio de transito de nuestro comercio internacional. Otro tema es la sarcástica respuesta del canciller a un organismo internacional de derechos humanos, pese a que la constitución de Montecristi señala la jerarquía del derecho internacional sobre la legislación nacional en materia de derechos humanos sin mencionar el asunto de la valija diplomática.


La pérdida es manifiesta, el gobierno se queda en el triste dilema de la rectificación casi imposible, sus excesos de fuerza dificultan hasta la concesión de perdón que asoma como acto teocrático y feo. Su mala leche con los autores cómplices y encubridores germinales de la revolución ciudadana lo dejan en peor condición de rehabilitación, los hijos pródigos de la revolución ciudadana empezaron a poner letra y música a una nueva canción electoral para la izquierda real.


La última carta podría jugarla, el vicepresidente Lenin Moreno, el buen actor del gobierno, para jugarla si es que existe PAIS este podría de inmediato pedir la expulsión de los hermanos Alvarado y los hermanos Patiño arquitectos de un edificio carcomido por el sisma y a través del Vice intentar una reanudación del dialogo con la izquierda proletaria y popular. Desde luego para esta interlocución, el mismo Correa ya estaría deslegitimado por la carga de sus antecedentes, siendo el recambio una opción sobre el tapete a sortearse entre dos estilos; el correismo y el leninismo. PAIS y el país ganarían con la opción de Lenin. Yo lo creo.


PD. EL CIUDADANO RAFAEL CORREA PERDONO A SUS ENEMIGOS DE LA PRENSA CORRUPTA Y MEDIOCRE SIN DEJAR DE RECORDAR QUE CUANDO ERA JOVEN QUIZO SER PARTE DE ESE EQUIPO
PERO NO LO RECIBIERON EN EL UNIVERSO

“…PERDON…VIDA DE MI VIDA…PERDON SI ES QUE TE HE FALTAD...”