jueves, 16 de enero de 2014

Juan Gelman: El infierno no termina al cerrarse las puertas del campo de concentración



Por Juan Gelman

Soy padre de un hijo de 20 años secuestrado, torturado, asesinado en 1976 por la más reciente dictadura militar argentina, que también desapareció sus restos

Fueron hallados, gracias a la infatigable labor del Equipo Argentino de Antropología Forense, 13 años después. Soy suegro de su esposa, secuestrada cuando tenía 19 años, trasladada de Buenos Aires a Montevideo encinta de ocho meses y medio y asesinada por la dictadura militar uruguaya dos meses después de dar a luz. Sigue desaparecida y su hija fue entregada a un policía de matrimonio estéril. Soy abuelo de una nieta de la que me robaron sus primeros 23 años de vida y que mi mujer, Mara La Madrid, que no es la madre de mis hijos, y yo buscamos y encontramos al cabo de una larga investigación. Nada de esto hubiera sido posible sin el testimonio oral de sobrevivientes uruguayos y argentinos, sin expedientes judiciales y aun militares, sin ese archivo tan particular que es el banco de datos sanguíneos de familiares de desaparecidos del Hospital Durand de Buenos Aires, sin una campaña internacional de denuncia que tuvo la solidaridad de decenas de miles de poetas, escritores, artistas y gente de a pie de 122 países, sin libros, sin documentos, sin Internet, sin videos y, sobre todo, sin la voluntad imperiosa de encontrar la verdad.

Hablo desde la experiencia argentina. ¿Por dónde empezar? ¿Por la madre de un desaparecido que año tras año y día tras día arreglaba el cuarto de su hijo y a la noche le preparaba la sopa que él solía tomar al regreso del trabajo? La sopa se enfriaba en la mesa sin remedio. ¿Por el sueño de la hija de una desaparecida? Este sueño: “Mamá vive en el departamento de la calle 47. Voy a visitarla. Tengo miedo de que me abrace y al hacerlo se convierta en fantasma”. Ha pasado mucho tiempo desde la de-saparición de ese hijo y de esa madre, pero no hay final del duelo todavía. No lo habrá mientras no se encuentren sus restos y descansen en un lugar de recuerdo y homenaje. No lo habrá mientras esa madre y esa hija no sepan toda la verdad sobre su sufrimiento. No lo habrá mientras esa verdad no conduzca a la Justicia.

El infierno no termina cuando se cierran las puertas del campo de concentración y los hornos se apagan: hace un cuarto de siglo que cesó el infierno militar en la Argentina y centenares de miles de personas –hijos, padres, hermanos, familiares, amigos de los desaparecidos– viven esa segunda parte del infierno que crepita en la memoria y no hay modo de apagar. “Desde entonces, a una hora incierta/esa agonía vuelve/y hasta que mi cuento espantoso sea contado/mi corazón sigue quemándose en mí”, dice el viejo marinero de un poema de Coleridge que recordó Primo Levi. Para muchos argentinos, uruguayos, chilenos, centroamericanos y nacionales de tantas otras latitudes del mundo esa estrofa poética es vida real y quema cada día.

“En nuestro país el olvido corre más ligero que la Historia”, dijo el escritor Adolfo Bioy Casares. Pues no sólo en la Argentina. Desaparecen los dictadores de la escena y aparecen inmediatamente los organizadores del olvido. “¿Para qué renovar las penas? –dice Ismene a Edipo–. El dolor se sufre al recibir las penas y se vuelve a sufrir al recordarlas.” El Día de Muertos, el pueblo mexicano acude a los cementerios, se sienta alrededor de sus difuntos, toca la guitarra y les canta, les pide que sigan muriendo en paz y que dejen en paz a los vivos para que los recuerden sin terrores. Pero los familiares de los desaparecidos no tienen dónde hablarles y ellos son fantasmas inciertos que vuelven a doler en la memoria.

“Los padres quedaron sin hijos y no terminan sus quejas. Conocen al fin cuál es el dolor total sin remedio”, dice Esquilo. ¿Cada recuerdo trae un dolor que se amontona, capa sobre capa, y se convierte en una geología del dolor? ¿Es posible dialogar con el dolor, fingir que tiene rostro y que no es una potencia que viene y va y protesta contra la muerte del ser querido y le da cuerpo y la afirma negándola? ¿La locura sería la última puerta del dolor, una manera de convertirse en dolor para no padecerlo y desaparecer en el dolor? ¿No será ésa una forma de fundirse con la víctima y así morir con ella? Los familiares de los desaparecidos están en otro lugar. “Un loco, solamente un loco que perdió la mente olvidar puede la muerte de su padre”, dice Electra. O la muerte de un hijo. No es ésa la locura de los familiares: su única “locura” consiste en exigir verdad para las víctimas y justicia para los victimarios. Es un camino lleno de obstáculos con los que se tropieza día a día. Los comisarios del olvido tienen recursos y conocen su trabajo.

Un pacto de silencio sella la boca de los militares argentinos, con pocas excepciones. Cuando sus camaradas conocen que alguno está dispuesto a hablar, lo callan con una buena dosis de cianuro: le ocurrió al prefecto naval Héctor Febres, a punto de ser condenado por los crímenes que cometió durante la dictadura militar. O desaparecen a testigos importantes de los juicios por delitos de lesa humanidad, como desaparecieron a Julio López, para agitar el miedo en las víctimas testimoniantes. La policía facilita la huida del represor atrapado o quema archivos de sus operaciones. La jerarquía de la Iglesia Católica argentina que, a diferencia de la chilena, santificó la matanza –un obispo del Vicariato llegó a decir “cuando hay derramamiento de sangre, hay redención”–, la jerarquía de la Iglesia Católica argentina, que ordenó tranquilizar a militares desasosegados porque venían de tirar prisioneros vivos al océano, se niega a abrir sus muy prolijos archivos de la época, que permitirían recuperar al menos los restos de numerosos desaparecidos.

Ciertos jueces, ciertos fiscales y ciertas instancias judiciales como la Corte de Casación argentina encajonan procesos contra los represores, quienes pueden quedar en libertad por la falta de sentencia. Y lo peor, verdaderamente lo peor, es la perversión que mancha a sectores políticos y sociales que, de un modo o de otro, por acción o por omisión, fueron cómplices de la matanza y callan lo que saben y niegan al Otro lo que saben. Y luego, por qué omitirlo, la actitud pasiva de ciertos familiares que, ante todo por falta de medios, y luego por desánimo, cansancio, resignación, desesperanza o temor, todavía temor, depositan su no hacer en los organismos de derechos humanos. Y también, por qué omitirlo, ciertos organismos argentinos de derechos humanos que burocratizan el dolor o militan contra la búsqueda de los restos de los desaparecidos “para que sigan con sus compañeritos”. Así hacen tabla rasa de la historia personal de las víctimas y del lugar que ocuparon en la historia. Es la continuidad civil, bajo otras formas, del pensamiento militar.

La voluntad de corregir la memoria, como es notorio, viene de muy lejos. En el siglo V antes de Cristo, la sangrienta oligarquía de los Treinta prohibió en Atenas por decreto recordar la derrota militar que le infligiera Esparta. Cada ciudadano fue obligado a pronunciar el juramento “No recordaré las desgracias”. Pasan los siglos y los vencedores siguen reorganizando el pasado a voluntad. En el año de gracia de 1040 el monje Arnold von Saint Emmeram explicaba así el método que había elegido para escribir la historia del ducado de Baviera: “No sólo es pertinente que las nuevas cosas modifiquen las viejas; también es correcto, si las viejas son desordenadas, el de-secharlas por completo, e incluso, aunque estén bien ordenadas pero sean poco útiles, el enterrarlas con reverencia”. La voz de los vencidos es “desordenada y poco útil” en los manuales de historia al uso, cuyo marco de referencia esencial es el Estado. Numerosas víctimas de crímenes contra la humanidad fueron y son carne de olvido, “ese acuerdo con aquello que se oculta”, al decir de Blanchot. Los que falsifican la historia así, falsifican la vida y están presentes y activas las antiguas herencias de nuestra tan moderna, o posmoderna, civilización occidental, en la que los extraordinarios avances tecnológicos conviven o malviven codo a codo con genocidios nunca vistos.

Proliferan las teorías sobre la historia como relato y otras sobre todo lo contrario. De lo primero hay pruebas más que suficientes, algunas francamente ridículas. La historia del Partido Comunista soviético ha sufrido continuos liftings con el correr del tiempo y se convirtió en un acto de predicción del pasado. Es famosa la fotografía del estado mayor bolchevique tomada días después del triunfo de la Revolución Rusa, con Lenin en el centro, a su derecha una escalera y luego Stalin. El lugar de la escalera lo ocupaba Trotski, excomulgado por el Termidor stalinista. El acto tiene pretensiones mágicas y la voluntad de abolir la historia. De ahí la importancia fundamental de los archivos de la memoria. De ahí la importancia fundamental de esta reunión. La pretensión de mutilar la memoria cívica de todos los días corrompe su salud y despeja el camino a nuevos autoritarismos.

El imperativo moral de la memoria colectiva tiene hoy más urgencia que nunca y no faltaron en la Argentina y en otros países quienes entendieron esto muy temprano y crearon y ordenaron personalmente, sin apoyo oficial alguno y movidos por su moral ciudadana, informaciones utilísimas que se pueden ver por Internet. Estos archivos contribuyen a deshacer las artimañas de los asesinos de la memoria, como ésas que pretenden que no hubo cámaras de gas y que el primer pueblo ocupado por el nazismo fue el pueblo alemán. Si queremos que la barbarie no se repita y pase al reino del nunca más, no deberían, creo, ser archivos mudos para la sociedad civil y viceversa: habría que acercar sus contenidos a sectores sociales y políticos en los que hay no poco a despejar todavía.

¿Y se podrá alguna vez despejar mentes en el estamento militar para que obedezcan a lo ético y opongan la desobediencia debida a órdenes criminales? El capitán de navío Juan Carlos Rolón, miembro de un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada de Buenos Aires donde la marina desapareció a 5000 personas, declaró impávido: “Nos enseñaron que la tortura era una forma moral de combatir al enemigo”. Se recuerda el diálogo que Hannah Arendt sostuvo con un oficial nazi que admitió haber gaseado y enterrado a prisioneros con vida en el campo de concentración de Maidanek. La pregunta de la filósofa: “¿Se da cuenta de que los rusos lo van a colgar!”. La respuesta del nazi: “¿Por qué? ¿Yo qué hice?”.

Las dictaduras suprimen el testimonio de las víctimas, pero llevan sus propios archivos. En Auschwitz hay gruesos volúmenes que registran la muerte de los prisioneros gaseados. En la primera columna de cada página figuran el nombre, la edad y la nacionalidad de la víctima; en las dos restantes, hora y causa de la muerte. La hora es la misma a lo largo de páginas enteras, las 8.15, o las 8.30 o las 9.00 de la mañana. También se repite la causa de la muerte, “influenza” casi siempre. Este no es sólo un acto burocrático; sustituye la vida por una mentira de papel y muestra abismos de la condición humana. Se impone abrir esa clase de archivos. Pero ésta es una decisión de Estado y, lamentablemente, todavía hay gobiernos democráticos que no se atreven a disponer que se dé ese paso indispensable. Los familiares de los desaparecidos sólo conocen la dolorosa mitad del crimen. La otra yace oculta, custodiada por centinelas militares, policiales, eclesiásticos. Jacques Derrida habló del “mal de archivo”, pero ésos son los archivos del mal.

Que se me perdone la insistencia en subrayar la importancia de los testimonios orales, vehículos de una memoria que en ocasiones se transmite de generación en generación. Frente a Panamá –narra el periodista José María Pasquini Durán– hay una isla llamada San Blas en la que vive una etnia indígena. Una vez al año todos se reúnen y los ancianos cuentan a los jóvenes la historia de la etnia, que arranca del casamiento del Sol con la Luna, para que su memoria perdure. Los jóvenes comenzaron a emigrar y a quedarse en Panamá, pero mandan grabadoras a la isla para registrar el relato de los ancianos. Ahora la maravillosa historia que comienza con el Sol y la Luna está en casete y los jóvenes lo tienen en su casa entre los discos más recientes de pop norteamericano. Menciono esto porque en muchas sociedades del mundo no hay casete todavía.

En el año 1987 seguía yo exiliado en Francia y el diario recién nacido entonces para el que trabajo, Página/12, me pidió que cubriera el proceso a Klaus Barbie, el ex jefe de la Gestapo en Lyon, bautizado “El carnicero”. A una víctima que le detallaba sus crímenes, Barbie dijo: “Yo no me acuerdo de nada. Si se acuerdan ustedes, el problema es de ustedes”. Efectivamente: recordar y denunciar los crímenes contra la humanidad y exigir su castigo es un problema nuestro.

Página/12, 10/12/08

lunes, 6 de enero de 2014

Los jefes (en la administración pública)



los nuevos jefes y jefas, imbuidos de todos o casi todos los poderes, se consideran amos y señoras de sus respectivas dependencias. Están por sobre el bien y el mal, nadie pone en duda su carácter omnisciente. El todopoderoso estado les ha otorgado inmunidad para hacer y deshacer conforme su sabia voluntad. Son miembros y miembras de una corporación que gobierna según los propósitos del supremo líder, a quien deben gratitud, lealtad y obediencia. A cambio de ello disfrutan de todos los placeres terrenales y de un ejército de súbditos prestos a ejecutar sus mandatos


Hace algún tiempo escribí un pequeño ensayo dedicado al servidor público, artículo  que ha recorrido buena parte de las oficinas y dependencias estatales. Desde entonces he sentido que estoy en deuda con quienes asumen la durísima y sacrificada tarea –como ya veremos de cogobernar el aparato estatal, los jefes, sin los cuales la vida de los subalternos sería fría, intrascendente, aburrida. Eso sí, es menester dejar en claro que cualquier parecido entre lo que aquí se dice y la realidad es pura coincidencia, que no alude a individuo en específico, y que todo forma parte de ese gran holograma que según últimos descubrimientos científicos es nuestro Universo. Dicho de otra forma, esta lectura no existe, solo es un invento de su imaginación.

Partamos del principio que los jefes, como todo lo que existe sobre la Tierra, también sufren cambios. El jefe de épocas pasadas no es igual al de hoy, esencialmente porque responden a realidades diversas. El de antaño, aunque se daba ciertos aires de importancia, era un tipo distendido, refugiado en oficinas sobrias, nada ostentosas. Hasta para hacer negocios era cauto, mesurado, cuidaba el nombre, las apariencias.
Entonces, ¿cómo son los jefes de la nueva administración pública? Dejemos en claro que cuando digo “jefes” me refiero a aquellos de alto nivel; y “nuevos” es una forma de decir, ya que la mayoría llevan algunos años apoltronados en sus anatómicos y caros sillones.
Quienes los vieron llegar pueden dar fe del cambio. Muchos, la mayoría para ser justos, aparecieron con una mano adelante y otra atrás. Para disimular la carencia de recursos vestían un terno obscuro que alternaban con dos o tres camisas y una o dos corbatas durante la semana. Los que llegaron de provincias para “apoyar” al compañero presidente buscaron alojamiento en esos hotelitos baratos, de medio pelo, que abundan en la zona norte y que como gancho ofrecen desayuno gratis. Más de uno participaba del menú sobrepreciado que contratan las instituciones públicas. Otros, cansados de esa horrible comida reciclada mandaban a comprar el clásico KFC, con arroz y menestra. Ya se podrán imaginar el olor que se impregnaba en las oficinas, difícilmente disimulado por el ambiental rociado por las afanosas secretarias apenas el jefe, apremiado por la naturaleza, entraba al baño.
Hoy los jefes son cancheros, conocen el teje y maneje de la cosa pública. Aprendieron a usar con solvencia terno y corbata, a combinar la ropa, los zapatos. Ahora usan vestimenta caché comprada en tiendas exclusivas o traída del exterior en esos constantes y sacrificados viajes fuera del país. Algunos hasta ya saben para qué mismo sirven las entidades a su cargo. Se dan el lujo de comer en restaurantes gourmet, viven en buenos hoteles o arriendan suites en sectores exclusivos. Los más visionarios y pragmáticos (palabrita de moda con la que se designa a los negociadores) compraron o cambiaron su vivienda por otra. Quienes llegaron del trópico hoy se desenvuelven en la capital como peces en el agua. Le cogieron gusto al aire acondicionado natural, les agrada lo verde, los buenos colegios, la relativa seguridad, por eso muchos trajeron a la familia. Es posible que a futuro ya no regresen al terruño. Se acostumbraron a convivir con los antes odiados y menospreciados “serranos o paisanos” a quienes calificaban de burócratas vagos vividores de las rentas que producía el llano, la costa.
En lo laboral, conocen al dedillo el presupuesto institucional y su manejo, tanto que instruyen a financieros y jurídicos sobre qué procedimiento utilizar para las contrataciones. Saben que lo más rápido, práctico y “conveniente”, es acogerse a las declaratorias de emergencia. Claro, en un país subdesarrollado como este, pese al “milagro económico” que dizque experimentamos, todo es emergente, para ayer. Así que lo único que deben hacer los que manejan las compras públicas es cambiar ciertas variables a los modelos de resoluciones y contratos. Facilito.
Están conscientes que por sus obras serán juzgados de eficientes o ineficientes. Eficientes los que gastan todo el presupuesto, en lo que sea y como sea; ineficientes los lentos, los que todavía creen que deben respetar la ley, los que consultan si se puede o no hacer tal o cual cosa. No obstante, aún estos últimos saben que obligatoriamente debe constar en el famoso plan operativo todo lo imaginable, incluidos rubros que a futuro permitan camuflar gastos políticos, aportes, movilizaciones, propaganda, banderitas, vallas, festejos, etc, etc.  A propósito, es curioso ver como el último mes del año, todos entran en una especie de locura colectiva. Lo que no pudieron hacer durante once meses quieren sacar a como dé lugar los últimos días de diciembre. Así, la ejecución presupuestaria que hasta entonces no llegaba al 50%, por obra y gracia de la desesperación sube milagrosamente al 60 o 70 por ciento. No hace falta decir que estos gasto de última hora, en tiempos de navidad y fin de año generan muchas satisfacciones.        

¿Cómo son los jefes en la oficina? Bueno, los hay de toda clase. Para que no se resientan las feministas, diremos que los hay tranquilos y tranquilas (en realidad esta no es una virtud común en ellas), prepotentes y prepotentas, ramplones y ramplonas, vagos y vagas, desfachatados y desfachatadas, paranoicos y paranoicas… En lo que si todos y todas se parecen es en su lealtad al “proyecto”. No saben qué carajo es eso, pero juran que son leales al proyecto del gobierno. Concurren obligatoriamente a marchas y contramarchas, a concentraciones y desconcentraciones, algunos, los más hábiles, los que lograron subir varios peldaños en la escala de cercanía al sol que nos alumbra asisten a los monólogos en donde el supremo jefe se luce ante una eufórica y encantada concurrencia que agita banderitas y aplaude a rabiar.

Algo que caracteriza a ellos y a ellas por igual es el aprovechamiento del trabajo ajeno. Aprendieron a quedar bien a costa de otros: “Fulano, necesito esto para el mediodía", "fulana, esto es urgente, para las cuatro de la tarde, "a ver señores esto me tienen listo a más tardar para mañana”, y así, todo lo delegan. Asumen, para quedar bien, responsabilidades que no les competen. “No te preocupes, nosotros hacemos esto”, “déjamelo a mí, yo me encargo”… y claro, inmediatamente ordenan a algún subalterno que se saque la mierda haciendo el trabajo. Una vez terminado, aparecen como los autores, mientras que el personal de tropa que se desveló ni siquiera es mencionado, a no ser para responsabilizarlo por las falencias. Es ya característico que los jefes esperen la hora de salida para pedir informes o convocar a reuniones. ¿Alguien se traga el cuento que ese informe o las beberías que se tratan en las reuniones no pueden esperar hasta el otro día o la próxima semana? Claro que no, es la simple gana de joder, de darse importancia, de crear sobre él o ella un halo de esforzado y eficiente servidor. Se pasan el día en juntas y reuniones tomando cafecitos, recibiendo delegaciones que ofrecen lindos negocios, o inaugurando obras donde se malgastó el dinero. Así secretarias y el “equipo de confianza” deben esperar hasta que el jefe o jefa decida terminar con todas las reuniones para ver que si no se le ocurre armar otra o delegar alguna tarea.

Por cierto, aquello del “equipo de confianza” da para una crónica extensa. Por ahora únicamente digamos que en la argolla no están todos los que son, ni son todos los que están. Hay equipos y equipos. Unos constituidos sobre la necesidad de fortalecer la gestión institucional, mientras que hay otros en los que ciertos miembros ni siquiera trabajan en la misma institución, o se mantienen en la periferia, en oficinas privadas, oficiando de emisarios y lobistas. En este segundo caso, los verdaderos miembros son ultra cercanos al jefe, generalmente antiguos conocidos. Su condición de coautores o conocedores de malandanzas y metidas de pata hace que los vínculos entre ellos sean indisolubles; vínculo sustentado en una especie de pacto de silencio.       


Otra característica común es su fascinación por los viajes. ¡Cómo les encanta viajar! Ni bien se posesionan comienzan a planificar los viajes. Todos viajan. Para esta gente que antes se excitaba yendo a algún balneario de la costa, hoy el mundo les queda chico. Ir a Europa, Asia, el Medio o lejano Oriente, Sur o Norteamérica, se ha vuelto rutinario. Viajan con los más increíbles pretextos. Que a dictar una "conferencia magistral", que a socializar el nuevo reglamento, que a promocionar tal o cual cosa, que a informar a los migrantes sus derechos, que a firmar el tratado de entendimiento o el convenio marco, que a dar a conocer al mundo las nuevas estrategias de comercio, que al festival o la conferencia sobre esto y aquello. Y cuando se les pregunta: “¿qué tal estuvo el viaje?”, la respuesta siempre es: “cansado”. ¿Y cómo no van a estar cansados de tanto viajar?


También es común la caridad familiar. Basta que se posesione el jefe o la jefa para que en tropel ingrese a la administración toda la parentela y, si hace falta, los relacionados a ésta. Padres, hermanos, tíos, primos, cuñados, novios, concubinos… etc, etc, en su mayoría paniaguados, buenos para nada, son ubicados sino en la misma entidad en otras afines. Y no en cualquier puesto ni con cualquier sueldo, claro que no, ha de ser en funciones directivas, como corresponde al estatus del jefe.  


Volviendo a lo de antes, decíamos que hay jefes y jefas para todos los gustos, aunque por lo general la mayoría se caracterizan por tener a la gente al borde de la locura. Los informes, el oficio, los contratos, los reglamentos, las resoluciones, los pasajes... todo es urgente. Da la impresión que el futuro del paisito depende de algún informe, resolución o reglamento. Imagínense lo que pasa cuando esos informes están dirigidos al supremo jefe. Los revisan una y otra vez, suman y vuelven a sumar, mueven los cuadros de un lado al otro, pintan una columna de un color, resaltan otra, que sea lo más claro y sucinto dicen, que el supremo no tiene tiempo para leer testamentos, que solo se fija en lo importante. Eso sí, por acaso se le ocurra tomar la lección completa hay que poner los hipervínculos y llevar a cuestas toda la documentación de respaldo. Si las cosas salen bien, se felicitan, se abrazan, los rostros se iluminan de felicidad; pero si no, entonces arde Troya, se busca inmediatamente culpables, que como mínimo reciben una puteada que les dejará con estrés para toda la vida.


LAS JEFAS


¡Ah, las jefas! Ellas merecen capítulo aparte. Son una especie de última data, emergieron con los nuevos tiempos, con el cambio de época. Antes se conocían algunos ejemplares, pero en general su paso por la administración pública no tuvo el dramatismo ni la incidencia que tiene actualmente. En su mayoría son jóvenes, aunque por excepción las hay entradas en años. De procedencia distinta, algunas vienen acompañadas de un pedigrí linajudo, aspecto elegante, cutis bien mantenido, figura moldeada en gimnasios y quirófanos… mientras que en otras se aprecia la huella marcada por la vivencia en sectores populares, en donde a lo largo del tiempo se ha sentido maltrato, discriminación, carencia y una apreciable carga de frustraciones.  


Pero bien, con la revolución y los tiempos, estas mujeres aparecen reclamando su derecho a ser visibilizadas e incorporadas al aparato estatal, a ministerios, subsecretarías, embajadas, gerencias y puestos de dirección. Es lo que nos merecemos dicen. Uno de sus principales argumentos es que se han preparado y como prueba exhiben títulos académicos, no uno, sino varios y en todos los campos imaginables, y las que no tienen ese backup acuden a su trayectoria en el movimiento. Ya en el cargo, asumen las funciones con la mayor severidad posible. Curiosamente las principales víctimas de una reprimida demostración de autoritarismo y prepotencia que de inmediato sale a flote no son los machos, los opresores, no, son las mismas mujeres, sus congéneres. Prefieren descargar su frustración sobre otras mujeres antes que enfrentarse a quienes a lo largo de la historia las han dominado. No pueden ocultar su antipatía hacia determinadas funcionarias, menos cuando las subalternas demuestran mayores conocimientos y mejores ejecutorias, y si a más de capacidad la supuesta adversaria es agraciada la locura es total, eso las vuelve paranoicas. Asumen que el puestito está en riesgo. De ahí que cualquier trabajo que realizan aquellas es revisado con microscopio, les buscan fallas hasta en las comas, para desacreditarlas tachan aquí y allá, ponen lo mismo pero con otras palabras, y como golpe de gracia, de todo menos de los aciertos dejan constancias en correos o mediante oficio. Así, las féminas se convierten en las primeras víctimas de esta versión de neofascismo solapado que invade el sector público. Podría decirse que el infierno es un spa comparado con el acoso que las víctimas tendrán que soportar día a día, acoso del que hasta ahora no se conoce escapatoria.
Obsesionadas como son, luego de 12 o más horas de derramar bilis en la oficina, ya en casa, la laptop y el celular permanecen encendidos si acaso el jefe no olviden que en la pirámide del poder siempre hay un superior pida alguna información. El gusano que habita en sus cerebros les dice despiertas y en sueños que son imprescindibles, que sin ellas la entidad se derrumba, que el mundo se acaba. Al haberse constituido en las principales aportantes de recursos al hogar los maridos resignan su actitud dominante, al fin que alguien debe pagar las cuotas del auto, las nuevas tv ultraplanas, la ropa de marca, las vacaciones, etc, etc.
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En fin, los nuevos jefes y jefas, imbuidos de todos o casi todos los poderes, se consideran amos y señoras de sus respectivas dependencias. Están por sobre el bien y el mal, nadie pone en duda su carácter omnisciente. El todopoderoso estado les ha otorgado inmunidad para hacer y deshacer conforme su sabia voluntad. Son miembros y miembras de una corporación que gobierna según los propósitos del supremo líder a quien deben gratitud, lealtad y obediencia. A cambio de ello disfrutan de todos los placeres terrenales y de un ejército de súbditos prestos a ejecutar sus mandatos. Altas remuneraciones y manejo discrecional, asociados a otros privilegios, dan forma a lo que parece una nueva administración, pero que en esencia reedita viejos sistemas medievales de dominación y autoritarismo y, no en pocos casos, de descomposición.