viernes, 25 de mayo de 2012

Los Tzántzicos


  Por Alfonso Murriagui 

El 27 de agosto de 1962, firmado por Marco Muñoz, Alfonso Murriagui, Simón Corral, Teodoro Murillo, Euler Granda y Ulises Estrella, apareció el Primer Manifiesto Tzántzico, el mismo que no fue un exabrupto sino una constatación de la realidad cultural que vivía nuestro país a comienzos de los años 60; por eso en sus primeras líneas afirma: "Como llegando a los restos de un gran naufragio, llegamos a esto. Llegamos y vimos que, por el contrario, el barco recién se estaba construyendo y que la escoria que existía se debía tan solo a una falta de conciencia de los constructores. Llegamos y empezamos a pensar las razones por las que la Poesía se había desbandado, ya en femeninas divagaciones alrededor del amor, (que terminaban en pálidos barquitos de papel) ya en pilas de palabras insustanciales para llenar un suplemento dominical, ya en 'obritas' para obtener la sonrisa y el cocktail del Presidente".



 En efecto, como afirma Agustín Cueva en su libro “Entre la Ira y la Esperanza”, "los Tzántzicos aparecieron cuando en el Ecuador se había pasado de la literatura de la miseria a la miseria de la literatura y por eso su primera reacción fue la denuncia a los literatos y a la literatura, denuncia que, por supuesto, llevaba ya implícita la severa acusación social que luego formularían de manera directa."

Esa constatación del estado en que se encontraba el país en los campos del arte y la literatura, y las condiciones sociales en que se desenvolvía, conmovió a los jóvenes e irreverentes Tzántzicos e hizo que afirmaran: Las intenciones políticas y sociales de los Tzántzicos están claramente definidas desde sus primeras actividades: rechazan los cenáculos y los salones elegantes y van a las fábricas, a las universidades y colegios, a las agrupaciones de artistas y asociaciones de empleados. Su intención es llegar masivamente a los estratos populares, tanto que utilizan, por primera vez en Quito, la radiodifusión para hacer conocer sus planteamientos: por Radio Nacional del Ecuador difunden un programa denominado “Ojo del Pozo”, en el que, dos veces por semana, leen sus textos y sus poemas. Y es más, sus inquietudes derivan hacia la discusión de los problemas sociales, pues organizan y participan en debates importantes como la Mesa Redonda, realizados en Agosto de 1962, sobre el tema “Problemática y Relación del Artista con la Sociedad”, en la que participan destacados pintores nacionales: Oswaldo Viteri, Mario Muller, Jaime Andrade, Jaime Valencia, Hugo Cifuentes, Elisa Aliz y actúa como moderador el Dr. Paul Engel; y el Debate realizado en septiembre del mismo año sobre “La Función de la Poesía y Responsabilidad del Poeta”, en la que el expositor fue Jorge Enrique Adoum y la discusión estuvo a cargo de Sergio Román, Manuel Zabala Ruiz, Ulises Estrella y Marco Muñoz. 


La presencia de los Tzántzicos, como era de esperarse, despertó la furia de la burguesía y de sus recaderos; Agustín Cueva, en el libro "Entre la Ira y la Esperanza", lo reseña en los siguientes términos: "Ahora: odiado por los derechistas; detestado por los mini y microensayistas que le aplican la cobarde y sistemática represalia del silencio; ignorado por pontífices y periodistas 'sesudos' pero aplaudido en universidades, colegios, sindicatos, etc.; el tzantzismo, tierno e insolente, es, mal que pese a sus adversarios, la verdad de nuestra cultura (y el público así lo siente: los Tzántzicos son los únicos poetas capaces de tener lleno completo en cualquier local donde se presentan). Negación de toda retórica, es, a la vez, nuestra poesía y la imposibilidad actual de una absoluta poesía: es el germen y el fracaso de nuestra ternura; la dimensión exacta, auténtica, de un momento en que el artista toma conciencia del alcance social como de las limitaciones de la palabra. Por eso, entre el acto y el grito próximo al estallido, el tzantzismo se afirma como una forma de arte ceremonial y agresiva, destinada a vencer la capa de inercia, y la barrera opresiva- depresiva que le oponen los detentadores del poder socio-político".

Efectivamente, los Tzántzicos no fueron ni diletantes ni oportunistas, su actitud respondió a una clara militancia política, adoptada, responsablemente y con absoluta convicción, ya que tenían muy claros los problemas sociales, económicos y políticos por los que atravesaba el país, América y el Mundo. En el Ecuador gobernaba una dictadura militar de coroneles, que clausuró el Café 77 y que los tenía fichados como “comunistas peligrosos”.No debemos olvidar que los años sesenta fueron los años de la eclosión revolucionaria. La Revolución Cubana acababa de liberar a la Isla de la dictadura de Fulgencio Batista y rompía con el Imperio, que trataba de controlar una revolución que había estallado a noventa millas de sus dominios y que amenazaba con extenderse por toda América. La figura del Che Guevara era nuestro ejemplo y las lecturas y discusiones sobre los problemas de esa Revolución se habían vuelto cotidianas.


Ubicados dentro de una corriente ideológica y estética de izquierda, sostuvimos la necesidad de una asimilación sustancial del marxismo, así como la imprescindible asunción de una estética coherente, para lo cual penetramos en la textura del naturalismo, del realismo socialista, del surrealismo, del dadaismo y más corrientes renovadoras. El estudio crítico de Nietzche, el existencialismo sartreano, la teoría de la enajenación de André Gorz, la experiencia de la premonición de los cambios evidenciada por Frantz Fannon en la revolución argelina, etc., también nos fueron útiles. El nuestro fue un arte militante, consciente y claro de sus cometidos. Esto marca una gran diferencia con movimientos aparentemente similares, como el Nadaísmo colombiano. Trabajamos con espíritu de cuerpo, desplegada nuestra sensibilidad y creatividad vivimos, actuamos, sentimos, produjimos, polemizamos, argumentamos, removimos y potenciamos. Pasamos de la etapa de la denuncia a la protesta y de ella a la propuesta, al esto-bello que concebíamos, en una estética probablemente no plenamente resuelta, pero nuestra. 


Los Tzántzicos fueron políticos, militantes revolucionarios, sino todos, la mayor parte de ellos; no hacen falta nombres, fechas, ni partidos. Ellos lo saben, algunos después renegaron, se convirtieron en empleados o asesores del sistema. Esa fue precisamente la causa para el rompimiento del tzantzismo: el aparecimiento de “nuevas corrientes” que impusieron su oportunismo derechizante, que, por cierto, no lo habían perdido nunca y que les ha servido para llegar a las más altas dignidades de la cultura nacional, que incluyen jugosas prebendas y prósperos negocios. Uno de los más importantes actos políticos que realizaron los Tzántzicos, fue la organización de la toma de la Casa de la Cultura, realizada en agosto de 1966, con el propósito de expulsar a las autoridades nombradas por la dictadura militar. En esta acción, que se la denominó posteriormente “revolución cultural”, se demostró su capacidad de lucha y de organización y junto a la Asociación de Escritores Jóvenes del Ecuador, la Federación de Estudiantes Universitarios (FEUE), la Confederación de Trabajadores del Ecuador (CTE) y la Federación de Trabajadores de Pichincha FTP) lograron cambiar, aunque momentáneamente, las condiciones en que se desenvolvía la institución rectora de la cultura nacional que, al poco tiempo, volvió a caer en manos del oportunismo, como se señala en el No. 9 de la Revista Pucuna, febrero de l968: “Las últimas actitudes de Benjamín Carrión y Oswaldo Guayasamín no solo han cuestionado la autonomía de la Casa de la Cultura sino que evidencia claramente el fracaso político definitivo de las viejas generaciones inspiradas en principios liberales. Junto a la posición de Asturias, embajador de un gobierno que asesina patriotas en las calles, a las vacilaciones claudicantes de Neruda, constituyen el último estertor, el derrumbamiento catastrófico de una manera de ver, pensar, sentir y actuar, el colapso de un modo de enfrentarse con la vida y la cultura”... “El intelectual no puede eludir una respuesta sobre la política nacional y mundial, tiene que hacer efectiva su actitud de integración popular, aún a costa de su tiempo, su tranquilidad, su vida. La condición de un escritor o artista tiene que evidenciarse en su capacidad de lucha contra el orden imperante”.



Alfonso Murriagui, (Quito 1929) Miembro fundador del movimiento tzántzico. Fue durante muchos años periodista y profesor de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador. Durante 25 años, ha dedicado su vida a la defensa y difusión del Arte Popular. Actualmente sigue trabajando en poesía, narrativa y dramaturgia; es miembro del Comité de Redacción del Semanario Opción.

LOS TZÁNTZICOS

Movimiento cultural creado en 1962 por Marco Muñoz, Alfonso Murriagui, Simón Corral, Teodoro Murillo, Euler Granda y Ulises Estrella, posteriormente se incorporarían: Jos Ron, Agustín Cueva, Fernando Tinajero, Bolivar Echeverría, Raúl Arias, Rafael Larrea, Humberto Vinueza, Francisco Proaño Arandi, Iván Egüez, Abdón Ubidia, y Antonio Ordoñez, Álvaro Juan Félix, Luis Corral, Alejandro Moreano, Bolívar Echeverría, Leandro Katz, José Corral, y la única mujer, Sonia Romo Verdesoto


TZANTZISMO. Movimiento cultural ecuatoriano de la década de 1960 (1962-1969), considerado un verdadero parteaguas cultural del país, que giró en torno a los tzántzicos, grupo de escritores cuya producción se desarrolló principalmente en poesía y en menor medida en narrativa y teatro.

El término proviene del shuar tzántzico: “hacedor de tzantzas”, reductor de cabezas humanas. Se ha considerado que el grupo surgió como reacción a la degradación literaria y al aburguesamiento, caracterizándose por su actitud revolucionaria tanto en arte como en política, manifestándose en la publicación de revistas y en recitales, “actos” en espacios como colegios, sindicatos, barrios populares y sindicatos. Se ha valorado al movimiento por su impacto y decisiva contribución al cambio en la forma de ver el mundo en el país. Así, y aunque aún las versiones son encontradas al respecto, se reconoce que filosóficamente el grupo se nutrió especialmente del existencialismo en su vertiente sartreana y en alguna medida de Heidegger, en los intentos de superación de la metafísica, cuestionar la razón ontológica y revalorar la experiencia vital. Sin embargo, y en el contexto abierto por el triunfo a la sazón reciente de la revolución cubana, el movimiento recibió un impacto especial del Sartre de ¿Qué es la literatura? en un momento en que se manifestaba como decisiva la redefinición de las relaciones entre la sociedad y los intelectuales. Siendo un dato significativo que un sector evolucionara, en ese contexto teóricamente existencialista, hacia posiciones marxistas.



Tomado de http://www.lakbzuhela.es.tl/LOS-TZ%C1NTZICOS.htm


miércoles, 23 de mayo de 2012

El lobby, otra cara de la corrupción

“…en la práctica aquello que podría parecer un bien intencionado acercamiento para beneficiar al país, tiene un entramado de corrupción en el que se involucran en cadena funcionarios, generalmente del más alto nivel, de organismos, entidades y empresas públicas, quienes a cambio de su visto bueno o aceptación del negocio, reciben un valor fijo o determinado porcentaje en relación al precio del contrato, amén de homenajes, regalos y viajes, con lo que se perfecciona el cohecho”

 

Diccionarios, enciclopedias y publicaciones, todos coinciden acerca del significado de la palabra “lobby”, término de origen inglés que en definitiva se utiliza para determinar a personas o grupos de personas que se dedican a hacer contactos, influenciar y presionar en la toma de decisiones en el sector público.


A tal punto se ha generalizado esta práctica que países como España, Colombia y Chile, entre otros, están procesando la reforma en unos casos, y en otros, la elaboración de leyes, que regulen esta actividad a fin de contar con una herramienta más eficiente para combatir la corrupción, de forma tal que el lobby sea un trabajo público sujeto a los órganos de control y a la vigilancia social. Sin embargo, existen otros como los Estados Unidos y la mayoría de países europeos, en donde el lobby se considera legal, a menos que se compruebe que algún funcionario ha incurrido en cohecho.     


El lobbysta no tiene un perfil profesional específico, bien puede ser abogado, empleado público, alguien dedicado a los negocios, político, militar en retiro, o simplemente cualquier individuo que descubrió que la mejor forma de ganar dinero es generando necesidades, solucionando problemas o induciendo a contratar con el Estado. Un buen lobbysta es alguien que no tiene preferencias políticas, pues debe moverse en todos los gobiernos; eso sí, ha de contar con una carpeta de contactos que incluya necesariamente personas influyentes y autoridades de alto nivel. El trabajo de estos individuos se desenvuelve tanto en oficinas reservadas como en hoteles, restaurantes de lujo, o algún discreto lugar. En muchos casos requieren de un capital que les permita realizar gastos y mantenerse durante períodos relativamente largos de tiempo mientras concretan los “negocios”, cosa que es considerada como una inversión que esperan tenga luego una sustancial recompensa. 


En ciertos países latinoamericanos el lobby no tiene ningún control, por lo que cada vez es mayor el número de individuos dedicados a ello. Contrario a lo que ocurre en los Estados Unidos y Europa, en donde la presión e influencia que ejercen los lobbistas sobre congresistas y parlamentarios tiene como objetivo lograr la toma de decisiones, tratando de evitar la emisión de leyes, o que éstas no afecten los intereses de las grandes transnacionales en aspectos tales como el comercial, medioambiental, farmacéutico, automotriz, o de seguridad, acá estas personas orientan su acción de intermediación a la concreción de negocios con el Estado. Hasta hace poco el mayor número de lobbistas se vinculaba a los sectores hidrocarburífero, de defensa, seguros y telecomunicaciones. Hoy están en prácticamente todos los sectores, desde educación hasta obras públicas, salud, seguridad, energía, justicia, gobiernos autónomos, etc; así como en el Congreso y órganos de control. Otra diferencia entre el lobbista extranjero y el criollo, es que mientras los lobbistas norteamericanos y europeos -entre los que se cuentan expresidentes y exjefes de estado- reciben una remuneración anual, aquí estas personas ganan una comisión en función de los negocios que logran “cerrar”, lo que estimula las prácticas antiéticas, ilegales, e inclusive delictivas. De ahí que su acción muchas veces sea burda, pues van de Ministerio en Ministerio y de dependencia en dependencia, ofreciendo -a quien creen es el contacto clave- un “negocio” que puede incluir financiamiento externo si la entidad no cuenta con recursos, así como el suministro de bienes o la ejecución de obras, de cualquier clase, pues supuestamente tienen contactos en todas partes del mundo -desde la China, Taiwán, Rusia, o India, hasta en los países africanos- con toda clase de proveedores.


No obstante, quienes practican esta actividad, refieren que su trabajo es más o menos similar al de un vendedor o agente de negocios, que oferta determinados productos en base a las necesidades de la entidad ante la cual se hace el acercamiento. En otras palabras, para ellos, el lobbista es una especia de visionario que descubre necesidades que no han sido detectadas por la administración, y otras veces es un facilitador de recursos, de los que generalmente carece el Estado, a cambio de que la compra o la obra se la adjudique a quien el prestamista lo determine. Visto así, parecería que dicha actividad más bien es beneficiosa para el Estado. Sin embargo, el tema no es tan simple ni inocente como parece. En Latinoamérica, los lobbistas son comisionistas que reciben dicho “fee” por su intermediación o apertura de negocios, lo cual tampoco parecería ilegal, puesto que quien aparentemente asumiría el costo de dicha comisión sería la persona, natural o jurídica, nacional o extranjera, a quien se le adjudique el contrato.


Más, en la práctica aquello que podría parecer un bien intencionado acercamiento para beneficiar al país, tiene un entramado de corrupción en el que se involucran en cadena funcionarios, generalmente del más alto nivel, de organismos, entidades y empresas públicas, quienes a cambio de su visto bueno o aceptación del negocio, reciben un valor fijo o determinado porcentaje en relación al precio del contrato, amén de homenajes, regalos y viajes, con lo que se perfecciona el cohecho. Es que en la práctica estos negocios se convierten en negociados, los cuales se caracterizan por el incumplimiento de la normativa jurídica societaria, evasión de los procesos precontractuales de selección o licitación, exoneraciones tributarias, grandes sobreprecios, altísimos costos de financiamiento, costo final impredecible a causa de imprevistos e indexación de precios. A todo ello, agréguese que muchos de estos “negocios” devienen en incumplimiento de contratos y mala calidad de los bienes u obras; o lo que es peor, se erigen en grandes elefantes blancos que no prestan ningún servicio a la ciudadanía. De esta manera el lobbista que en principio parecía un inocente intermediario, se convierte en actor principal de una tramoya de corrupción que deviene en la comisión de varios delitos, entre estos, peculado. Dependiendo del monto de los contratos, la comisión o “fee” (como prefieren llamarla) que recibe el lobbista varía, así en tratándose de valores muy altos puede ser del 0,5% al 2%; en otros, dicho porcentaje incluso puede llegar al 5%.


Se conoce de algunos lobbistas que complementan su actividad realizando gestiones con la finalidad de evitar o desvanecer multas y glosas de algunos “clientes”, o influir en pronunciamientos que tienen el carácter de vinculantes en la administración, esto obviamente a cambio de un pago proporcional al beneficio que se consiga. También como una ramificación de esta labor se habla de la existencia de personas que se encargan de recopilar información y apropiarse de documentación comprometedora, para luego someter a chantaje a los involucrados y venderles la solución a sus problemas a cambio de altas sumas de dinero, emolumento que incluye su intermediación ante los órganos públicos para evitar sanciones. Negocio redondo en donde todos ganan: el investigado, el intermediario y el funcionario que se presta para tapar los entuertos. Solo hay un perdedor: la sociedad.


Lamentablemente, en su actividad ilícita, el lobbista cuenta con un seguro que generalmente funciona. Es que al haber recibido dinero o alguna otra especie por sus favores, los funcionarios públicos involucrados en actos de corrupción, no develan el nombre de los intermediarios, con lo que sus acciones gozan de impunidad y pueden continuar en su acción atentatoria al bien común. Esta práctica, tal como se la lleva, de ninguna manera puede decirse que esté amparada en las garantías constitucionales, ya que ninguna de ellas faculta el tráfico de influencias, la concusión, el cohecho, o el peculado.

   

miércoles, 16 de mayo de 2012

Carlos Fuentes por Tomás Eloy Martínez

Texto escrito por Tomás Eloy Martínez en octubre de 2006 publicado en el Diario La Nación, que refiere varias anécdotas y la extraordinaria obra del escritor mexicano Carlos Fuentes.

http://blog.fundaciontem.org/2012/05/carlos-fuentes-por-tomas-eloy-martinez.html

"Fuentes fue el primero que se propuso imponer a la narrativa latinoamericana la conciencia de que era única, universal, libre de falsas tradiciones telúricas y de fantasmas campesinos; el primero que la salvó de su secular complejo de inferioridad y la forzó a respirar el oxígeno de todas las latitudes. A él, más que a ningún otro, se debe la idea de que el lenguaje común y la naciente fe común en América latina podían convertir al continente en el laboratorio de un mundo mejor".

lunes, 7 de mayo de 2012

El Cenagoso camino hacia el cambio

El camino hacia el cambio prometido por el correismo no es sino un cenagoso sendero, carente de sustento ideológico, que conduce a la consolidación de un proyecto totalitario

Con frecuencia funcionarios del gobierno de Rafael Correa incurren en errores a la hora de emitir pronunciamientos de carácter político. Tal el caso del Gobernador de Morona, que ingenuamente solicita por escrito al Presidente la remoción de varios funcionarios públicos de la provincia por no haber concurrido a la contramarcha convocada por el Gobierno para el 22 de marzo pasado; o la grosera reprimenda del propio Correa a la Asamblea Nacional, más concretamente a sus coidearios, llamándolos al orden para que se abstengan de realizar exhortos al Ejecutivo, o lo que es lo mismo, que se dejen de veleidades queriendo fiscalizar a quien ostenta la majestad del poder y a su intocable corte. Más allá de lo anecdótico y del pobre concepto de democracia que practican las autoridades, casos como estos dan cuenta que el país se administra con los órganos ubicados del estómago hacia abajo. La improvisación, apresuramiento y falta de criterio se han vuelto una constante en altos funcionarios acosados por el estrés, debido en gran medida a la presión y al inexorable “va porque va”, consigna que debe cumplirse a rajatabla, por inviable, inconveniente o absurda que sea. Lamentablemente la posibilidad de reconocer equivocaciones son ejercicios inadmitidos en todos los niveles de dirección gubernamentales debido a que están bloqueados los caminos a la autocrítica y la propuesta.

Esta rudimentaria forma de gobierno da cuenta que Alianza País, igual que otros movimientos que en su momento tuvieron aceptación popular, se sostiene en una estructura piramidal coronada por el Presidente, y a sus pies, fieles vasallos que torpemente tratan de interpretar los devaneos y caprichos de su líder. Para ello, no es necesario estructurar lineamientos doctrinarios-programáticos consistentes con la propaganda gubernamental que habla de una cierta revolución. Las adhesiones al movimiento están ligadas a la figura del caudillo en detrimento del sustento ideológico, lo cual, si bien coyunturalmente permite capitalizar el voto de un sector del electorado seducido por la imagen presidencial, dicha adhesión está supeditada a una temporalidad llamada Rafael Correa. Temas fundamentales vinculados a cualquier programa de inspiración socialista como la reforma agraria continúan siendo un enunciado postergado quien sabe si hasta el fin de esta aventura. Pese a los cacareos nacionalistas de recuperación de la soberanía, los principales recursos estratégicos (telecomunicaciones, hidrocarburos y minería) han sido entregados generosamente a compañías transnacionales, mientras banqueros y financistas día a día engordan sus arcas a costa de la vorágine consumista propiciada por un ilusorio auge económico atado al alto precio del petróleo y al poco claro crédito chino.

En los últimos tiempos se ha hablado de la derechización del gobierno. Quienes así opinan se olvidan que si bien Correa llegó tomado de una mano por sectores progresistas, con la otra se sostenía de emisarios de la derecha más retrógrada, los llamados “pragmáticos” o “ejecutores” que ocupan puestos claves en el gabinete. Luego que varios movimientos de izquierda se excluyeron, Correa ha tratado de llenar ese espacio con dirigentes de sectores poblacionales pauperizados, que movilizan gente durante las sabatinas o cada vez que el Presidente quiere darse un baño de popularidad. En este juego maniqueo y utilitario todos se declaran revolucionarios, desde los rezagos del socialismo oportunista en la Asamblea, hasta los áulicos cercanos al caudillo. De esa manera se mantiene la esperanza de quienes creyeron en un proceso de cambio a la vez que se disipan resquemores del empresariado y la banca. Otro signo de la acrobacia correísta es su silencio ante la nacionalización de Repsol por el Gobierno argentino y de la Transportadora de Electricidad en Bolivia, contrario al apoyo recibido por otros países del ALBA. Claro, una cosa es ser “revolucionario”, lo cual se logra inclusive cambiando el guardarropa, y otra ser socialista. Aquí encaja perfectamente aquella frase según la cual los politiqueros no tienen convicciones, sino conveniencias. Da ello da cuenta la conjunción de supuestos contrapuestos tratando de sostener al caudillo el tiempo que su popularidad lo permita, usufructuando cada cual de la parcela que le fuera asignada, administrada sin prejuicios éticos ni jurídicos, convencidos que el fin justifica los medios.

En un ejercicio acorde a su naturaleza política hemos visto a la dirigencia de AP empeñada en demostrar la fuerza movilizadora de la organización utilizando la tarima y las marchas como ensayo para su próxima campaña electoral. Sin embargo, como dice Correa, no hay que engañarse, en una sociedad afecta al clientelismo las movilizaciones indiscriminadas más que certezas generan dudas sobre el apoyo y las reales motivaciones de los convocados. Exceptuando algunos segmentos de seguidores fanatizados (los tonton macoutes criollos) y de quienes concurren esperanzados en determinados ofrecimientos, buena parte de funcionarios públicos y muchos de los movilizados por autoridades y dirigentes barriales, por más que agiten banderas, levanten pancartas o reciten consignas, no entran en esa categoría de absoluta incondicionalidad que requiere Alianza País. Están ahí simplemente por conveniencia o porque “los llevaron”, y bien sabemos que movilizar masas no es nada difícil si se dispone de recursos, más cuando se está en el poder; por tanto, esa misma gente que hoy se moviliza por AP, mañana lo hará por otro movimiento político, porque para eso están, porque no tienen compromiso ni identidad ideológica.

Sin embargo, todavía quedan algunos adherentes al proyecto inicial de Alianza País esperando que la propaganda y la retórica (orientadas a introducir en la población consignas y destacar acciones vinculadas a planes de inversión, que miden el éxito por la cantidad de obras ejecutadas, reduciendo lo político a lo funcional) den paso a procesos más complejos direccionados a profundizar el cambio estructural y el modelo político de gestión. Esta misma gente, seguramente siente vergüenza que el gobierno para lograr mayoría en la Asamblea establezca acuerdos que traspasan los linderos de la ética, pactando con politiqueros igualmente inescrupulosos que entregan su voto a cambio de prebendas, práctica atribuida a la partidocracia y aparentemente repudiada por el propio Correa. No obstante, la gran mayoría de representantes de ese movimiento, caracterizados por su mediocridad y sometimiento, guardan conveniente silencio y se allanan a las maniobras del número uno en procura de ser tomados en cuenta para las próximas elecciones. Esta política mimetista relativiza los principios en favor del inmediatismo, por lo que terminan pareciéndose a aquello que decían combatir.

Como vemos, el supuesto proceso revolucionario es un cuento chino. En lo político Correa y su corte replican el mismo modelo populista vivido durante décadas, con la única diferencia que al contar con abundantes recursos provenientes del alto precio del petróleo se ha intensificado el asistencialismo. Otro elemento del modelo correísta que desmiente la supuesta revolución es que no existe una efectiva participación popular en la gestión de gobierno. En lo laboral los trabajadores públicos han experimentado una agresiva política de despidos apelando a las más variadas justificaciones, desde infames acusaciones de corrupción, hasta supuestas reingenierías administrativas. En el fondo no es otra cosa que una perversa maniobra para desvincular funcionarios con ciertos años de servicio y reclutar jóvenes agradecidos al servicio del correismo. En lo económico, si bien se han destinado importantes recursos a la inversión social (vialidad, salud, educación) se ha descuidado el aparato productivo, base del sustento económico. El gasto público que se alimenta del ingreso petrolero y préstamos chinos devela la visión inmediatista de un gobierno dispuesto a disipar hasta el último centavo sin considerar previsión alguna ante posibles crisis o sucesos imprevistos. Desviaciones y contradicciones entre los enunciados supuestamente revolucionarios y una política que concentra sus esfuerzos de crecimiento sustentado en el extractivismo como solución a todos los males de la sociedad sin considerar los costos sociales y ambientales, tales como la afectación a las comunidades, la depredación de los recursos naturales y la contaminación, a la vez que facilita las condiciones para que bancos y capitales financieros sigan creciendo a costa del bienestar ciudadano, con lo cual, la brecha entre ricos y pobres, así como la concentración del dinero en pocas manos es cada vez mayor. ¿Esto es socialismo?

El camino hacia el cambio prometido por el correismo no es sino un cenagoso sendero, carente de sustento ideológico, que conduce a la consolidación de un proyecto totalitario, que se ufana de un triunfalismo electoral que más que mérito propio es consecuencia de la inmovilidad, dispersión, incapacidad para lograr consensos y falta de liderazgo de la oposición.     

viernes, 4 de mayo de 2012

ABC del populismo

Radiografía del populismo, fenómeno social que se repite en Latinoamérica y cuyas características son objetivamente visibles en el Ecuador de hoy

Por Enrique Krauze
La Universidad de Princeton, bajo la dirección del profesor Jan-Werner Müller, organizó un seminario sobre el populismo con algunos de los mayores expertos en la materia. Rescatamos estas tres ponencias, editadas para la revista, que discuten entre sí una definición de populismo y sus diversos avatares históricos.

El populismo es indefinible en términos ideológicos: se aplica tanto a corrientes de izquierda como de derecha, a Hugo Chávez o al Tea Party. Por eso, quizá la mejor definición es la que atiende a la peculiar relación que se establece entre el líder político y la voluntad popular.

En una democracia, ese vínculo es siempre problemático y tenso. Si el líder abusa de su autoridad o impone su propia voluntad por encima de las leyes, puede desembocar en una dictadura. Si la voluntad popular impera sin límite, puede desembocar en la ingobernabilidad o la revolución. Justamente para limitar ambos extremos y conciliar ambos impulsos están los famosos checks and balances y las libertades políticas, en particular la de expresión. En una democracia, el presidente (o el primer ministro) tiene que ejercer las atribuciones implícitas en su liderazgo (que hasta etimológicamente consiste en ser seguido, no en seguir) pero actúa en un marco diseñado para acotarlo. Aunque el mecanismo es lento, difícil, oneroso, es el mejor que han discurrido los hombres para gobernarse.

El populismo es una simplificación de ese complejo mecanismo. Lo que el populista busca –al menos esa ha sido la experiencia latinoamericana– es suprimir en beneficio propio la tensión entre el liderazgo político y la voluntad popular; y nada mejor para lograrlo que establecer un vínculo directo con el pueblo, por encima, al margen o en contra de las instituciones, las libertades y las leyes. La iniciativa, hay que subrayarlo, no parte del pueblo sino del líder carismático.

En el Diccionario de política de Bobbio se concede una importancia central a las definiciones míticas de “pueblo” que el populista emplea y que no se refieren a clases sociales sino a un vago conglomerado o una amalgama social: “Es importante sentirse pueblo –decía Eva Perón–, amar, sufrir, gozar como el pueblo, aunque no se vista como el pueblo, circunstancia puramente accidental” (Diccionario de política, Siglo XXI, p. 1248). Del mismo modo, el libro ilustra las nociones típicas de “no pueblo” con la que los populistas demonizan a sus enemigos. Esta dicotomía es importante pero no fundamental, porque el contenido que se suele dar a ambos términos es variadísimo y aun contradictorio. La verdadera clave está en el líder. Él es el agente primordial del populismo. No hay populismo sin la figura del personaje providencial que supuestamente resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del “pueblo”, y lo liberará de la opresión del “no pueblo”.

Para llevar a cabo su proyecto, el populista utiliza como vehículo fundamental la palabra amplificada en la plaza pública. Los demagogos existen desde los griegos, pero los populistas son producto de la sociedad industrial de masas y del megáfono. El populista se apodera de la palabra y fabrica la verdad oficial. Una vez investido en intérprete predominante o único de la realidad (o en agencia pública de noticias), el populista aspira a encarnar esa verdad total y trascendente que las sociedades no encuentran –aunque a menudo aspiran a ella– en un Estado laico. Por eso, muchos populistas adoptan símbolos religiosos y trasmiten un mensaje de “salvación”: se vuelven “redentores”. Pero aun en ese caso la prédica es insuficiente, por eso algunos populistas buscan conquistar la voluntad popular mediante el uso discrecional de los fondos públicos. El reparto directo de la riqueza que suele derivarse de esa discrecionalidad no es criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres, hay argumentos sumamente serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas burocracias estatales), pero el populista nunca reparte gratis, menos aún para afianzar la autonomía de los individuos o las comunidades. El populista focaliza su ayuda, la cobra en obediencia. Con todo, tampoco los incentivos económicos bastan. Para mantenerse en el poder el populista militariza simbólicamente la plaza pública: alienta la confrontación entre el pueblo y las élites internas, y lo moviliza contra el acechante “enemigo exterior”.

El impulso del líder populista puede desembocar en la franca dictadura, es decir, en la cancelación de las leyes, libertades e instituciones de la democracia. Este era –según Aristóteles– el desenlace común en la Grecia clásica. “Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben hablar” (Política, V). Citando “multitud de casos”, explica que “las revoluciones en las democracias [...] son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos”. Y el ciclo se cerraba cuando las élites se unían para remover al demagogo, reprimir la voluntad popular e instaurar la tiranía. Pero en el siglo XXI el propio demagogo puede ejercer de facto la autocracia con solo desvirtuar las instituciones y leyes de la democracia. En un régimen populista (como el de Juan Domingo y Evita Perón o el de Hugo Chávez) se celebran elecciones y las instituciones siguen funcionando, pero sin autonomía ni equilibrios internos. El poder judicial pierde su independencia, el legislativo se ajusta a los deseos del ejecutivo, el proceso electoral no garantiza la libertad del sufragio. El único límite es la prensa libre, pero (como se ha visto recientemente en Ecuador) el ejecutivo tiene el designio claro de domesticarla.