martes, 27 de noviembre de 2012

Las dictaduras casi perfectas

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Son ya más de dos décadas desde que Mario Vargas Llosa, con absoluto aplomo sentenció: “México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo. No es la URSS. No es Fidel Castro. La dictadura perfecta es México… es una dictadura camuflada..., puede parecer no ser una dictadura, pero si uno escarba tiene todas las características de una dictadura...”; y agregó: “Tan es dictadura la mexicana, que todas las dictaduras latinoamericanas desde que yo tengo uso de razón han tratado de crear algo equivalente al PRI”. Sus críticas incluyeron también a los intelectuales, cuando aseguró: “esta dictadura ha creado una retórica de izquierda, para lo cual a lo largo de su historia reclutó muy eficientemente a los intelectuales”. “Yo no creo, dijo, que haya en América Latina ningún caso de dictadura que haya reclutado tan eficientemente al medio intelectual sobornándolo a través de trabajos, de nombramientos, cargos públicos, sin exigirles una adulación sistemática…  

Años después, con el declive de las ideologías y consecuentemente de los partidos, algunos gobernantes latinoamericanos le dieron la vuelta a la estrategia priista. A diferencia del caso mexicano, en estas latitudes no son los partidos quienes se apropiaron del poder, sino los caudillos. Solo por formalismo para cumplir determinados requisitos tienen tras de sí un membrete alusivo a algún partido o movimiento, pero son ellos quienes de forma inapelable imponen su voluntad. En este esquema, resulta ingenuo a más de inútil criticar la falta de un partido oficialista orgánico, estructurado, ideológico, menos la inexistencia de cuadros deliberantes. En este modelo ni el mando ni las decisiones se discuten, caudillo y partido son uno solo, el caudillo es el partido, sin él este es un espejismo.

La fórmula utilizada por las neo dictaduras responde a una planificación que en el transcurso del tiempo se va resolviendo de forma sistemática. Primero se ganan las elecciones mostrando un rostro amigable, democrático, sintonizando el malestar de la gente hacia gobiernos precedentes inestables, corporativistas, corruptos. Allanado el primer escollo se emprende en una rabiosa campaña de desprestigio en contra de políticos y rezagos de partidos, atribuyéndoles la responsabilidad de todos los males que padece la República. Ya con el viento a favor, se convoca a una Asamblea Constituyente, en donde una fanatizada mayoría oficialista emprende la tarea de cambiar el marco constitucional e institucional del Estado con el mismo prolijo cuidado con que un sastre haría un traje a la medida del caudillo. El resultado, una Constitución que las huestes oficiales bautizarán como la más avanzada del mundo, que garantiza la felicidad, el buen vivir, los derechos de la naturaleza, la participación popular. Derechos que más tarde el mismo oficialismo se encargará de violar y pisotear hasta convertirlos en letra muerta.  

Logrado ese segundo objetivo y sin oposición, de a poco, mediante engañosos procedimientos de designación y falaces concursos, el caudillo irá controlando las demás funciones e instituciones del Estado. De esa forma, órganos constitucional, legislativo, electoral, judicial y de control son ocupados por funcionarios allegados al gobierno.

Pero esto es solo una parte del poder y estos gobernantes no se conforman con eso, lo quieren todo. Sueñan con levantarse cada mañana y ver enormes titulares alabando su gestión. Para eso necesitan controlar el más importante de los poderes: los medios de comunicación, enemigo que a diario amenaza con derruir el santuario que tanto les cuesta levantar. Conscientes de la paradójica fragilidad de los regímenes autoritarios y de la dudosa fidelidad de las masas, a las cuales sino se les martilla el cerebro todos los días fácilmente se olvidan de su benefactor, los caudillos saben que resulta extremadamente peligroso dejar este cabo suelto. De ahí que, en su paranoico empeño por controlar el espacio mediático cierran estaciones de tv y radio, se apropian de otras, inundan los espacios con propaganda y cadenas, persiguen a quienes mediante artículos y crónicas denuncian actos ilícitos o cuestionan la verdad oficial. Quisieran clausurarlos a todos y que la única voz que se escuche sea la de ellos, más en esto no tienen respaldo popular y tampoco se quieren enfrentar al repudio internacional, por ello, persisten en su intento por limitar la libertad de expresión a través de leyes expedidas por las legislaturas, en donde, pese al carácter dependiente de ese órgano tampoco tienen mucho éxito.    

Estos avatares, las circunstancias y la soledad, obligan a los caudillos a refugiarse en sus palacios, a rodearse de varios círculos de incondicionales a quienes entregan la dirección de ministerios, empresas y otras entidades para que los manejen como propios, como si fuese un cheque en blanco. Lo único que exigen es que ejecuten obras, no importa cómo, lo importante es que lo hagan. A cambio de ello los escogidos tendrán absoluto respaldo e inmunidad. El brazo de la ley, manejado a control remoto, ni siquiera intentará acercárseles. 

Al igual que ocurrió en México, también en estos países el poder logró captar a un buen grupo de ‘intelectuales’, llámense escritores, músicos, pintores, teatreros, investigadores sociales, a muchos de los cuales cobijó y compró su adhesión entregándoles nombramientos en distintos órganos de la administración, en misiones diplomáticas, o bien premiándolos o apoyándolos para que capten la dirección de Instituciones culturales y, de paso, nombrándolos miembros permanentes de las comisiones que viajan con gastos pagados a toda clase de congresos, ferias y encuentros dentro y fuera del país. A ellos el poder les reconoce la representación de la intelectualidad, son los consentidos, los que iluminan los conversatorios, entrevistas y foros en medios y eventos oficiales. No se les exige mayor cosa, en muchos de los casos ni siquiera pronunciamientos directos en favor del poder, solo discreción y silencio, casi nada.         

En tanto, al pueblo se lo mantiene en calma, casi adormecido con una bien planificada campaña propagandística, con la que día a día se le suministra altas dosis de un somnífero envasado en forma de spots de Tv o cuñas de radio que van directo al subconsciente. Mensajes que hablan de una revolución que avanza, de la recuperación de la soberanía, de que la patria ya es de todos, del sueño nacionalista que reemplaza al ‘american dream’, de la casi extinción del desempleo. Mensajes que enseñan rostros de padres sonrientes y niños felices en sus casitas maltrechas. Se apropian de símbolos y referentes históricos. El marco que adorna este espejismo son nuevas carreteras o misiones de asistencia que cumplen a cabalidad con el objetivo de darle credibilidad a los mensajes. Así, el pueblo cree que los desempleados y subempleados son apenas unos pocos infortunados bajo la línea de pobreza; que la justicia, secuestrada en nuevos castillos de cristal -construidos mediante dudosos procesos de contratación- es independiente, imparcial, expedita y justa; que la inseguridad, el abandono de los ancianos, la falta de medicamentos, la saturación de los hospitales, la miseria que se observa en las ciudades más pobladas y en el campo, así como las denuncias de corrupción, son invenciones de odiadores y de la prensa corrupta.

Cuando Vargas Llosa se refirió al caso mexicano, no avizoró el pronto retorno -con nuevos rostros- de los caudillos que tiempos atrás asolaron América Latina, solo que esta vez la herramienta utilizada para acceder y sostenerse en el poder no fue el tradicional golpe de estado con apoyo de las Fuerzas Armadas. Lo hicieron conquistando el voto popular, encantando a las masas con un discurso que sintonizaba viejas aspiraciones de reivindicación social y reprimido rechazo a las estructuras partidistas responsables de la inequidad, exclusión, y saqueo de los recursos públicos. Los caudillos volvieron con la decidida intención de quedarse. Para ello pusieron en marcha un proyecto al más puro estilo populista. Echando mano de prácticas propias del capitalismo, no solo mantuvieron los subsidios a ciertos bienes y servicios instituidos por gobiernos neoliberales, sino que ampliaron el universo clientelar a un gran segmento de población pauperizada echándoles el cuento que ese estipendio los sacaría de la pobreza. Los caudillos están conscientes que el modo más fácil de acabar con la miseria es desarrollando la economía, incentivando la producción, abriendo mercados y generando fuentes de empleo; pero también saben que ello acabaría con la dependencia de millones de ciudadanos que ven en ellos la reencarnación del Mesías, al gobernante bueno que lucha por atender las necesidades no satisfechas de su pueblo, al Robin Hood que quita el dinero a los ricos para repartirlo entre sus allegados y los pobres. Este esquema ha acabado con el interés ciudadano por la política, las ideologías, los programas de gobierno, al punto que a un mayoritario segmento poblacional le importa un carajo la pérdida de libertades, el debilitamiento de la democracia, las violaciones al ordenamiento jurídico, la pérdida de la institucionalidad, al fin que de eso no viven, dicen.

Estas son las nuevas dictaduras, casi perfectas sino fuera por la prensa ‘corrupta’ que, entre desorientada y cautelosa, aún persiste en su empeño por no entregarse.

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