domingo, 20 de julio de 2014

Cómo enfrentar la lectura de “Los miserables” en pleno siglo XXI.



Leer Los Miserables en pleno siglo XXI es perder el tiempo sino se tienen presente el frío y el hambre de quienes ahora mismo están en la calle buscando qué comer, pidiendo o robándose algo. 

Para que su lectura no se convierta en el simple retrato de un momento histórico hay que sentir las calamidades ajenas, hay que entender que todos los hombres somos iguales, que somos parte de la misma humanidad y que la salvación del alma y la libertad están por encima de cualquier ley escrita sobre papel.

Quincena. La familia va al centro comercial a comprarle el vestidito a la menor y a comer hamburguesas. Una de pollo sin salsas, otra doble carne y dos normales.


Por Héctor Luis González

Se sientan a comer. Tienen hambre. Están de mal humor porque hay demasiada gente. La matrona se queja del servicio mientras se sienta y se lleva una papa frita a la boca: “Esto ha decaído, antes te atendían mejor”.

Un niño flaquito como de siete años se acerca a la mesa donde comen los miembros de la familia. Su presencia los incomoda. Se miran los unos a los otros y todavía el infante no dice nada. Les molesta tener que comer con ese niño allí velándolos. “No tenemos real”, dice la matrona. El niño se queda un ratico más como esperando un pedacito de algo, pero hay muchas otras mesas con gente, y se va.

“No hay que darles dinero, porque después los mal acostumbras”, palabras mágicas de matriarca, mágicas porque permiten a los miembros de la familia seguir comiendo sin sentirse mal. A partir de momentos así­, palabras como esas se vuelven un comodín con respaldo moral para decir no a una solicitud de ayuda por hambre.

Cuando tenemos hambre nos sentimos realmente mal, cuando tenemos hambre y no comida ni dinero para comprarla nos sentimos peor, cuando tenemos hambre y nuestra familia también, queremos morir.

De cada seis personas que habitan el planeta, una no comerá hoy. El dato es alarmante sobre el papel, pero incómodo junto a la mesa del restaurante.

Leer «Los miserables» en pleno siglo XXI es perder el tiempo si no se tienen presente el frí­o y el hambre de quienes ahora mismo están en las calles buscando qué comer, pidiendo o robándose algo.

Para que su lectura no se convierta en el simple retrato de un momento histórico hay que sentir las calamidades ajenas, hay que meterse en el coco que todos los hombres somos iguales, que somos parte de la misma humanidad y que la salvación del alma y la libertad están por encima de cualquier ley escrita sobre papel.

La historia de los oprimidos

La novela es una de las obras más famosas del escritor Víctor Hugo y quizá la más emblemática del romanticismo francés. El autor enumera directa e indirectamente acontecimientos históricos y narra cómo eran las vidas de los oprimidos mientras los poderosos se repartían el mundo, libraban batallas o cambiaban a capricho la historia.

«Los miserables» explora la condición humana tan profundamente como solo algunas obras de Shakespeare pudieron antes: metiendo a buenos y a malos en un mismo saco y haciéndolos hijos de sus circunstancias, seres que no son y que van siendo, personajes capaces de arrepentirse: humanos.

Sin embargo, la lucha del libro es entre el bien y el mal. Jean Valjean se ve obligado a robarse un pan en medio de la desesperación de no tener con qué alimentar a su hermana viuda y a sus sobrinos.

Lo atrapan. Es condenado por romper la vitrina de una panadería. Se escapa una y otra vez de la cárcel y la pena aumenta. Termina pagando 19 años. Le arrancaron la vida por un pan.

Ya es viejo cuando sale de prisión. Se ha vuelto un animal que solo es capaz de sobrevivir. No piensa, actúa. Un hombre quiso ayudarlo, pero aquello le pareció tan raro que decidió robar a su benefactor. La policía atrapa a Jean Valjean una vez más:

-¡Este convicto lo robó!
-¿Me robó?
-¡Sí­! Lo capturamos saltando la verja de su casa con un saco lleno de objetos.
-¡No! Se equivocan: yo le regalé todas esas cosas. Es más, se le quedaron otras. Tenga, amigo mío, váyase con Dios.


Jean Valjean no comprende. Está a punto de enloquecer. ¿Por qué me ayuda? Esto duele. No entiendo nada. El hombre al que robó le dice algo al oí­do. Le pide que cambie su vida para siempre. Han comprado su alma. A partir de ese momento el ladrón se vuelve santo aunque para todos siga siendo escoria.

El bueno, el malo, el mismo.

El otro personaje principal de la novela es Javert, el legalista. La representación de la Ley. Cumplir con el deber a costa de cualquier cosa.

Javert es el enemigo de Jean Valjean, a quien persigue durante 20 años sin parar. Juntos son el lobo y la presa, el policía y el ladrón, antónimos.

Pero Víctor Hugo sacó ambas personalidades del mismo sujeto real: Eugí¨ne-Franí§ois Vidocq, ladrón que se volvió policía y reformó el sistema de Seguridad Nacional en Francia.

Tal vez la intención del autor fue desde el principio demostrar que la bondad y la maldad son hermanas criadas en casas diferentes. Pero más allá del entorno, está la oportunidad de decidir: ¿Qué camino tomaré en la vida?

lunes, 7 de julio de 2014

Cambios en la Constitución: El reacomodo del poder



En esta entrevista realizada por Juan Carlos Calderón, Luis Verdesoto analiza el funcionamiento de las fuerzas que coexisten al interior de AP, y como ha operado el reparto -él gentilmente denomina "reacomodo"- del poder, que es en definitiva el leitmotiv de quienes integran esa orquesta tropical denominada "revolución ciudadana"





"Los cambios en la Constitución no son sino el reflejo del reacomodo del poder en el seno del Gobierno, donde el Grupo de Guayaquil, con el vicepresidente Glas a la cabeza, ha acumulado un enorme poder nacional e internacional. El Grupo maneja los temas sustantivos del poder, mientras que para el resto, la llamada izquierda del correísmo, queda lo adjetivo, la operación política, los puñetes en la esquina. Esta es la tesis del doctor en Sociología y politólogo, Luis Verdesoto, quien la desarrolla en esta entrevista"