lunes, 30 de abril de 2012

El insulto más antiguo del mundo

Corta, sonora y eficiente, es la reina de los insultos y no parece dispuesta a dejar su trono en el idioma español. Sin embargo, la palabra “puta” guarda un pasado oscuro que tiene mucho que ver con la normatividad de la sexualidad femenina. Helo aquí. 


Por: Lina Vargas
revistaarcadia,com
   
Recuerda el lector La letra escarlata? ¿La novela de Nathaniel Hawthorne, escrita en 1850 y un siglo después adaptada al cine, en la que la noble Hester Prynne es acusada de adulterio y obligada a llevar una rojísima letra A cosida a su puritano vestido? Pues bien, en esta historia —reinterpretada hasta la saciedad en libros, púlpitos y telenovelas— está la esencia de los insultos hacia las mujeres y allí mismo el más grande valor que se espera de ellas en una sociedad y que se resume en una sola regla: no debes ser sexualmente libre o, para hacer las cosas más claras, no seas una puta.

Con el nada despreciable dato de que el Nobel español Camilo José Cela registró algo más de mil palabras para decir puta en español, la mejor forma de entender su significado es rastrear su origen. “Encontré que el verbo latino puto, putas, putare, putavi, putatum, procedía de un vocablo griego, budza, que significaba sabiduría hacia el siglo VI antes de Cristo”, escribió el columnista Julio César Londoño en su Historia de una mala palabra. Allí cuenta que mientras las mujeres en Atenas apenas si podían salir de sus casas, en la ciudad de Mileto era común que asistieran a las academias. “Los atenienses quedaron maravillados de estas mujeres que además de bailar y cantar conocían de historia, astrología, filosofía o matemáticas; con las que se podía reír antes del amor y conversar después”. Entonces, las esposas comenzaron a utilizar la expresión budza para referirse despectivamente a las “sabihondas” recién llegadas de Mileto quienes, aunque de épocas distintas, bien podrían compararse con el personaje bíblico de Eva, cubierta y expulsada del paraíso por haber tomado la manzana del conocimiento y tentado a Adán.

Sin duda, el hecho de que una mujer estudiara debió de ser una sorpresa en la antigua Grecia, donde era común encontrar versos como los siguientes, escritos por Semonides en el siglo VII antes de Cristo: “Crió Dios la mujer, primeramente / de entendimiento y juicio desprovista, / de una cerdosa puerca: y por costumbre / le hace siempre tener sucia la casa.” o “En sus costumbres, otra se parece / al perro que es su padre: anda anhelante / por oír y saber todas las cosas. / Todo lo mira con hambrientos ojos, / y con tanto mirar siempre se engaña”. Semonides, como la mayoría de sus contemporáneos, recomendaba que un buen matrimonio era aquel en el que la mujer fuera lo menos sexual posible, e incluso sugería tres relaciones sexuales al mes. Otra cosa ocurría con las prostitutas, llamadas hetairas o compañeras de los hombres, que tenían formación intelectual, poseían talento artístico, conocían los secretos de la política y, sobre todo, eran las únicas mujeres en Atenas que manejaban su propio dinero. Sobre la famosa prostituta Aspasia escribió Plutarco: “Dicen las fuentes que Aspasia fue altamente valorada por Pericles debido a que era muy inteligente y astuta en la política. Después de todo, Sócrates la visitaba algunas veces, trayendo consigo a sus discípulos, y sus amigos íntimos traían también a sus esposas para que la escucharan, y ello a pesar de que Aspasia dirigía un establecimiento ni respetable ni ordenado y educaba a un grupo de muchachas para cortesanas”.

Si en la antigua Grecia la esposa asexual era considerada la menos nociva, en la Edad Media la virginidad, incluso durante el matrimonio, fue vista como una virtud: la unión ideal era aquella que representaban María y José, desprovista de sexo. “Cierto es que cuanto más frecuentemente los esposos se abstengan uno del otro, mejor será”, recomendó San Agustín. Según el historiador Guy Bechtel, autor del libro Las cuatro mujeres de Dios, la santificación de la madre es un concepto más bien laico con poca influencia en el catolicismo medieval “que generalmente ha representado a la mujer bajo cuatro formas, y solo cuatro: como una libidinosa, como una compañera del diablo, como una imbécil y, en raras ocasiones, como una santa, si bien algo molesta”. Incluso cuando el matrimonio y la procreación fueron aceptados por la Iglesia, las mujeres debían enfrentarse a una ridícula obligación doble: “O bien conservaban la virginidad pero no traían hijos al mundo, y desobedecían la exigencia de la maternidad; o bien tenían hijos… pero se alejaban del modelo virginal de María”. Y aunque desde el siglo XVIII, entre los enemigos de la Iglesia —alcahuetas, herejes, enfermos, judíos y brujos— estaban también las prostitutas, el desprecio hacia ellas no fue muy distinto al que causó el resto de las mujeres, vistas como unos monstruos de impudicia. El Decretum, redactado por Buchardo, obispo de Worms, en el año 1010, incluye entre los vicios femeninos: la masturbación, el lesbianismo, la pedofilia, el bestialismo, la magia sexual y, por supuesto, la prostitución. Como era de esperarse, para los padres de la Iglesia, ninguno tenía remedio.

En el siglo XIX la prostitución pasó a cumplir una función social subversiva y conservadora al mismo tiempo. Por un lado, suponía una amenaza frente al ideal femenino de castidad, matrimonio y maternidad y frente a la salud masculina que era usualmente contagiada por la sífilis y, por otro lado, servía como escape para las “incontrolables pasiones de los hombres” que no podían satisfacer sus impulsos con sus esposas porque, por lo demás, ni siquiera se consideraba que esas obedientes esposas —ya no libidinosas como en la Edad Media— pudieran tener algún tipo de placer sexual. En una época de cambios sociales, crecimiento urbano e incorporación de las mujeres al trabajo industrial, el oficio de la prostitución empezó a reglamentarse y con ello —se lee en Caídas, miserables, degeneradas: Estudios sobre la prostitución en el siglo XIX, escrito por la historiadora Aurora Riviere— “se desarrolló toda una serie de teorías encargadas de estigmatizar a la prostituta, es decir, de hacer aparecer como profundamente desacreditadores determinados atributos de las mujeres dedicadas a la prostitución, todos aquellos que aparecen claramente enfrentados con los estereotipos del ideal femenino”.

Un par de preguntas

¿Es acaso puta el único insulto hacia las mujeres? La respuesta, con un enorme esfuerzo de concreción, es sí. O, por los menos, es el más común entre los insultos que, eso sí todos, apuntan a la sexualidad de la mujer y entre los que se encuentran: “histérica”, “solterona” y “amargada”. Si uno se detiene en los comentarios de las páginas de los principales periódicos colombianos, se dará cuenta de que en la mayoría de los casos la única forma de que un lector muestre su desacuerdo con las ideas de una columnista es llamándola puta. ¿Qué es si no una profesora regañona o una vecina que acude a la Policía porque la fiesta del lado no la deja dormir? y ¿cómo se insulta a un hombre que tenga estas mismas actitudes? A propósito, ¿por qué las primeras entradas para la palabra puta en Google son videos sexuales de Alicia Machado, mientras que al buscar puto, uno se topa con la receta para un plato filipino a base de arroz que lleva ese nombre?

Lo primero que habría que decir es que un insulto no tiene que ser necesariamente referencial. Cuando alguien dice: “Le voy a dar en la cara, marica” (después de puta, marica es el segundo insulto más usado en español) no interesa si la persona a la que va dirigida el insulto es o no homosexual. Lo importante, recuerda el lexicógrafo Juan de Dios Duque, es “el mero hecho de su enunciación, el tono y el efecto sobre el insultado”. De allí que una de las funciones del insulto sea conocer los valores sociales convenidos. Dice Duque: “Un insulto es una negación de una cualidad que se supone debe existir. Por consiguiente, la lectura de su definición ofrece, por transparencia, cuáles son las cualidades, o conductas, que la sociedad espera del individuo”. Por esta sencilla razón decirle puto o perro a un hombre pasaría a ser incluso un elogio en una sociedad que privilegia la virilidad masculina. Al contrario, la sexualidad activa en una mujer se sale de lo que se espera de ella: maternidad o virginidad. Por supuesto que es ofensivo decirle “puta” o “vagabunda” a una prostituta, pero la palabra funciona como un mecanismo de control solo cuando se acusa a una mujer que no lo es pero que está en potencial peligro de serlo: “Si sales vestida así a la calle, van a pensar que eres una cualquiera”. “Nuestra cultura funciona a partir de binarios —señala Nancy Prada, investigadora de la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional—. Una asociación binaria implica que el otro se quede necesariamente con lo opuesto, lo cual genera exclusión. La palabra puta se usa para mantener controladas a las otras mujeres que temen ser marcadas con el estigma”.

Colombia en un atlas

Según el Altas lingüístico y etnográfico de Colombia (Alec), elaborado por el Instituto Caro y Cuervo, en el que se recopila el habla popular del país, el insulto más frecuente hacia las mujeres en Colombia es puta, seguido de gran puta, vagamunda, vagabunda, guaricha, perra y ramera. Aunque estos insultos son de uso nacional, hay un aumento considerable en los departamentos de Cundinamarca, Boyacá, Tolima y Antioquia, mientras que en Chocó y Nariño su uso disminuye. Un segundo mapa indica insultos como robamaridos, quitamaridos, desgraciada y degenerada, mientras el tercer mapa se refiere a pelona, sinvergüenza, nochera, pendeja y culona. En su análisis El improperio en español, la lingüista María Fátima Carrera apunta: “Los insultos para varones se refieren a la expresión de la homosexualidad, mientras que a la mujer se le reprocha su falta de recato o continencia sexual”. De hecho, el Alec cuenta con dos mapas que muestran las distintas formas de llamar a una prostituta, entre las que están, mamasanta y coya (Costa Caribe), cachaloa (Chocó) y meretriz (Cundinamarca). En cambio, como podría suponerse, no hay una sola palabra que insulte las libertades sexuales de un hombre: luego de los mencionados hijueputa y marica, los demás se refieren a los hombres que se dejan engañar por sus mujeres.

En su análisis, Carrera señala palabras como verrionda que significa valentía para un hombre y prostituta para una mujer o algunas como cotorra que solamente hacen referencia a las mujeres chismosas. También llama la atención sobre el término vieja: “mientras el masculino viejo no figura en el Alec como insulto, sino más bien como tratamiento cariñoso, el término vieja significa, además, mujer vetusta, bruja o hechicera”. Lo mismo se podría decir de solterón y solterona y, aunque no aparece en el Alec, hay que mencionar la tan recurrente palabra “histérica”, que proviene del griego hysteria (útero), y fue usada por Hipócrates para definir los trastornos psíquicos de las mujeres con un supuesto útero seco por ausencia de relaciones sexuales.

¿Y qué?

“Nos guste o no, el insulto femenino rey de las lenguas europeas es por tanto la palabra puta, con toda su corte de derivados y sinónimos, su rica fraseología y sus abundantes proverbios, y vale para casi todos los defectos”, escribió Duque. ¿Qué podemos hacer frente a esto? ¿Se debe hacer algo? En su libro El lenguaje y el lugar de la mujer, la lingüista Robin Lakoff señala que las desigualdades en el habla de hombres y mujeres —que no tiene nada que ver con aquello de “todos” y “todas”— son muestra de las distintas funcione que deben cumplir ambos sexos. “Expresamos ideas sin saber su verdadero significado; pero el hecho de decirlas indica que pasan en nuestra mente más cosas de las que reconocemos conscientemente”. De todas maneras, para Lakoff un cambio lingüístico solo puede ser genuino si viene precedido por una transformación social. Una posible solución sería responder al insulto: “Sí, soy puta ¿y qué?” Otra, dada por Florence Thomas, es conocer la sexualidad femenina, y con ello cuestionar la valoración de la virginidad y la maternidad. Como sea, no se trata de un debate viejo ni superado. Quienes piensen así, quienes desconozcan la inmensa carga social de insultar a una mujer llamándola puta, podrían echar un vistazo a los debates sobre la penalización del aborto que hasta hace poco se adelantaban en el Congreso de la República. De lo que se dijo allí a llevar la mítica letra escarlata en el vestido hay menos camino del que se cree.

miércoles, 4 de abril de 2012

Solamente un chismoso

Por: Jaime Bayly
Tomado de: La Página de Bayly, Perú 21

Artículo para el disfrute y la polémica. Mordaz (auto) crítica al oficio del periodista, "odiadores de las matemáticas", "seguidores de charlatanes y afiebrados que se pelean por el poder (los políticos), de unos alocados que se ganan la vida persiguiendo una pelota (los futbolistas), a unos enfermos de narcicismo y egolatría, expertos en payasadas chillonas y putañeras (artistas de la farándula), de hampones y rufianes (delincuentes), y de mujeres que muestran los pechos o las nalgas (las vedettes)"


Sabe a duras penas lo que no quiere estudiar: matemáticas, las odiosas matemáticas que lo han torturado todos los años del colegio y de las que cree haberse emancipado para siempre. Detesta las matemáticas porque le recuerdan su ineptitud para entenderlas, las precisas limitaciones de su inteligencia.

El hombre piensa: estudiaré leyes, no es tan difícil, es cosa de tener buena memoria, con un poco de suerte en unos años seré abogado y me ganaré la vida en algo que nada tenga que ver con las matemáticas.

Como es muy joven y no menos tonto, ignora algunas cuantas cosas: para ser abogado en esa universidad hay que aprobar varios cursos de matemáticas; las leyes de las matemáticas son duraderas y universales, las de su país las cambian a su antojo los dictadores de turno; la mayor parte de los abogados que hacen dinero son los que defienden a los bribones; la fuente del derecho es el dinero, tal es el caso al menos del lugar en el que nació y se ha propuesto ser abogado el joven imprudente.

Pocos años después, el hombre ha fracasado. Como casi todos los que fracasan, se consuela pensando que son otros los culpables de su derrota personal. La verdad, sin embargo, es sencilla: no ha podido aprobar los cursos de matemáticas, no ha sido suficientemente inteligente para sortear esos escollos, ha sido reprobado por los profesores de esas leyes abstractas e inapelables que son las matemáticas, por eso ha sido separado de la universidad, ha sido expulsado de ella, dado de baja. Es una humillación para él. Al mismo tiempo, es la confirmación de que lo suyo no son los números, las ciencias exactas, el estudio de las cantidades en abstracto: percibe a las matemáticas como un campo de concentración y tortura del cual hay que escapar de cualquier manera y sin saber adónde ir, con la clara determinación de huir de ellas, de ese tormento minucioso.

Al mismo tiempo, y por razones atribuibles al azar y no a su voluntad, el joven ha encontrado trabajo como periodista. El periodismo le parece un oficio conveniente, divertido, hecho a su medida: por lo visto, para destacar en él hay que disfrutar del chisme (inventarlo o esparcirlo o aderezarlo de una cuota maliciosa de ficción), hablar en tono engolado (no necesariamente pensar: pensar aburre en el gremio de los periodistas, provoca dudas, lagunas mentales), nadie exige unos mínimos conocimientos matemáticos, el periodista se pasa la vida “dando las noticias” o “comentando las noticias”, es decir hablando de cosas que ocurren a su alrededor, generalmente nimiedades, tonterías, banalidades, chismes de aldea, de parroquia, de callejón, chismes que pasan por “noticias” y que no son otra cosa que el relato exagerado (a menudo tan exagerado que ya bordea la falsedad) de lo que les pasa (lo malo que les pasa: lo malo interesa mucho más que lo bueno) a otros sujetos, a los famosos, a los que salen en los periódicos y los noticieros de la televisión.

¿Quiénes son esos otros, los famosos, que hacen las noticias, que las estimulan, que salen en las portadas de los diarios, aquellos de los que el periodista se gana la vida hablando? No son los médicos que salvan vidas ni los científicos innovadores, no son los empresarios laboriosos y discretos ni los artistas solitarios que huyen de la exposición pública: son unos individuos charlatanes y afiebrados que se pelean vanamente por el poder (llamados “los políticos”), unos muchachos alocados que se ganan la vida persiguiendo una pelota, pateando una pelota, tratando de meter una pelota en un orificio imaginario (llamados “los futbolistas”), unos enfermos de narcicismo y egolatría, expertos en simular sonrisas falsas y hacer payasadas chillonas y putañeras (llamados “los artistas de la farándula”), los hampones y rufianes (llamados “los delincuentes” o “gentes de mal vivir”, grandes proveedores de noticias) y las mujeres que muestran los pechos o las nalgas y son dóciles o flexibles para hacerse fotografías hincadas de rodillas, exhibiendo el trasero (llamadas “las vedettes”).

Todas esas personas que hacen las noticias o que las originan o que salen continuamente en ellas (los políticos, los futbolistas, los artistas de la farándula, los delincuentes, las vedettes) tienen, sin saberlo, una cosa en común con el fallido abogado que es ahora lenguaraz periodista: no saben nada de matemáticas, no son capaces de entenderlas, sus cabezas están negadas para esa forma superior de inteligencia, son entonces los que han escapado atropelladamente y en tumulto de las matemáticas, los que han encontrado una manera de ganarse la vida huyendo de las matemáticas como quien escapa de unos gases tóxicos, asesinos.

El periodista, joven al fin y al cabo, se cree muy importante porque “da las noticias” o “comenta las noticias”, pero, ensimismado, embriagado por los elogios de los adulones, no advierte que esas historias truculentas y rastreras y aldeanas que él llama “noticias” son, en realidad, chismes, cotilleos, habladurías provincianas, boberías, ridiculeces, cosas que carecen de importancia y que al cabo de un año ya nadie recordará y que a cualquiera fuera de esa aldea polvorienta le parecerían exactamente lo que son: pura chismografía barata.

En la cumbre de su carrera (si a ese oficio hablantín y conspirativo podemos llamar una carrera), no sabe el periodista que es solamente un chismoso, un intrigante, un hombrecillo derrotado por las matemáticas, como no saben los que se creen bien informados (esos que leen las noticias o las ven en la televisión, sin asomarse nunca a formas menos superficiales de conocimiento de la realidad) que son ávidos consumidores de chismes, eternos seguidores apandillados de los enemigos de las matemáticas: los políticos, los futbolistas, los artistas de la farándula, los delincuentes y las vedettes (cinco oficios que raramente son incompatibles entre sí).

Años después, el periodista es considerado un hombre de cierto éxito y ha amasado una pequeña fortuna. ¿Cómo lo ha conseguido? Hablando de los demás. ¿Hablando bien de los demás? No: hablar bien de los demás no es noticia, lo que interesa “periodísticamente” es hablar mal de los demás, burlarse de ellos, escarnecerlos, zaherirlos, dejarlos en ridículo. Pero aquellos de los que el periodista se ha mofado y ha hablado tan mal (los políticos ramplones, los futbolistas borrachos que mean en las calles, los artistas de la farándula que nunca han leído un libro y solo hablan obsesivamente de sí mismos, los maleantes y malandrines, las mujeres que posan en ajustados trajes de baño) no son peores que él, son tan idiotas como él o a veces menos idiotas que él, y sin embargo son esas personas las que, peleándose por el poder o por una pelota o por salir en la foto o por ganar un dinero fácil burlando la ley, han dado sentido a la existencia del periodista, quien, sin darse cuenta, y creyéndose muy importante, se ha pasado la vida hablando de “los personajes que hacen noticia”, que ni son personajes (porque son una pandilla de necios) ni hacen de verdad noticias de un cierto vuelo global (porque lo que hacen solo importa a ciertos individuos aturdidos que habitan esa aldea en la que la niebla sume a la gente en la confusión y la abulia).

Rico y aburrido y resignado al oficio con el que se ha ganado la vida, el periodista piensa: mi vida ha sido inútil, menor, deleznable, la he malgastado hablando tonterías y escribiendo memeces, solamente soy un chismoso, un intrigante, un hombrecillo derrotado por las matemáticas y las leyes de la lógica. Luego abre los periódicos para enterarse con gran deleite de los últimos chismes de la política, el fútbol y la farándula, porque nada más le resulta vagamente interesante. Qué trabajo tan maravilloso este de ser periodista, piensa, hurgándose la nariz con un dedo, enojándose porque son otros y no él los que salen en los periódicos.