jueves, 31 de enero de 2013

El soldado desconocido



Mario Vargas Llosa

Lurgio Gavilán Sánchez ha tenido una vida que parece sacada de una novela de aventuras. La cuenta en una autobiografía que acaba de publicar: Memorias de un soldado desconocido (IEP, 2012). Nacido en una aldea indígena de la sierra peruana, a los 12 años se enroló, emulando a su hermano mayor, en un destacamento revolucionario de Sendero Luminoso y durante cerca de tres años fue un activo participante en la sangrienta utopía maoísta de Abimael Guzmán, la "cuarta espada del marxismo", que quería materializar en los Andes, mediante el terror, el paraíso comunista.

Antes de cumplir 15 años, su destacamento fue emboscado por el Ejército. Normalmente, hubiera sido ejecutado, como exigían los ronderos (campesinos que lucharon contra Sendero) que participaron en su captura.

Pero el teniente de la patrulla militar –nunca conoció su nombre, solo su apodo, "Shogún"- se compadeció del chiquillo, le perdonó la vida y le embutió un uniforme de soldado. También lo mandó a la escuela, donde Lurgio aprendió a leer. Durante siete años sirvió en el Ejército, siempre en la región de Ayacucho, combatiendo a sus antiguos camaradas y participando a veces en operaciones tan crueles como las que perpetraba la Compañía 90 de Sendero Luminoso a la que perteneció. Llegó a ser sargento primero y, cuando estaba por ascender a suboficial, pidió su baja.

Gracias a una monja, había descubierto en él una vocación religiosa.

Consiguió ser aceptado como aspirante en la orden franciscana y durante algunos años fue novicio, primero en Lima y luego en el convento colonial de Ocopa, en el departamento andino de Junín. Los años que estuvo de novicio franciscano parece haberlos vivido intensamente, entregado al estudio y a la meditación, al ejercicio de la catequesis en aldeas campesinas y visitando centros misioneros de la sierra oriental y la Amazonia.

Pero, luego de algunos años, colgó los hábitos para estudiar antropología, disciplina a la que se dedica desde entonces.

El libro en que Lurgio Gavilán Sánchez cuenta su historia es conmovedor, un documento humano que se lee en estado de trance por la experiencia terrible que comunica, por su evidente sinceridad y limpieza moral, su falta de pretensión y de pose, por la sencillez y frescura con que está escrito. No hay en él ni rastro de las enrevesadas teorías y la mala prosa que afean a menudo los libros de los "científicos sociales" que tratan sobre el terrorismo y la violencia social, sino una historia en la que lo vivido y lo contado se integran hasta capturar totalmente la credibilidad y la simpatía del lector.

Limitándose a contar lo que vivió e intercalando a veces en el relato breves evocaciones del paisaje andino, la desaparición de los compañeros, la muerte de su hermano, el miedo cerval que a veces sobrecogía a todo el grupo, y la ferocidad de algunos hechos –la ejecución del centinela que se quedaba dormido, por ejemplo, y el asesinato de los reales o supuestos soplones-, Lurgio Gavilán instala al lector en el corazón de la locura ideológica y la crueldad vertiginosa que vivió el Perú, en los años ochenta, sobre todo en la región de los Andes centrales, por la guerra que desató Sendero Luminoso. Lo que comienza como un sueño igualitario de justicia social, se convierte pronto en un aquelarre de disparates sectarios y brutalidades ilimitadas. A diario hay sesiones de adoctrinamiento en las que los guerrilleros leen –en voz alta para los que no saben leer- folletos de Stalin, Lenin, Marx y Abimael Guzmán y cantan marchas revolucionarias. Al principio, los campesinos ayudan y alimentan a los guerrilleros, pero, luego, estos imponen esta ayuda por la fuerza, y, a la vez, ejecutan matanzas colectivas contra las comunidades rebeldes a la revolución, que apoyan a los ronderos. Al mismo tiempo, ahorcan o fusilan a sus propios compañeros sospechosos de ser "soplones". Todos viven en la inseguridad y el temor de caer en desgracia, por debilidad humana –robar comida, por ejemplo- pues el castigo es casi siempre la muerte.

El salvajismo no es menor entre los soldados que combaten a los terroristas. Los derechos humanos no existen para las fuerzas del orden ni se respetan las más elementales leyes de la guerra. Los prisioneros son ejecutados casi de inmediato, salvo si se trata de mujeres, pues a estas, antes de matarlas, las llevan al cuartel para que cocinen, laven la ropa, y sean violadas cada noche por la tropa.

Si la autobiografía de Gavilán Sánchez no estuviera escrita con la austeridad y el pudor con que lo está, las atrocidades de las que fue testigo y tal vez cómplice, no serían creíbles. Lo son, porque ha sido capaz de referir aquella historia con una naturalidad y sencillez que sobornan al lector y desarman sus prevenciones. Es extraordinario que quien vivió, desde niño, semejantes horrores, no se insensibilizara y perdiera toda noción de rectitud, compasión o solidaridad con el prójimo.

Todo lo contrario. El libro delata en todas sus páginas un espíritu sensible, que ni siquiera en los momentos de máxima exaltación política pierde la racionalidad, deja de cuestionar lo que está haciendo y se abandona a la pasión destructiva. Siempre hay en él un sentimiento íntimo de rechazo al sufrimiento de los otros, a los asesinatos, a las represalias, a las ejecuciones y torturas, y, por momentos, lo colma un sentimiento de tristeza que parece anularlo. Ese afán de redención que lo colma se transmite al paisaje, repercute en las grandes moles de los nevados andinos, estremece los bosquecillos de los valles donde cantan las calandrias.

Esos paréntesis que de tanto en tanto se abren en el relato para describir el entorno, las plantas, los árboles, los cerros, los ríos, arrojan una brisa refrescante en medio de tanto dolor y miseria y son como una delicada poesía en medio del apocalipsis.

Es un milagro que Lurgio Gavilán Sánchez sobreviviera a esta azarosa aventura. Pero acaso sea todavía más notable que, después de haber experimentado el horror por tantos años, haya salido de él sin sombra de amargura, limpio de corazón, y haya podido dar un testimonio tan persuasivo y tan lúcido de un período que despierta aún grandes pasiones en el Perú. El suyo es un libro que deberían leer todos esos jóvenes que todavía creen que la verdadera justicia está en la punta de un fusil. /Memorias de un soldado desconocido /muestra, mejor que cualquier tratado histórico o ensayo sociológico, lo fácil que es caer en una espiral de violencia vertiginosa a partir de una visión dogmática y simplista de la sociedad y las supuestas leyes históricas que regularían su funcionamiento. La esquemática convicción de Abimael Guzmán de que el campesinado andino podía reproducir la "gran marcha" de Mao Tse Tung, incendiar la pradera, arrasar a la burguesía, el capitalismo y convertir al Perú en un país igualitario y colectivista, produjo decenas de miles de muertos, miles de miles de torturados y desaparecidos, familias y aldeas destruidas, aumentó la desesperación y la pobreza de los más pobres y desamparados y permitió que se entronizara en el país por 10 años una de las más corruptas dictaduras de nuestra historia. Parecía que esta tragedia había abierto los ojos de los peruanos y los había vacunado contra semejante locura. Sin embargo, precisamente ahora, cuando gracias a la democracia y a la libertad el Perú vive un período de desarrollo económico sin precedentes en su historia, Sendero Luminoso comienza a reaparecer, emboscado detrás de supuestas asociaciones que piden abrir las cárceles a los autores de los atentados terroristas de los años ochenta. El momento no puede ser más propicio para la aparición de un libro como el de Lurgio Gavilán Sánchez

jueves, 10 de enero de 2013

El Ministro

De repente apareció por la puerta del ascensor. Minutos antes un indiscreto chofer había alertado al personal del despacho que el nuevo Ministro estaba en camino. Como era de esperarse el anuncio se regó como pólvora por todos los pisos. Ya en la oficina, después de reunirse a puerta cerrada con dos o tres personas, el recién llegado ordenó que se convocara a todo el personal. A más de tratarse de un total desconocido, su imagen no coincidía con el prototipo de un alto funcionario.

Durante su presentación, de lo primero que habló fue de las virtudes del ‘señor Presidente’; luego, se refirió a los cambios que prometía el nuevo gobierno y a la nueva era de transparencia y combate a la corrupción que implacable y sin tregua se aproximaba. Los burócratas, que tantas veces habían escuchado el mismo canturreo, se retiraron preocupados, no tanto por la perorata alusiva a la transparencia, cuanto por la incertidumbre relacionada con su estabilidad. Es que cada vez que cambiaban los gobiernos, por un lado se daban despidos, y por otro, el ingreso de aquellos que habían apoyado al nuevo mandatario. Todo hacía suponer que ese proceso se daría con mayor fuerza dado el carácter populista del movimiento triunfador, cuyos integrantes se decía llegaban con ‘hambre atrasada’, dicho que en la jerga popular significa que eran más pelados que pepa de aguacate.
Conforme iba adaptándose a su nueva vida en la burocracia fue perdiendo ese aire de sencillez y espontaneidad que en principio parecía transmitir. Cada vez se lo veía más distante, inaccesible, hosco. Su único interlocutor y hombre de confianza era un individuo manipulador, de mirada esquiva. Como era de esperarse, no tardó en emerger la verdadera personalidad del Ministro: ordinaria, prepotente, ramplona, inestable. Obsesionado por los resultados y su posicionamiento en el gobierno constantemente protagonizaba episodios de delirante arrebato, en los cuales, inevitablemente, algún subalterno resultaba vilipendiado y afectado en su autoestima, a cuenta de lo que suponía algún incumplimiento o metedura de pata, apreciación discutible, porque meter la pata podía significar que el buen asistente hizo las cosas como debían hacerse, apegado a las normas y no evadiéndolas como habría querido el recién estrenado funcionario, quien nada, o casi nada, conocía de las disposiciones que regían en la administración, lo cual tampoco parecía importarle.
Fiel a sus creencias, atribuía a la Divina Providencia esta inesperada oportunidad de crecer tanto cuanto su habilidad para permanecer en el cargo lo permitiera. Es que le costaba creer que el destino se haya fijado en él para ponerlo al frente de tan importante dependencia en donde hablar de millones de dólares era cosa corriente. Convencido que el altísimo le estaba compensando por las carencias sufridas hasta entonces, decidió que iría por todo, cueste lo que cueste; y así, desafiando las recaídas y abandono familiar, se impuso extenuantes jornadas de trabajo, fijó los objetivos a alcanzar y puso en marcha una maquinaria en donde algunos de sus engranajes -no podía ser de otra manera- estaban formados por gente de dudosa reputación, de la cual tuvo que echar mano dada su inexperiencia.
No obstante el enorme esfuerzo las cosas no funcionaban. Simplemente no se veían progresos. No sabemos si por consejo de alguien o de propia inspiración, el Ministro cayó en cuenta que, por ese camino escabroso y lleno de obstáculos que es el servicio público, solo no llegaría a ninguna parte. Así que hizo lo que tenía que hacer, cediendo parte del espacio que le fue dado logró ser admitido como miembro del círculo más cercano a quien ejercía el poder absoluto. Círculo en el que estaría protegido por personas que, como él, jamás habían tenido presencia importante en la arena política, pero sabían moverse en las turbias aguas de la intriga, el adulo y los negocios. A partir de entonces, como por arte de magia, todo comenzó a fluir.
Pues bien, así las cosas, los asesores íntimos de nuestro personaje y sus influyentes amigos solo tenían que instruirle sobre ciertas reglas que en el sector público hacen la diferencia entre el glamoroso éxito y el deshonroso fracaso. Una de ellas: dar y recibir por interpuesta persona, se fue aplicando de manera rigurosa. Por el pago de una razonable comisión ciertos emisarios de confianza se presentaban ante ‘representantes’ de tal o cual empresa, banca de inversión, ‘gobierno amigo’, o cartel, ofreciendo jugosos negocios o gestionando préstamos para grandes proyectos, fundamentales para el desarrollo del país, decían. Realizado el contacto, dependiendo de la importancia de la negociación y de la contraparte, el Ministro debía tomar la posta y definir la transacción aunque ello significase volar al otro lado del planeta. Concretada el negocio, el ‘fee’, en cash o mediante transferencia bancaria, lo recibía una tercera persona ajena a la dependencia, cuyo trabajo, celosa y juiciosamente cumplido, consistía en repartir las ganancias de acuerdo al porcentaje que correspondía a cada uno de los beneficiarios. La impudicia se fue materializando en la compra de propiedades dentro y fuera del país, vehículos, viajes, cuentas en el extranjero a nombre de supuestas corporaciones y compañías, acciones, etc, etc.
Organizado y aplicado como era, no quería dejar cabos sueltos, así que el aprovechado alumno fue tejiendo en las sombras y en silencio una compleja y extensa red de influencias. Los miembros de su círculo cercano, y los familiares de estos, fueron distribuidos en directorios, comités, gerencias, etc. Ello le permitió vigilar las actividades en otras dependencias, hacer suyos los resultados y, lo más importante, controlar los planes de inversión y adquisiciones que en ellas se hacían, las cuales no pasaban sin su visto bueno. Pero claro, como nunca faltan esos incautos que se tragan el cuento de la transparencia, había quienes no estaban de acuerdo con las disposiciones del Ministro. A ellos, se les aplicaba la estrategia de la intriga y vedadas acusaciones de incapacidad y hasta de corrupción; y así, más temprano que tarde caían en desgracia, viéndose obligados a renunciar o, en el mejor de los casos, traicionar sus principios.  
Los gobiernos tercermundistas, no se sabe por qué, acostumbran cada año renovar sus gabinetes, y ese no era la excepción. Sin embargo, mientras otros ministros caían como piezas de ajedrez, eran degradados, o se los confinaba a la congeladora -lo que significa que eran dejados en el limbo por algún tiempo como castigo por alguna declaración inoportuna que incomodó al jefe- el de nuestro relato, permanecía incólume en su puesto, o si era movido, era para mejorar su condición otorgándole más poder. No cabía duda que cobijarse bajo el árbol más robusto del gobierno -y convertirse en el principal proveedor de recursos- fue la decisión más sabia que hubo tomado.
Obviamente que los resultados del Ministro generaron recelo y envidia entre sus colegas. Pero ¿qué podía hacer? Mientras otros llevaban una vida relajada, llena de glamur, o rompiéndose la cabeza elaborando complicados programas de desarrollo o manuales teóricos para el adoctrinamiento de los fieles seguidores, que al final no servían para nada, él dedicaba al trabajo catorce y hasta dieciocho horas al día, durante los siete días de la semana. Era el vivo ejemplo de constancia, de cumplimiento de retos difíciles, de resultados, un hombre a quien no le asustaban los riesgos, ni siquiera cuando se trataba de evadir las fastidiosas e inoportunas leyes. Esto fue apreciado por el Jefe, quien cada vez le fue encargando tareas más complejas. Los grandes proyectos que pondrían al país en la autopista del desarrollo, los enormes emprendimientos que liberarían a la nación de la dependencia capitalista estaban bajo su dirección. ¿Qué no había recursos? Aquello tampoco era obstáculo, para eso estaban las grandes economías alternativas, dispuestas a poner todos los recursos económicos, tecnológicos, humanos, y como plus, hasta una jugosa comisión, a cambio de materia prima, esa que existe de sobra en los países pobres.
Una noche mientras se alistaba para descansar recibió una llamada que cambiaría su vida para siempre. El Jefe le comunicaba que había sido escogido para ocupar uno de los cargos más importantes de la nación. Casi en shock, apenas pudo balbucear un: ‘muchas gracias señor… no esperaba esto, espero no defraudarle, usted sabe que soy su más fiel, su más incondicional colaborador…’.  Apenas cerró el teléfono miles de cosas como torbellino pasaron por su mente. No era para menos, hasta hace poco era un ciudadano común y corriente, un sombrío individuo que para subsistir debía desempeñar dos o tres trabajos mal remunerados, y hoy estaba a punto de tocar el cielo. Desvelado apenas pudo cerrar los ojos el resto de la noche. De pronto la bulla de la mañana lo despertó. De un brinco dejó la cama. ¿En verdad recibió esa llamada, o todo fue un invento de su febril cerebro? No sería la primera vez que éste le jugara una mala pasada, pues de tanto agotamiento en ocasiones parecía perder el juicio. Nervioso se dio una ducha de agua fría, tomó un vaso con jugo –debido al estrés le habían prohibido el café- y salió. El chofer lo estaba esperando. Apenas subió al vehículo sonó su teléfono celular, era un miembro del círculo del poder que llamaba para felicitarle.