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Clases de Literatura, Berkeley 1980
A fines de 1980, el Cronopio Mayor dicta 8 clases de literatura en la Universidad de Berkeley, California, a un auditorio lleno de estudiantes, con quienes Cortázar comparte la génesis de sus cuentos fantásticos.
Primera clase. Los caminos de un escritor
Quisiera que quede bien claro que, aunque propongo
primero los cuentos y en segundo lugar las novelas, esto no significa para mí
una discriminación o un juicio de valor: soy autor y lector de cuentos y
novelas con la misma dedicación y el mismo entusiasmo. Ustedes saben que son
cosas muy diferentes, que trataremos de precisar mejor en algunos aspectos,
pero el hecho de que haya propuesto que nos ocupemos primero de los cuentos es
porque como tema son de un acceso más fácil; se dejan atrapar mejor, rodear
mejor que una novela por razones obvias sobre las cuales no vale la pena que
insista.
Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que
ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de
modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco
soluciones. Para empezar a hablar del cuento como género y de mis cuentos como
una continuación, estuve pensando en estos días que para que entremos con más
provecho en el cuento latinoamericano sería tal vez útil una breve reseña de lo
que en alguna charla ya muy vieja llamé una vez "Los caminos de un
escritor"; es decir, la forma en que me fui moviendo dentro de la
actividad literaria a lo largo de, desgraciadamente treinta años. El escritor
no conoce esos caminos mientras los está franqueando -puesto que vive en un
presente como todos nosotros- pero pasado el tiempo llega un día en que de
golpe, frente a muchos libros que ha publicado y muchas críticas que ha
recibido, tiene la suficiente perspectiva y el suficiente espacio crítico para
verse a sí mismo con alguna lucidez. Hace algunos años me planteé el problema
de cuál había sido finalmente mi camino dentro de la literatura (decir
"literatura" y "vida" para mí es siempre lo mismo, pero en
este caso nos estamos concentrando en la literatura). Puede ser útil que reseñe
hoy brevemente ese camino o caminos de un escritor porque luego se verá que
señalan algunas constantes, algunas tendencias que están marcando de una manera
significativa y definitoria la literatura latinoamericana importante de nuestro
tiempo.
Les pido que no se asusten por las tres palabras que voy a emplear a
continuación porque en el fondo, una vez que se da a entender por qué se las
está utilizando, son muy simples. Creo que a lo largo de mi camino de escritor
he pasado por tres etapas bastante bien definidas: una primera etapa que
llamaría estética (ésa es la primera palabra), una segunda etapa que llamaría
metafísica y una tercera etapa, que llega hasta el día de hoy, que podría
llamar histórica. En lo que voy a decir a continuación sobre esos tres momentos
de mi trabajo de escritor va a surgir por qué utilizo estas palabras, que son
para entendernos y que no hay que tomar con la gravedad que utiliza un filósofo
cuando habla por ejemplo de metafísica.
Pertenezco a una generación de argentinos surgida casi en su totalidad de la
clase media en Buenos Aires, la capital del país; una clase social que por
estudios, orígenes y preferencias personales se entregó muy joven a una
actividad literaria concentrada sobre todo en la literatura misma. Me acuerdo
bien de las conversaciones con mis camaradas de estudios y con los que
siguieron siendo amigos una vez que los terminé y todos comenzamos a escribir y
algunos poco a poco también a publicar. Me acuerdo de mí mismo y de mis amigos,
jóvenes argentinos (porteños, como les decimos a los de Buenos Aires)
profundamente estetizantes, concentrados en la literatura por sus valores de
tipo estético, poético, y por sus resonancias espirituales de todo tipo. No
usábamos esas palabras y no sabíamos lo que eran, pero ahora me doy perfecta
cuenta de que viví mis primeros años de lector y de escritor en una fase que
tengo derecho a calificar de "estética", donde lo literario era
fundamentalmente leer los mejores libros a los cuales tuviéramos acceso y
escribir con los ojos fijos en algunos casos en modelos ilustres y en otros en
un ideal de perfección estilística profundamente refinada. Era una época en la
que los jóvenes de mi edad no nos dábamos cuenta hasta qué punto estábamos al
margen y ausentes de una historia particularmente dramática que se estaba
cumpliendo en torno de nosotros, porque esa historia también la captábamos
desde un punto de vista de lejanía, con distanciamiento espiritual.
Viví en Buenos Aires, desde lejos por supuesto, el transcurso de la guerra
civil en que el pueblo de España luchó y se defendió contra el avance del
franquismo que finalmente habría de aplastarlo. Viví la segunda guerra mundial,
entre el año 39 y el año 45, también en Buenos Aires. ¿Cómo vivimos mis amigos
y yo esas guerras? En el primer caso éramos profundos partidarios de la
República española, profundamente antifranquistas; en el segundo, estábamos
plenamente con los aliados y absolutamente en contra del nazismo. Pero en qué
se traducían esas tomas de posición: en la lectura de los periódicos, en estar
muy bien informados sobre lo que sucedía en los frentes de batalla; se convertían
en charlas de café en las que defendíamos nuestros puntos de vista contra
eventuales antagonistas, eventuales adversarios. A ese pequeño grupo del que
formaba parte pero que a su vez era parte de muchos otros grupos, nunca se nos
ocurrió que la guerra de España nos concernía directamente como argentinos y
como individuos; nunca se nos ocurrió que la segunda guerra mundial nos
concernía también aunque la Argentina fuera un país neutral. Nunca nos dimos
cuenta de que la misión de un escritor que además es un hombre tenía que ir
mucho más allá que el mero comentario o la mera simpatía por uno de los grupos
combatientes. Esto, que supone una autocrítica muy cruel que soy capaz de
hacerme a mí y a todos los de mi clase, determinó en gran medida la primera producción
literaria de esa época: vivíamos en un mundo en el que la aparición de una
novela o un libro de cuentos significativo de un autor europeo o argentino
tenía una importancia capital para nosotros, un mundo en el que había que dar
todo lo que se tuviera, todos los recursos y todos los conocimientos para
tratar de alcanzar un nivel literario lo más alto posible. Era un planteo
estético, una solución estética; la actividad literaria valía para nosotros por
la literatura misma, por sus productos y de ninguna manera como uno de los
muchos elementos que constituyen el contorno, como hubiera dicho Ortega y
Gasset "la circunstancia", en que se mueve un ser humano, sea o no
escritor.
De todas maneras, aun en ese momento en que mi participación y mi sentimiento histórico
prácticamente no existían, algo me dijo muy tempranamente que la literatura
-incluso la de tipo fantástico más imaginativa- no estaba únicamente en las
lecturas, en las bibliotecas y en las charlas de café. Desde muy joven sentí en
Buenos Aires el contacto con las cosas, con las calles, con todo lo que hace de
una ciudad una especie de escenario continuo, variante y maravilloso para un
escritor. Si por un lado las obras que en ese momento publicaba alguien como
Jorge Luis Borges significaban para mí y para mis amigos una especie de cielo
de la literatura, de máxima posibilidad en ese momento dentro de nuestra
lengua, al mismo tiempo me había despertado ya muy temprano a otros escritores
de los cuales citaré solamente uno, un novelista que se llamó Roberto Arlt y
que desde luego es mucho menos conocido que Jorge Luis Borges porque murió muy
joven y escribió una obra de difícil traducción y muy cerrada en el contorno de
Buenos Aires. Al mismo tiempo que mi mundo estetizante me llevaba a la
admiración por escritores como Borges, sabía abrir los ojos al lenguaje
popular, al lunfardo de la calle que circula en los cuentos y las novelas de
Roberto Arlt. Es por eso que, cuando hablo de etapas en mi camino, no hay que
entenderlas nunca de una manera excesivamente compartimentada: me estaba
moviendo en esa época en un mundo estético y estetizante pero creo que ya tenía
en las manos o en la imaginación elementos que venían de otros lados y que
todavía necesitarían tiempo para dar sus frutos. Eso lo sentí en mí mismo poco
a poco, cuando empecé a vivir en Europa.
Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el
azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que
puede pasar por la ventana. En Europa continué escribiendo cuentos de tipo
estetizante y muy imaginativos, prácticamente todos de tema fantástico. Sin
darme cuenta, empecé a tratar temas que se separaron de ese primer momento de
mi trabajo. En esos años escribí un cuento muy largo, quizá el más largo que he
escrito, "El perseguidor", que en sí mismo no tiene nada de
fantástico pero en cambio tiene algo que se convertía en importante para mí:
una presencia humana, un personaje de carne y hueso, un músico de jazz que
sufre, sueña, lucha por expresarse y sucumbe aplastado por una fatalidad que lo
persiguió toda su vida. (Los que lo han leído saben que estoy hablando de
Charlie Parker, que en el cuento se llama Johnny Carter.) Cuando terminé ese
cuento y fui su primer lector, advertí que de alguna manera había salido de una
órbita y estaba tratando de entrar en otra. Ahora el personaje se convertía en
el centro de mi interés mientras que en los cuentos que había escrito en Buenos
Aires los personajes estaban al servicio de lo fantástico como figuras para que
lo fantástico pudiera irrumpir; aunque pudiera tener simpatía o cariño por
determinados personajes de esos cuentos, era muy relativo: lo que
verdaderamente me importaba era el mecanismo del cuento, sus elementos
finalmente estéticos, su combinatoria literaria con todo lo que puede tener de
hermoso, de maravilloso y de positivo. En la gran soledad en que vivía en París
de golpe fue como estar empezando a descubrir a mi prójimo en la figura de
Johnny Carter, ese músico negro perseguido por la desgracia cuyos balbuceos,
monólogos y tentativas inventaba a lo largo de ese cuento.
Ese primer contacto con mi prójimo -creo que tengo derecho a utilizar el
término-, ese primer puente tendido directamente de un hombre a otro, de un
hombre a un conjunto de personajes, me llevó en esos años a interesarme cada
vez más por los mecanismos psicológicos que se pueden dar en los cuentos y en
las novelas, por explorar y avanzar en ese territorio -que es el más fascinante
de la literatura al fin y al cabo- en que se combina la inteligencia con la
sensibilidad de un ser humano y determina su conducta, todos sus juegos en la
vida, todas sus relaciones y sus interrelaciones, sus dramas de vida, de amor,
de muerte, su destino; su historia, en una palabra. Cada vez más deseoso de
ahondar en ese campo de la psicología de los personajes que estaba imaginando,
surgieron en mí una serie de preguntas que se tradujeron en dos novelas, porque
los cuentos no son nunca o casi nunca problemáticos: para los problemas están
las novelas, que los plantean y muchas veces intentan soluciones. La novela es
ese gran combate que libra el escritor consigo mismo porque hay en ella todo un
mundo, todo un universo en que se debaten juegos capitales del destino humano,
y si uso el término destino humano es porque en ese momento me di cuenta de que
yo no había nacido para escribir novelas psicológicas o cuentos psicológicos
como los hay y por cierto tan buenos. El solo hecho de manejar elementos en la
vida de algunos personajes no me satisfacía lo suficiente. Ya en "El
perseguidor", con toda su torpeza y su ignorancia, Johnny Carter se
plantea problemas que podríamos llamar "últimos". Él no entiende la
vida y tampoco entiende la muerte, no entiende por qué es un músico, quisiera
saber por qué toca como toca, por qué le suceden las cosas que le suceden. Por
ese camino entré en eso que con un poco de pedantería he calificado de etapa
metafísica, es decir, una autoindagación lenta, difícil y muy primaria -porque
yo no soy un filósofo ni estoy dotado para la filosofía- sobre el hombre, no
como simple ser viviente y actuante sino como ser humano, como ser en el
sentido filosófico, como destino, como camino dentro de un itinerario
misterioso.
Esta etapa que llamo metafísica a falta de mejor nombre se fue cumpliendo sobre
todo a lo largo de dos novelas. La primera, que se llama Los premios, es una
especie de divertimento; la segunda quiso ser algo más que un divertimento y se
llama Rayuela. En la primera intenté presentar, controlar, dirigir un grupo
importante y variado de personajes. Tenía una preocupación técnica, porque un
escritor de cuentos -como lectores de cuentos, ustedes lo saben bien- maneja un
grupo de personajes lo más reducido posible por razones técnicas: no se puede
escribir un cuento de ocho páginas en donde entren siete personas ya que
llegamos al final de las ocho páginas sin saber nada de ninguna de las siete, y
obligadamente hay una concentración de personajes como hay también una
concentración de muchas otras cosas. La novela en cambio es realmente el juego
abierto, y en Los premios me pregunté si dentro de un libro de las dimensiones
habituales de una novela sería capaz de presentar y tener un poco las riendas
mentales y sentimentales de un número de personajes que al final, cuando los
conté, resultaron ser dieciocho. ¡Ya es algo! Fue, si ustedes quieren, un
ejercicio de estilo, una manera de demostrarme a mí mismo si podía o no pasar a
la novela como género. Bueno, me aprobé; con una nota no muy alta pero me
aprobé en ese examen. Pensé que la novela tenía los suficientes elementos como
para darle atracción y sentido, y allí, en muy pequeña escala todavía, ejercité
esa nueva sed que se había posesionado de mí, esa sed de no quedarme solamente
en la psicología exterior de la gente y de los personajes de los libros sino ir
a una indagación más profunda del hombre como ser humano, como ente, como
destino. En Los premios eso se esboza apenas en algunas reflexiones de uno o
dos personajes.
A lo largo de unos cuantos años escribí Rayuela y en esa novela puse directamente
todo lo que en ese momento podía poner en ese campo de búsqueda e
interrogación. El personaje central es un hombre como cualquiera de todos
nosotros, realmente un hombre muy común, no mediocre pero sin nada que lo
destaque especialmente; sin embargo, ese hombre tiene -como ya había tenido
Johnny Carter en "El perseguidor"- una especie de angustia permanente
que lo obliga a interrogarse sobre algo más que su vida cotidiana y sus
problemas cotidianos. Horacio Oliveira, el personaje de Rayuela, es un hombre
que está asistiendo a la historia que lo rodea, a los fenómenos cotidianos de
luchas políticas, guerras, injusticias, opresiones y quisiera llegar a conocer
lo que llama a veces "la clave central", el centro que ya no sólo es
histórico sino también filosófico, metafísico, y que ha llevado al ser humano
por el camino de la historia que está atravesando, del cual nosotros somos el
último y presente eslabón. Horacio Oliveira no tiene ninguna cultura filosófica
-como su padre- y simplemente se hace las preguntas que nacen de lo más hondo
de la angustia. Se pregunta muchas veces cómo es posible que el hombre como
género, como especie, como conjunto de civilizaciones, haya llegado a los
tiempos actuales siguiendo un camino que no le garantiza en absoluto el alcance
definitivo de la paz, la justicia y la felicidad, por un camino lleno de
azares, injusticias y catástrofes en que el hombre es el lobo del hombre, en
que unos hombres atacan y destrozan a otros, en que justicia e injusticia se
manejan muchas veces como cartas de póquer. Horacio Oliveira es el hombre
preocupado por elementos ontológicos que tocan al ser profundo del hombre: ¿Por
qué ese ser preparado teóricamente para crear sociedades positivas por su
inteligencia, su capacidad, por todo lo que tiene de positivo, no lo consigue
finalmente o lo consigue a medias, o avanza y luego retrocede? (Hay un momento
en que la civilización progresa y luego cae bruscamente, y basta con hojear el
Libro de la Historia para asistir a la decadencia y a la ruina de civilizaciones
que fueron maravillosas en la Antigüedad.) Horacio Oliveira no se conforma con
estar metido en un mundo que le ha sido dado prefabricado y condicionado; pone
en tela de juicio cualquier cosa, no acepta las respuestas habitualmente dadas,
las respuestas de la sociedad x o de la sociedad z, de la ideología a o de la
ideología b.
Esa etapa histórica suponía romper el individualismo y el egoísmo que hay
siempre en las investigaciones del tipo que hace Oliveira, ya que él se
preocupa de pensar cuál es su propio destino en tanto destino del hombre pero
todo se concentra en su propia persona, en su felicidad y su infelicidad. Había
un paso que franquear: el de ver al prójimo no sólo como el individuo o los
individuos que uno conoce sino también verlo como sociedades enteras, pueblos,
civilizaciones, conjuntos humanos. Debo decir que llegué a esa etapa por
caminos curiosos, extraños y a la vez un poco predestinados. Había seguido de
cerca con mucho más interés que en mi juventud todo lo que sucedía en el campo
de la política internacional en aquella época: estaba en Francia cuando la
guerra de liberación de Argelia y viví muy de cerca ese drama que era al mismo
tiempo y por causas opuestas un drama para los argelinos y para los franceses.
Luego, entre el año 59 y el 61, me interesó toda esa extraña gesta de un grupo
de gente metida en las colinas de la isla de Cuba que estaban luchando para
echar abajo un régimen dictatorial. (No tenía aún nombres precisos: a esa gente
se los llamaba "los barbudos" y Batista era un nombre de dictador en
un continente que ha tenido y tiene tantos.) Poco a poco, eso tomó para mí un
sentido especial. Testimonios que recibí y textos que leí me llevaron a
interesarme profundamente por ese proceso, y cuando la Revolución cubana triunfó
a fines de 1959, sentí el deseo de ir. Pude ir -al principio no se podía- menos
de dos años después. Fui a Cuba por primera vez en 1961 como miembro del jurado
de la Casa de las Américas que se acababa de fundar. Fui a aportar la
contribución del único tipo que podía dar, de tipo intelectual, y estuve allí
dos meses viendo, viviendo, escuchando, aprobando y desaprobando según las
circunstancias. Cuando volví a Francia traía conmigo una experiencia que me
había sido totalmente ajena: durante casi dos meses no estuve metido con grupos
de amigos o con cenáculos literarios; estuve mezclándome cotidianamente con un
pueblo que en ese momento se debatía frente a las peores dificultades, al que
le faltaba todo, que se veía preso en un bloqueo despiadado y sin embargo
luchaba por llevar adelante esa autodefinición que se había dado a sí mismo por
la vía de la revolución. Cuando volví a París eso hizo un lento pero seguro
camino. Habían sido invitaciones de pasaporte para mí y nada más, señas de
identidad y nada más. En ese momento, por una especie de brusca revelación -y
la palabra no es exagerada-, sentí que no sólo era argentino: era
latinoamericano, y ese fenómeno de tentativa de liberación y de conquista de
una soberanía a la que acababa de asistir era el catalizador, lo que me había
revelado y demostrado que no solamente yo era un latinoamericano que estaba
viviendo eso de cerca sino que además me mostraba una obligación, un deber. Me
di cuenta de que ser un escritor latinoamericano significaba fundamentalmente
que había que ser un latinoamericano escritor: había que invertir los términos
y la condición de latinoamericano, con todo lo que comportaba de
responsabilidad y deber, había que ponerla también en el trabajo literario.
Creo entonces que puedo utilizar el nombre de etapa histórica, o sea de ingreso
en la historia, para describir este último jalón en mi camino de escritor.
Si han podido leer algunos libros míos que abarquen esos períodos, verán muy
claramente reflejado lo que he tratado de explicar de una manera un poco
primaria y autobiográfica, verán cómo se pasa del culto de la literatura por la
literatura misma al culto de la literatura como indagación del destino humano y
luego a la literatura como una de las muchas formas de participar en los procesos
históricos que a cada uno de nosotros nos concierne en su país. Si les he
contado esto -e insisto en que he hecho un poco de autobiografía, cosa que
siempre me avergüenza- es porque creo que ese camino que seguí es extrapolable
en gran medida al conjunto de la actual literatura latinoamericana que podemos
considerar significativa. En el curso de las últimas tres décadas la literatura
de tipo cerradamente individual que naturalmente se mantiene y se mantendrá y
que da productos indudablemente hermosos e indiscutibles, esa literatura por el
arte y la literatura misma ha cedido terreno frente a una nueva generación de
escritores mucho más implicados en los procesos de combate, de lucha, de
discusión, de crisis de su propio pueblo y de los pueblos en conjunto. La
literatura que constituía una actividad fundamentalmente elitista y que se
autoconsideraba privilegiada (todavía lo hacen muchos en muchos casos) fue
cediendo terreno a una literatura que en sus mejores exponentes nunca ha bajado
la puntería ni ha tratado de volverse popular o populachera llenándose con todo
el contenido que nace de los procesos del pueblo de donde pertenece el autor.
Estoy hablando de la literatura más alta de la que podemos hablar en estos
momentos, la de Asturias, Vargas Llosa, García Márquez, cuyos libros han salido
plenamente de ese criterio de trabajo solitario por el placer mismo del trabajo
para intentar una búsqueda en profundidad en el destino, en la realidad, en la
suerte de cada uno de sus pueblos. Por eso me parece que lo que me sucedió en
el terreno individual y privado es un proceso que en conjunto se ha ido dando
de la misma manera yendo de lo más (cómo decirlo, no me gusta la palabra
elitista, pero en fin...), de lo más privilegiado, lo más refinado como
actividad literaria, a una literatura que guardando todas sus calidades y todas
sus fuerzas se dirige actualmente a un público de lectores que va mucho más
allá que los lectores de la primera generación que eran sus propios grupos de
clase, sus propias élites, aquellos que conocían los códigos y las claves y
podían entrar en el secreto de esa literatura casi siempre admirable pero
también casi siempre exquisita.
[...]
Conviene hacer una cosa bastante elemental al principio que es preguntarse qué
es un cuento, porque sucede que todos los leemos (es un género que creo que se
vuelve cada día más popular; en algunos países lo ha sido siempre y en otros va
ganando camino después de haber sido rechazado por motivos bastantes
misteriosos que los críticos buscan deslindar) pero en definitiva es muy
difícil intentar una definición de cuento. Hay cosas que se niegan a la
definición; creo, y en este sentido me gusta extremar ciertos caminos mentales,
que en el fondo nada se puede definir. El diccionario tiene una definición para
cada cosa; cuando son cosas muy concretas, la definición es tal vez aceptable,
pero muchas veces a lo que tomamos por definición yo lo llamaría una
aproximación. La inteligencia se maneja con aproximaciones y establece
relaciones y todo funciona muy bien, pero frente a ciertas cosas la definición
se vuelve verdaderamente muy difícil. Es el caso muy conocido de la poesía.
¿Quién ha podido definir la poesía hasta hoy? Nadie. Hay dos mil definiciones
que vienen desde los griegos que ya se preocupaban por el problema, y
Aristóteles tiene nada menos que toda una Poética para eso, pero no hay una
definición de la poesía que a mí me convenza y sobre todo que convenza a un
poeta. En el fondo el único que tiene razón es ese humorista español -creo- que
dijo que la poesía es eso que se queda afuera cuando hemos terminado de definir
la poesía: se escapa y no está dentro de la definición. Con el cuento no pasa
exactamente lo mismo pero tampoco es un género fácilmente definible. Lo mejor
es acercarnos muy rápida e imperfectamente desde un punto de vista cronológico.
La narrativa del cuento, tal como se lo imaginó en otros tiempos y tal y como
lo leemos y lo escribimos en la actualidad, es tan antigua como la humanidad.
Supongo que en las cavernas las madres y los padres les contaban cuentos a los
niños (cuentos de bisontes, probablemente). El cuento oral se da en todos los
folclores. África es un continente maravilloso para los cuentos orales, los
antropólogos no se cansan de reunir enormes volúmenes con miles y miles, algunos
de una fantasía y una invención extraordinarias que se transmiten de padres a
hijos. La Antigüedad conoce el cuento como género literario y la Edad Media le
da una categoría estética y literaria bien definida, a veces en forma de
apólogos destinados a ilustrar elementos religiosos, otras veces morales. Las
fábulas, por ejemplo, nos vienen desde los griegos y son un mecanismo de
pequeño cuento, un relato que se basta a sí mismo, algo que sucede entre dos o
tres animales, que empieza, tiene su fin y su reflexión moralista. El cuento
tal como lo entendemos ahora no aparece de hecho hasta el siglo XIX. Hay a lo
largo de la historia elementos de cuentística verdaderamente maravillosos.
Piensen ustedes en Las mil y una noches, una antología de cuentos, la mayoría
de ellos anónimos, que un escriba persa recogió y les dio calidad estética; ahí
hay cuentos con mecanismos sumamente complejos, muy modernos en ese sentido. En
la Edad Media española hay un clásico, El Conde Lucanor del Infante Juan
Manuel, que contiene algunos de antología. En el siglo XVIII se escriben
cuentos en general sumamente largos, que divagan un poco en un territorio más
de novela que de cuento; pienso por ejemplo en los de Voltaire: Zadig, Cándido,
¿son cuentos o pequeñas novelas? Suceden muchas cosas, hay un desarrollo que
casi se podría dividir en capítulos y finalmente son novelitas más que cuentos
largos. Cuando nos metemos en el siglo XIX el cuento adquiere de golpe su carta
de ciudadanía, más o menos paralelamente en el mundo anglosajón y en el
francés. En el mundo anglosajón surgen en la segunda mitad del siglo XIX
escritores para quienes el cuento es un instrumento literario de primera línea
que atacan y llevan a cabo con un rigor extraordinario. En Francia bastaría
citar a Mérimée, a Villiers de l'Isle-Adam y tal vez por encima de todos ellos
a Maupassant, para ver cómo el cuento se ha convertido en un género moderno. En
nuestro siglo entra ya con todos los elementos, las condiciones y las
exigencias por parte del escritor y del lector. Vivimos hoy en una época en la
que no aceptamos que "nos hagan el cuento", como dirían los
argentinos: aceptamos que nos den buenos cuentos, que es una cosa muy
diferente.
Si a través de este paseo a vuelo de pájaro andamos
buscando una aproximación, si no una definición del cuento, lo que vamos viendo
es en general una especie de reducción: el cuento es una cosa muy vaga, muy
esfumada, que abarca elementos de un desarrollo no siempre muy ceñido que a lo
largo del siglo XIX y ahora en nuestro siglo adopta sus características que
podemos considerar definitivas (en la medida en que puede haber algo definitivo
en literatura, porque el cuento tiene una elasticidad equiparable a la de la
novela en cierto sentido y, en manos de nuevos cuentistas que pueden estar trabajando
en este mismo momento, puede dar un viraje y mostrarse desde otro ángulo y con
otras posibilidades. Mientras eso no suceda, tenemos delante de nosotros una
cantidad enorme de cuentistas mundiales y, en el caso que nos interesa
especialmente, una cantidad muy grande y muy importante de cuentistas
latinoamericanos).
¿Cuáles son las características en general del cuento, ya que decimos que no
vamos a poder definirlo exactamente? Si hacemos el enfoque primario -o sea el
fondo del cuento, su razón de ser, el tema, y la forma-, por lo que se refiere
al tema la variedad del cuento moderno es infinita: puede ocuparse de temas
absolutamente realistas, psicológicos, históricos, costumbristas, sociales...
Su campo es perfectamente apto para hacer frente a cualquiera de estos temas, y
pensando en el camino de la imaginación pura, se abre con toda libertad para la
ficción total en los cuentos que llamamos fantásticos, los cuentos de lo
sobrenatural donde la imaginación modifica las leyes naturales, las transforma
y presenta el mundo de otra manera y bajo otra luz. La gama es inmensa incluso
si nos situamos únicamente en el sector del cuento realista típico, clásico:
por un lado podemos tener un cuento de D. H. Lawrence o de Katherine Mansfield,
con sus delicadas aproximaciones psicológicas al destino de sus personajes; por
otro lado podemos tener un cuento del uruguayo Juan Carlos Onetti que puede
describir un momento perfectamente real -diría incluso realista- de una vida y
que, siendo en el fondo una temática equivalente a la de Lawrence o a la de
Katherine Mansfield, es totalmente distinto. Se abre así el abanico de su
riqueza de posibilidades. Ya se dan cuenta ustedes de que por la temática no
vamos a poder atrapar al cuento por la cola, porque cualquier cosa entra en el
cuento: no hay temas buenos ni malos en el cuento. (No hay temas buenos ni
malos en ninguna parte de la literatura, todo depende de quién y cómo lo trata.
Alguien decía que se puede escribir sobre una piedra y hacer una cosa
fascinante siempre que el que escriba se llame Kafka)
Desde el punto de vista temático es difícil encontrar criterios para acercarnos
a la noción de cuento, en cambio creo que vamos a estar más cerca porque ya se
refiere un poco a nuestro trabajo futuro si buscamos por el lado de lo que se
llama en general forma, aunque a mí me gustaría usar la palabra estructura, que
no uso en el sentido del estructuralismo, o sea de ese sistema de crítica y de
indagación con el cual tanto se trabaja en estos días y del cual yo no conozco nada.
Hablo de estructura como podríamos decir la estructura de esta mesa o de esta
taza; es una palabra que me parece un poco más rica y más amplia que la palabra
forma porque estructura tiene además algo de intencional: la forma puede ser
algo dado por la naturaleza y una estructura supone una inteligencia y una
voluntad que organizan algo para articularlo y darle una estructura.
Por el lado de la estructura podemos acercarnos un poco más al cuento porque,
si me permiten una comparación no demasiado brillante pero sumamente útil,
podríamos establecer dos pares comparativos: por un lado tenemos la novela y
por otro, el cuento. Grosso modo sabemos muy bien que la novela es un juego
literario abierto que puede desarrollarse al infinito y que según las necesidades
de la trama y la voluntad del escritor en un momento dado se termina, no tiene
un límite preciso. Una novela puede ser muy corta o casi infinita, algunas
novelas terminan y uno se queda con la impresión de que el autor podría haber
continuado, y algunos continúan porque años después escriben una segunda parte.
La novela es lo que Umberto Eco llama la "obra abierta": es realmente
un juego abierto que deja entrar todo, lo admite, lo está llamando, está
reclamando el juego abierto, los grandes espacios de la escritura y de la
temática. El cuento es todo lo contrario: un orden cerrado. Para que nos deje
la sensación de haber leído un cuento que va a quedar en nuestra memoria, que
valía la pena leer, ese cuento será siempre uno que se cierra sobre sí mismo de
una manera fatal.
Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera, la forma
geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente cerrada en sí
misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del
invisible punto central. Esa maravilla de perfección que es la esfera como
figura geométrica es una imagen que me viene también cuando pienso en un cuento
que me parece perfectamente logrado. Una novela no me dará jamás la idea de una
esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura. En
cambio el cuento tiende por autodefinición a la esfericidad, a cerrarse, y es
aquí donde podemos hacer una doble comparación pensando también en el cine y en
la fotografía: el cine sería la novela y la fotografía, el cuento. Una película
es como una novela, un orden abierto, un juego donde la acción y la trama
podrían o no prolongarse; el director de la película podría multiplicar
incidentes sin malograrla, incluso acaso mejorándola; en cambio, la fotografía
me hace pensar siempre en el cuento. Alguna vez hablando con fotógrafos
profesionales he sentido hasta qué punto esa imagen es válida porque el gran
fotógrafo es el hombre que hace esas fotografías que nunca olvidaremos -fotos
de Stieglitz, por ejemplo, o de Cartier-Bresson- en que el encuadre tiene algo
de fatal: ese hombre sacó esa fotografía colocando dentro de los cuatro lados
de la foto un contenido perfectamente equilibrado, perfectamente arquitectado,
perfectamente suficiente, que se basta a sí mismo pero que además -y eso es la
maravilla del cuento y de la fotografía- proyecta una especie de aura fuera de
sí misma y deja la inquietud de imaginar lo que había más allá, a la izquierda
o a la derecha. Para mí las fotografías más reveladoras son aquellas en que por
ejemplo hay dos personajes, el fondo de una casa y luego quizá a la izquierda,
donde termina la foto, la sombra de un pie o de una pierna. Esa sombra
corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está
haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a nuestra imaginación
para decirnos: "¿Qué había allí después?". Hay una atmósfera que
partiendo de la fotografía se proyecta fuera de ella y creo que es eso lo que
les da la gran fuerza a esas fotos que no son siempre técnicamente muy buenas
ni más memorables que otras; las hay muy espectaculares que no tienen esa
aureola, esa aura de misterio. Como el cuento, son al mismo tiempo un extraño
orden cerrado que está lanzando indicaciones que nuestra imaginación de
espectadores o de lectores puede recoger y convertir en un enriquecimiento de
la foto.
Ahora, por el hecho de que el cuento tiene la obligación interna,
arquitectónica, de no quedar abierto sino de cerrarse como la esfera y guardar
al mismo tiempo una especie de vibración que proyecta cosas fuera de él, ese
elemento que vamos a llamar fotográfico nace de otras características que me
parecen indispensables para el logro de un cuento memorable o perdurable. Es
muy difícil definir esos elementos. Podría hablar, y lo he hecho ya alguna vez,
de intensidad y de tensión. Son elementos que parecen caracterizar el trabajo
del buen cuentista y hacen que haya cuentos absolutamente inolvidables como los
mejores de Edgar Allan Poe. "El tonel de amontillado", por ejemplo,
es una pequeña historia de apariencia común, un cuento que tiene menos de
cuatro páginas en el que no hay ningún preámbulo, ningún rodeo. En la primera
frase estamos metidos en el drama de una venganza que se va a cumplir
fatalmente, con una tensión y una intensidad simultáneas porque se siente el
lenguaje de Poe tendido como un arco: cada palabra, cada frase ha sido
minuciosamente cuidada para que nada sobre, para que solamente quede lo
esencial, y al mismo tiempo hay una intensidad de otra naturaleza: está tocando
zonas profundas de nuestra psiquis, no solamente nuestra inteligencia sino
también nuestro subconsciente, nuestro inconsciente, nuestra libido, todo lo
que ahora se da en llamar "subliminal", los resortes más profundos de
nuestra personalidad.