miércoles, 3 de agosto de 2011
Indiferencia Burocrática
Después de soportar el terrible tráfico del centro de la ciudad, y una vez que logré encontrar estacionamiento a unas diez cuadras de distancia, ingresé al Municipio cuando el reloj marcaba las 12H10. Siendo mi primera vez en esa dependencia me sentí desorientado, con esa sensación que sienten quienes desconocen qué hacer o a dónde dirigirse. No Teniendo a quien preguntar, me acerqué a alguien que suponía iba a realizar algún trámite. Amablemente me dijo que para cualquier cosa primero debía obtener un turno. No se olviden que los turnos y las largas filas de espera son parte de nuestra idiosincrasia, reservadas para las mayorías, para el ciudadano común, y entre otros propósitos nos recuerdan que los usuarios somos simples súbditos, por sobre los cuales se encuentra ese enorme monstruo avasallador, sordo, impasible e indolente llamado Estado.
Pues bien, una vez que expliqué el trámite a realizar, la persona encargada de entregar los turnos me dio un pequeño papelito en el que constaba una letra y un número. Luego de un buen rato de espera por fin llegó mi turno. Saludé atento al funcionario poniendo mi petición frente a él. Le hice conocer mi solicitud, lo cual me tomó menos de diez segundos. A renglón seguido, el empleado se paró y se colocó la chaqueta, lo cual para cualquiera, aún cuando no conozca de semiótica, significa: “estoy de apuro, voy a salir”, mientras en forma mecánica, casi impersonal me decía: “Para recibir su solicitud primero debe hacer… para ello vaya a la entrada y pida otro turno para la ventanilla N°…”. Ya con el ánimo por los suelos me dirigí nuevamente donde el señor que repartía los turnos. Le repetí lo que me habían dicho. Puso el dedo sobre una tecla y me entregó otro papelito, con otra letra y otro número. Caminé al patio central del edificio donde al menos unas cien personas pacientemente esperaban ser atendidas. La mayoría ocupaba unas sillas de plástico dispuestas en filas, mientras otras permanecían de pie. Todos sin embargo fijaban su mirada en una pantalla, a la expectativa de que aparezca su número. Por fin apareció mi letra, pero no mi número, antes de mí, por el mismo trámite, esperaban cuarenta personas.
Resignado aguardé durante treinta minutos, pero no había caso, en ese tiempo apenas se había atendido a cuatro personas, así que me acerque a observar a través de la ventana de vidrio el movimiento interno y el por qué de la demora. Para este trámite que al parecer era el que más demandaba la ciudadanía había solo dos funcionarios asignados. Esperé que uno de ellos se desocupara e ingresé a decirle que dada la hora volvería al otro día, pero que por favor me dijera si los documentos que llevaba eran suficientes para ser atendido. Recibí un tajante: “para cualquier consulta debe esperar que le llegue el turno”, traté de insistir pero la respuesta fue un rotundo y desmoralizador: “ya le dije que no le puedo atender”. Y así, como perro apaleado, no sin antes dejar sentada una tranquila protesta, salí de ese recinto y emprendí el retorno por las mismas diez cuadras que antes había recorrido.
Mientras caminaba reflexioné sobre la atención que recibe la población en ciertas dependencias públicas, que cual monolitos parecen perdidos en el tiempo, sin voluntad de cambio. El pésimo servicio, y aún el maltrato, siguen siendo la característica de alguna burocracia que con aires de superioridad nos recuerda que en su discrecionalidad reposa la solución de nuestros problemas, por ello, a muchos no les queda otra opción, como buenos samaritanos, que mostrar la otra mejilla para salir bien librados. En el fondo, parecería que la reticencia de los mandatarios a privatizar ciertos servicios públicos nada tiene que ver con doctrinas o ideologías, no es otra cosa que miedo a que se les escape el poder.
Cuando subí a mi vehículo eran las 13H30, a tiempo para escuchar las noticias.
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