Radiografía del populismo, fenómeno social que se repite en Latinoamérica y cuyas características son objetivamente visibles en el Ecuador de hoy
Por Enrique Krauze
La Universidad de Princeton,
bajo la dirección del profesor Jan-Werner Müller, organizó un seminario sobre
el populismo con algunos de los mayores expertos en la materia. Rescatamos
estas tres ponencias, editadas para la revista, que discuten entre sí una
definición de populismo y sus diversos avatares históricos.
El populismo es indefinible en términos ideológicos: se aplica tanto a corrientes de izquierda como de derecha, a Hugo
Chávez o al Tea Party. Por eso, quizá la mejor definición es la que atiende a
la peculiar relación que se establece entre el líder político y la voluntad
popular.
En una democracia, ese vínculo
es siempre problemático y tenso. Si el
líder abusa de su autoridad o impone su propia voluntad por encima de las
leyes, puede desembocar en una dictadura. Si la voluntad popular impera sin
límite, puede desembocar en la ingobernabilidad o la revolución. Justamente para limitar ambos extremos y conciliar
ambos impulsos están los famosos checks and balances y las libertades
políticas, en particular la de expresión. En una democracia, el presidente
(o el primer ministro) tiene que ejercer las atribuciones implícitas en su liderazgo
(que hasta etimológicamente consiste en ser seguido, no en seguir) pero actúa
en un marco diseñado para acotarlo. Aunque el mecanismo es lento, difícil,
oneroso, es el mejor que han discurrido los hombres para gobernarse.
El populismo es una simplificación
de ese complejo mecanismo. Lo que el
populista busca –al menos esa ha sido la experiencia latinoamericana– es suprimir en beneficio propio la tensión
entre el liderazgo político y la voluntad popular; y nada mejor para
lograrlo que establecer un vínculo directo con el pueblo, por encima, al margen
o en contra de las instituciones, las libertades y las leyes. La iniciativa,
hay que subrayarlo, no parte del pueblo sino del líder carismático.
En el Diccionario de
política de Bobbio se concede una importancia central a las definiciones
míticas de “pueblo” que el populista emplea y que no se refieren a clases
sociales sino a un vago conglomerado o una amalgama social: “Es importante
sentirse pueblo –decía Eva Perón–, amar, sufrir, gozar como el pueblo, aunque
no se vista como el pueblo, circunstancia puramente accidental” (Diccionario
de política, Siglo XXI, p. 1248). Del mismo modo, el libro ilustra las
nociones típicas de “no pueblo” con la que los populistas demonizan a sus
enemigos. Esta dicotomía es importante pero no fundamental, porque el contenido
que se suele dar a ambos términos es variadísimo y aun contradictorio. La verdadera clave está en el líder. Él es
el agente primordial del populismo. No
hay populismo sin la figura del personaje providencial que supuestamente
resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del “pueblo”, y lo
liberará de la opresión del “no pueblo”.
Para llevar a cabo su
proyecto, el populista utiliza como vehículo fundamental la palabra amplificada
en la plaza pública. Los demagogos existen desde los griegos, pero los
populistas son producto de la sociedad industrial de masas y del megáfono. El populista se apodera de la palabra y
fabrica la verdad oficial. Una vez investido en intérprete predominante o
único de la realidad (o en agencia pública de noticias), el populista aspira a
encarnar esa verdad total y trascendente que las sociedades no encuentran
–aunque a menudo aspiran a ella– en un Estado laico. Por eso, muchos populistas
adoptan símbolos religiosos y trasmiten un mensaje de “salvación”: se vuelven
“redentores”. Pero aun en ese caso la prédica es insuficiente, por eso algunos populistas buscan conquistar la
voluntad popular mediante el uso discrecional de los fondos públicos. El
reparto directo de la riqueza que suele derivarse de esa discrecionalidad no es
criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres, hay argumentos sumamente
serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las
costosas burocracias estatales), pero el populista nunca reparte gratis, menos
aún para afianzar la autonomía de los individuos o las comunidades. El populista focaliza su ayuda, la cobra en
obediencia. Con todo, tampoco los incentivos económicos bastan. Para mantenerse en el poder el populista
militariza simbólicamente la plaza pública: alienta la confrontación entre el
pueblo y las élites internas, y lo moviliza contra el acechante “enemigo
exterior”.
El impulso del líder populista puede desembocar en la franca dictadura,
es decir, en la cancelación de las leyes, libertades e instituciones de la
democracia. Este era –según Aristóteles–
el desenlace común en la Grecia clásica. “Ahora quienes dirigen al pueblo son
los que saben hablar” (Política, V). Citando “multitud de casos”,
explica que “las revoluciones en las democracias [...] son causadas sobre todo
por la intemperancia de los demagogos”. Y el ciclo se cerraba cuando las élites
se unían para remover al demagogo, reprimir la voluntad popular e instaurar la
tiranía. Pero en el siglo XXI el propio
demagogo puede ejercer de facto la autocracia con solo desvirtuar las
instituciones y leyes de la democracia. En un régimen populista (como el de
Juan Domingo y Evita Perón o el de Hugo Chávez) se celebran elecciones y las
instituciones siguen funcionando, pero sin autonomía ni equilibrios internos. El poder judicial pierde su independencia,
el legislativo se ajusta a los deseos del ejecutivo, el proceso electoral no
garantiza la libertad del sufragio. El
único límite es la prensa libre, pero (como se ha visto recientemente en
Ecuador) el ejecutivo tiene el designio claro de domesticarla.
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