Corta, sonora y eficiente, es la reina de los insultos y no parece dispuesta a dejar su trono en el idioma español. Sin embargo, la palabra “puta” guarda un pasado oscuro que tiene mucho que ver con la normatividad de la sexualidad femenina. Helo aquí.
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Recuerda el lector La letra
escarlata? ¿La novela de Nathaniel Hawthorne, escrita en 1850 y un siglo
después adaptada al cine, en la que la noble Hester Prynne es acusada de
adulterio y obligada a llevar una rojísima letra A cosida a su puritano
vestido? Pues bien, en esta historia —reinterpretada hasta la saciedad en
libros, púlpitos y telenovelas— está la esencia de los insultos hacia las
mujeres y allí mismo el más grande valor que se espera de ellas en una sociedad
y que se resume en una sola regla: no debes ser sexualmente libre o, para hacer
las cosas más claras, no seas una puta.
Con el nada despreciable dato de
que el Nobel español Camilo José Cela registró algo más de mil palabras para
decir puta en español, la mejor forma de entender su significado es rastrear su
origen. “Encontré que el verbo latino puto, putas, putare, putavi, putatum,
procedía de un vocablo griego, budza, que significaba sabiduría hacia el siglo
VI antes de Cristo”, escribió el columnista Julio César Londoño en su Historia
de una mala palabra. Allí cuenta que mientras las mujeres en Atenas apenas si
podían salir de sus casas, en la ciudad de Mileto era común que asistieran a
las academias. “Los atenienses quedaron maravillados de estas mujeres que
además de bailar y cantar conocían de historia, astrología, filosofía o
matemáticas; con las que se podía reír antes del amor y conversar después”.
Entonces, las esposas comenzaron a utilizar la expresión budza para referirse
despectivamente a las “sabihondas” recién llegadas de Mileto quienes, aunque de
épocas distintas, bien podrían compararse con el personaje bíblico de Eva,
cubierta y expulsada del paraíso por haber tomado la manzana del conocimiento y
tentado a Adán.
Sin duda, el hecho de que una
mujer estudiara debió de ser una sorpresa en la antigua Grecia, donde era común
encontrar versos como los siguientes, escritos por Semonides en el siglo VII
antes de Cristo: “Crió Dios la mujer, primeramente / de entendimiento y juicio
desprovista, / de una cerdosa puerca: y por costumbre / le hace siempre tener
sucia la casa.” o “En sus costumbres, otra se parece / al perro que es su
padre: anda anhelante / por oír y saber todas las cosas. / Todo lo mira con
hambrientos ojos, / y con tanto mirar siempre se engaña”. Semonides, como la
mayoría de sus contemporáneos, recomendaba que un buen matrimonio era aquel en
el que la mujer fuera lo menos sexual posible, e incluso sugería tres
relaciones sexuales al mes. Otra cosa ocurría con las prostitutas, llamadas
hetairas o compañeras de los hombres, que tenían formación intelectual, poseían
talento artístico, conocían los secretos de la política y, sobre todo, eran las
únicas mujeres en Atenas que manejaban su propio dinero. Sobre la famosa
prostituta Aspasia escribió Plutarco: “Dicen las fuentes que Aspasia fue
altamente valorada por Pericles debido a que era muy inteligente y astuta en la
política. Después de todo, Sócrates la visitaba algunas veces, trayendo consigo
a sus discípulos, y sus amigos íntimos traían también a sus esposas para que la
escucharan, y ello a pesar de que Aspasia dirigía un establecimiento ni
respetable ni ordenado y educaba a un grupo de muchachas para cortesanas”.
Si en la antigua Grecia la
esposa asexual era considerada la menos nociva, en la Edad Media la virginidad,
incluso durante el matrimonio, fue vista como una virtud: la unión ideal era
aquella que representaban María y José, desprovista de sexo. “Cierto es que
cuanto más frecuentemente los esposos se abstengan uno del otro, mejor será”,
recomendó San Agustín. Según el historiador Guy Bechtel, autor del libro Las
cuatro mujeres de Dios, la santificación de la madre es un concepto más bien
laico con poca influencia en el catolicismo medieval “que generalmente ha
representado a la mujer bajo cuatro formas, y solo cuatro: como una libidinosa,
como una compañera del diablo, como una imbécil y, en raras ocasiones, como una
santa, si bien algo molesta”. Incluso cuando el matrimonio y la procreación
fueron aceptados por la Iglesia, las mujeres debían enfrentarse a una ridícula
obligación doble: “O bien conservaban la virginidad pero no traían hijos al mundo,
y desobedecían la exigencia de la maternidad; o bien tenían hijos… pero se
alejaban del modelo virginal de María”. Y aunque desde el siglo XVIII, entre
los enemigos de la Iglesia —alcahuetas, herejes, enfermos, judíos y brujos—
estaban también las prostitutas, el desprecio hacia ellas no fue muy distinto
al que causó el resto de las mujeres, vistas como unos monstruos de impudicia.
El Decretum, redactado por Buchardo, obispo de Worms, en el año 1010, incluye
entre los vicios femeninos: la masturbación, el lesbianismo, la pedofilia, el
bestialismo, la magia sexual y, por supuesto, la prostitución. Como era de
esperarse, para los padres de la Iglesia, ninguno tenía remedio.
En el siglo XIX la prostitución
pasó a cumplir una función social subversiva y conservadora al mismo tiempo.
Por un lado, suponía una amenaza frente al ideal femenino de castidad,
matrimonio y maternidad y frente a la salud masculina que era usualmente
contagiada por la sífilis y, por otro lado, servía como escape para las
“incontrolables pasiones de los hombres” que no podían satisfacer sus impulsos
con sus esposas porque, por lo demás, ni siquiera se consideraba que esas
obedientes esposas —ya no libidinosas como en la Edad Media— pudieran tener
algún tipo de placer sexual. En una época de cambios sociales, crecimiento
urbano e incorporación de las mujeres al trabajo industrial, el oficio de la
prostitución empezó a reglamentarse y con ello —se lee en Caídas, miserables,
degeneradas: Estudios sobre la prostitución en el siglo XIX, escrito por la
historiadora Aurora Riviere— “se desarrolló toda una serie de teorías
encargadas de estigmatizar a la prostituta, es decir, de hacer aparecer como
profundamente desacreditadores determinados atributos de las mujeres dedicadas
a la prostitución, todos aquellos que aparecen claramente enfrentados con los
estereotipos del ideal femenino”.
Un par de preguntas
¿Es acaso puta el único insulto
hacia las mujeres? La respuesta, con un enorme esfuerzo de concreción, es sí.
O, por los menos, es el más común entre los insultos que, eso sí todos, apuntan
a la sexualidad de la mujer y entre los que se encuentran: “histérica”,
“solterona” y “amargada”. Si uno se detiene en los comentarios de las páginas
de los principales periódicos colombianos, se dará cuenta de que en la mayoría
de los casos la única forma de que un lector muestre su desacuerdo con las
ideas de una columnista es llamándola puta. ¿Qué es si no una profesora
regañona o una vecina que acude a la Policía porque la fiesta del lado no la
deja dormir? y ¿cómo se insulta a un hombre que tenga estas mismas actitudes? A
propósito, ¿por qué las primeras entradas para la palabra puta en Google son
videos sexuales de Alicia Machado, mientras que al buscar puto, uno se topa con
la receta para un plato filipino a base de arroz que lleva ese nombre?
Lo primero que habría que decir
es que un insulto no tiene que ser necesariamente referencial. Cuando alguien
dice: “Le voy a dar en la cara, marica” (después de puta, marica es el segundo
insulto más usado en español) no interesa si la persona a la que va dirigida el
insulto es o no homosexual. Lo importante, recuerda el lexicógrafo Juan de Dios
Duque, es “el mero hecho de su enunciación, el tono y el efecto sobre el
insultado”. De allí que una de las funciones del insulto sea conocer los
valores sociales convenidos. Dice Duque: “Un insulto es una negación de una
cualidad que se supone debe existir. Por consiguiente, la lectura de su
definición ofrece, por transparencia, cuáles son las cualidades, o conductas,
que la sociedad espera del individuo”. Por esta sencilla razón decirle puto o
perro a un hombre pasaría a ser incluso un elogio en una sociedad que
privilegia la virilidad masculina. Al contrario, la sexualidad activa en una
mujer se sale de lo que se espera de ella: maternidad o virginidad. Por
supuesto que es ofensivo decirle “puta” o “vagabunda” a una prostituta, pero la
palabra funciona como un mecanismo de control solo cuando se acusa a una mujer
que no lo es pero que está en potencial peligro de serlo: “Si sales vestida así
a la calle, van a pensar que eres una cualquiera”. “Nuestra cultura funciona a
partir de binarios —señala Nancy Prada, investigadora de la Escuela de Estudios
de Género de la Universidad Nacional—. Una asociación binaria implica que el
otro se quede necesariamente con lo opuesto, lo cual genera exclusión. La
palabra puta se usa para mantener controladas a las otras mujeres que temen ser
marcadas con el estigma”.
Colombia en un atlas
Según el Altas lingüístico y
etnográfico de Colombia (Alec), elaborado por el Instituto Caro y Cuervo, en el
que se recopila el habla popular del país, el insulto más frecuente hacia las
mujeres en Colombia es puta, seguido de gran puta, vagamunda, vagabunda,
guaricha, perra y ramera. Aunque estos insultos son de uso nacional, hay un
aumento considerable en los departamentos de Cundinamarca, Boyacá, Tolima y
Antioquia, mientras que en Chocó y Nariño su uso disminuye. Un segundo mapa
indica insultos como robamaridos, quitamaridos, desgraciada y degenerada,
mientras el tercer mapa se refiere a pelona, sinvergüenza, nochera, pendeja y
culona. En su análisis El improperio en español, la lingüista María Fátima
Carrera apunta: “Los insultos para varones se refieren a la expresión de la
homosexualidad, mientras que a la mujer se le reprocha su falta de recato o
continencia sexual”. De hecho, el Alec cuenta con dos mapas que muestran las
distintas formas de llamar a una prostituta, entre las que están, mamasanta y
coya (Costa Caribe), cachaloa (Chocó) y meretriz (Cundinamarca). En cambio,
como podría suponerse, no hay una sola palabra que insulte las libertades
sexuales de un hombre: luego de los mencionados hijueputa y marica, los demás
se refieren a los hombres que se dejan engañar por sus mujeres.
En su análisis, Carrera señala
palabras como verrionda que significa valentía para un hombre y prostituta para
una mujer o algunas como cotorra que solamente hacen referencia a las mujeres
chismosas. También llama la atención sobre el término vieja: “mientras el
masculino viejo no figura en el Alec como insulto, sino más bien como
tratamiento cariñoso, el término vieja significa, además, mujer vetusta, bruja
o hechicera”. Lo mismo se podría decir de solterón y solterona y, aunque no
aparece en el Alec, hay que mencionar la tan recurrente palabra “histérica”,
que proviene del griego hysteria (útero), y fue usada por Hipócrates para definir
los trastornos psíquicos de las mujeres con un supuesto útero seco por ausencia
de relaciones sexuales.
¿Y qué?
“Nos guste o no, el insulto
femenino rey de las lenguas europeas es por tanto la palabra puta, con toda su
corte de derivados y sinónimos, su rica fraseología y sus abundantes
proverbios, y vale para casi todos los defectos”, escribió Duque. ¿Qué podemos
hacer frente a esto? ¿Se debe hacer algo? En su libro El lenguaje y el lugar de
la mujer, la lingüista Robin Lakoff señala que las desigualdades en el habla de
hombres y mujeres —que no tiene nada que ver con aquello de “todos” y “todas”—
son muestra de las distintas funcione que deben cumplir ambos sexos.
“Expresamos ideas sin saber su verdadero significado; pero el hecho de decirlas
indica que pasan en nuestra mente más cosas de las que reconocemos
conscientemente”. De todas maneras, para Lakoff un cambio lingüístico solo
puede ser genuino si viene precedido por una transformación social. Una posible
solución sería responder al insulto: “Sí, soy puta ¿y qué?” Otra, dada por
Florence Thomas, es conocer la sexualidad femenina, y con ello cuestionar la
valoración de la virginidad y la maternidad. Como sea, no se trata de un debate
viejo ni superado. Quienes piensen así, quienes desconozcan la inmensa carga
social de insultar a una mujer llamándola puta, podrían echar un vistazo a los
debates sobre la penalización del aborto que hasta hace poco se adelantaban en
el Congreso de la República. De lo que se dijo allí a llevar la mítica letra escarlata
en el vestido hay menos camino del que se cree.
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