Un rápido y placentero viaje por la
vida de Álvaro Mutis, contado hace ya varios años por Gabriel García Márquez,
amigo y admirador del gran poeta y narrador colombiano nacido en 1923.
Álvaro Mutis y yo
habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni
mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace
10 años justos y en este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad
social, sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé. He esperado
desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de la venganza, y creo
que no habrá otra más propicia que ésta.
Álvaro contó
entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica de
1949. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace
tres o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue
una revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la
desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos
refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café.
Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y
cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de
Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía que
tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 años,
hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de pronto la voz
estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una
aguja por el ojo de un camello.
“Carajo”, le dije
derrotado.”De modo que eras tú”.
Lo único que
lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya habíamos
digerido tanta música juntos, que no teníamos caminos de regreso. De modo que
seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro
de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad
para el bolero.
Alvaro había
sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18
años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en
la esquina, porque creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las
presentaciones que él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un
acto solemne en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los
nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de
relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y
en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de
la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un
título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones
públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión.
El tiempo de Álvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la
noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los
parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con
sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.
En otro empleo más
grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito
del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de
servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al
camarero que le preguntó quién iba dentro, le dijo: “El señor obispo”. En un
restaurante de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de
agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winchell, el personaje de Los
Intocables que Álvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de
vendedor de películas enlatadas para América Latina, le dio 17 veces la vuelta
al mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo que más aprecié
desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz
que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo
conozca se ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes.
Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con
libros secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el
mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.
Nadie se ha
beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Álvaro
quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: “Ahí tiene, para
que aprenda”. Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura
de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre
listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima
absoluta de ese sistema salvador ha sido Álvaro Mutis desde que escribí Cien
Años de Soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que
le contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones
aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que
seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus
amigos me los contaban después tal como Álvaro se los contaba, y muchas veces
me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo mandé a su casa.
Al día siguiente me llamó indignado:
“Usted me ha hecho
quedar como un perro con mis amigos”, me gritó. “Esta vaina no tiene nada que
ver con lo que me había contado”.
Desde entonces ha
sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero
también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón
de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué
tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.
Me preguntan a
menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan
ruines. La respuesta es simple: Álvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser
amigos. Aunque hemos vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí
donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos
antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez
violé esta regla de amistad elemental, y Álvaro me dio entonces una prueba
máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.
Fue así: ahogado de
tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el
apartamento donde Álvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden.
Sin explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño,
descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos
lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Álvaro
no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber
del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años
para expresarle mi remordimiento.
Otro buen sustento
de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha
sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la
mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad
valía la pena. Para mí, las horas interminables de carreteras europeas han sido
la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a
Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los cátaros y los papas de
Aviñón. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en
Egipto como en París.
Sin embargo, la
enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la
campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de
los barbechos recién abandonados. Alvaro había manejado durante más de tres
horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: “País de
grandes ciclistas y cazadores”. Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos
confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus
momentos de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias
y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras
escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de
corregirle los libros.
Con todo, los mejores
recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases, sino los recreos. En
París, esperando que las señoras acabaran de comprar, Álvaro se sentó en las
gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos
en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo
con la típica acidez francesa: “Es un descaro pedir limosna con semejante
suéter de cachemir”. Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.
En Roma, en casa de
Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto
Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en
vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un
italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de
Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien
que había escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era
él. Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí: “Ahora que sé que nunca
conoceré Estambul”.
Un verso extraño en
un monárquico insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no
decía Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera
la razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso
conociendo Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco
lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un
instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el
poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Álvaro es un anciano de 70
años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un
verso, sino por contrariar a la muerte.
De todos modos, la
única vez en que de veras me he creído a punto de morir, también estaba con Álvaro.
Rodábamos a través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos
vino encima en sentido contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de
volante a la derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos a caer. Por un
instante sentí la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el
vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin
aliento hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo
primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante es la cara de Álvaro en el
asiento de al lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de
conmiseración que parecía decir:
“¡Pero qué está
haciendo este pendejo!”.
Estos exabruptos de
Álvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre,
Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un
espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía.
Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador,
poniendo inyecciones gratis en las fincas de la sabana. En Nueva York le pedí
una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al
cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en
Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y
tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo
encomendamos otro día en los almacenes Macy’s, y cuando regresamos la
encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella
trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:
“No se preocupen.
También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean
lo bien que le va”.
Por supuesto que le
iba bien, si era una versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio
planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo.
Por dondequiera que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus
exageraciones frenéticas, de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos
geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más sabemos que no son más
que aspavientos para asustar a sus fantasmas. Nadie puede imaginarse cuál es el
altísimo precio que paga Álvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo
he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de
conciencia que no le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche
anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su
inmensa sabiduría, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita,
y la hermosura quimérica y la desolación interminable de su poesía.
Lo he visto
escondido del mundo en las sinfonías paqui-dérmicas de Bruckner como si fueran
divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón apartado de un jardín de
Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el
bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como
quien va a ver una película de vaqueros, relee de una tirada En busca del
tiempo perdido. Pues una buena condición para que lea un libro es que no tenga
menos de 1.200 páginas. En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del
que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció
los 16 meses que él considera los más felices de su vida.
Siempre pensé que
la lentitud de su creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además
que estaba agravada por el desastre de su caligrafía, que parece hecha con
pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar
de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo
dije, hace muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a
ponerse al día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin
paracaídas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y
merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en
seis años.
Basta leer una sola
página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de Álvaro
Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca
volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él,
como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.
Quedémonos con esta
azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir con Álvaro estos
70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por
miedo de llorar, y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos,
carajo, y cuánto lo queremos.
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