Aún mucha gente recuerda el día en que el ejército, por orden de un Presidente, con soldados y tanquetas impidió la posesión de los magistrados designados por el Congreso. Luego otro, en acuerdo con sectores aliados de la legislatura defenestraron la Corte Suprema en funciones y mediante el uso de la fuerza posesionaron a nuevos Jueces, notoriamente incompetentes en su mayoría, pero dispuestos a cumplir el encargo de perdonar y permitir el retorno de exdignatarios prófugos de la justicia. Estos episodios ocurrieron durante la última etapa de la vida republicana del país.
Por entonces la intromisión en la justicia operaba a través del órgano legislativo, el cual, como ente nominador de la Corte Suprema, luego de los correspondientes cabildeos, repartía nombramientos según la cuota política que correspondía a cada partido o coalición. No obstante el criticado procedimiento, como un intento por reconciliarse con la ciudadanía, se tenía la precaución de nominar jurisconsultos destacados, de reconocido prestigio, dedicados al estudio de las leyes, la cátedra, y al ejercicio profesional. Desde luego aquello no siempre garantizaba la objetividad y rectitud de los fallos, pues sabido era que ciertos políticos disponían el texto de determinadas sentencias y consecuentemente la suerte de los procesados.
La división e independencia de poderes siempre constituyó una de las bases del sistema político y constitucional de la República. Por ello, más allá de burdos episodios -como los inicialmente narrados- que merecieron el rechazo unánime de la población, a nadie se le ocurrió “meter la mano en la justicia” utilizando un referendo como elemento legitimador de un proceso de reestructuración de la Función Judicial llevado de la mano del Ejecutivo. Hoy, gracias al maniqueísmo político, el país observa la actuación del Consejo de la Judicatura de Transición -comisión tripartita encargada de reestructurar la Función Judicial- cuyos miembros exhiben como único mérito una dócil obediencia a la vertiente política de la cual provienen -aunque torpemente se diga que ninguno es afiliado-, y es de suponer, a las directrices y criterios de quien en la práctica maneja a voluntad todas las funciones y organismos del Estado. De ahí que es legítimo preguntarse: ¿Qué independencia puede esperarse a futuro de operadores de justicia cuya permanencia, ascenso o destitución está condicionada al cumplimiento de la voluntad de quienes mueven los hilos de esa sui géneris comisión?
La actual intervención barnizada de legalidad, no es sino la culminación de un propósito admitido públicamente por la primera autoridad del país mucho antes del referendo, que en la práctica se venía dando tiempo atrás. Recordemos la persecución de que fue objeto una Prefecta acusada de sabotaje y terrorismo, a quien para ablandarla se la sacó de su lugar de origen, confinándola en una fría celda en la Capital. Luego de haber sido amnistiada por la Asamblea Constituyente, continuó recluida, esta vez, acusada de peculado, sustanciación plagada de irregularidades y violaciones al debido proceso y legítimo derecho a la defensa, pese a lo cual fue sobreseída. No obstante, fue necesario un recurso de Habeas Corpus para que luego de varios meses obtuviera su libertad a reticencias del juez que llevaba la causa. En el fondo, el mayor delito de esta mujer fue pertenecer a un movimiento que había declarado su oposición al régimen.
Situación similar sufrieron once dirigentes de una comunidad Shuar, que luego de un enfrentamiento entre la población y el ejército fueron acusados, asimismo, de sabotaje y terrorismo. De igual manera fue necesario un recurso de habeas corpus para que estos dirigentes obtuvieran su libertad. Al final, quienes estaban tras la denuncia no lograron deslegitimar la protesta ni minar el prestigio de la dirigencia indígena tal cual era su intención.
Es pública la recurrente “orden” impartida desde el poder, para que se enjuicie y condene a varios policías y civiles, acusados unos de intento de magnicidio, otros de atentado contra la seguridad del Estado, y otros de incitar a la rebelión. Incluso un ministro públicamente amenazó a los jueces con enjuiciarlos si sobreseían a los imputados, todo, para sostener a como dé lugar la tesis de “intento de golpe de Estado”, tratando de evitar que la responsabilidad por las muertes y daños ocurridos en un torpe incidente se revierta en contra de quienes con soberbia y prepotencia avivaron el fuego en lugar de apaciguar los ánimos. Otro alto funcionario, expresó que perseguiría a una Jueza por haber acogido un recurso de protección poniendo freno a un incremento tarifario. La muletilla de “sentar un precedente” ha sido recurrente para ejercer presión sobre los jueces induciéndolos a que fallen conforme los deseos de la autoridad. Es anecdótico el caso de un juez ad hoc que sintiéndose respaldado destituyó a su Jefe, el Presidente del Consejo de la Judicatura, en claro desacato a resoluciones de la Corte Constitucional. No sólo que lo hizo una, sino dos veces. Todo esto, dentro de una campaña de constante desprestigio a la Función Judicial a efectos de justificar la intervención en la misma.
Los primeros efectos del “cambio” en la justicia se han podido observar en la rapidez con que un juez temporal mediante una sentencia, que permanecerá por siempre en el anecdotario de lo descabellado, ordenó la prisión de cuatro personas ligadas a un medio de comunicación por supuestas injurias y al pago de una exorbitante suma de dinero en concepto de indemnización. En contrapartida, hace pocos días falleció un ciudadano que durante 15 años espero sin éxito se haga justicia después de haber sido contagiado de VIH en una clínica particular. Pese a estos antecedentes, ingenuamente se pretende que la ciudadanía crea que con la “metida de mano” por fin el país va a contar con una justicia sabia, expedita e imparcial. El pueblo, pese a lo tonto que muchas veces aparenta ser, sospecha que tras la intervención en este organismo se esconden otras intenciones, como asegurarse impunidad frente a denuncias de corrupción, y al uso de la justicia como instrumento para imponer la lógica del miedo y mantener controlado cualquier intento de oposición. La justicia en las sociedades capitalista, así como en las estalinistas, debe entenderse como realmente es, un instrumento de poder, sin el cual quienes tienen obsesión por controlarlo todo se sienten vulnerables.
Con estos antecedentes, no sorprendería que a corto plazo juzgados y tribunales estén poblados de dóciles sirvientes del poder, dispuestos a defender sus cargos a costa de claudicar en sus principios. Si antes la ciudadanía se enfrentaba a rábulas sin escrúpulo que subastaban la justicia, hoy tendrá que afrontar algo peor, la politización de lo único que en teoría debería garantizar la convivencia armónica y la igualdad de los miembros de la sociedad. Recuperar ese bien, la institucionalidad y disipar las sombras que se ciernen sobre las libertades, es el desafío que todos debemos plantearnos como tarea urgente.