domingo, 24 de julio de 2011
El lobby otra cara de la corrupción
Apenas buscamos en la web sobre el significado de la palabra “lobby” aparecen miles de coincidencias relacionadas. Con muy pocas variantes las acepciones coinciden:
“Grupo de personas que intentan influir en las decisiones del poder ejecutivo o legislativo en favor de determinados intereses. Su denominación en castellano es “grupo de presión”.
“Personas que actúan cerca del poder para favorecer los intereses de determinado sector industrial o empresarial. Sus actividades entran en la franja de lo ilícito sólo si recurren al tráfico de influencias y al uso de información privilegiada”.
“Lugar donde personas o grupos negocian o presionan por intereses específicos a las autoridades”.
Y así podríamos continuar citando indefinidamente las acepciones que traen diferentes diccionarios, enciclopedia y publicaciones, todas coincidentes sobre un término de origen inglés que en definitiva se utiliza para determinar a personas o grupos de personas que se dedican a hacer contactos, influenciar y presionar en la toma de decisiones en el sector público.
A tal punto se ha generalizado esta práctica que países como España, Colombia y Chile, entre otros, están procesando, la reforma en unos casos, y en otros, la elaboración de leyes, que regulen esta actividad a fin de contar con una herramienta más eficiente para combatir la corrupción, de forma tal que el lobby sea un trabajo público sujeto a los órganos de control y a la vigilancia social. Sin embargo, existen otros como los Estados Unidos y la mayoría de países europeos, en donde el lobby se considera legal, a menos que se compruebe que algún funcionario ha incurrido en cohecho.
El lobbysta no tiene un perfil profesional específico, bien puede ser un abogado, un empleado público, un no profesional dedicado a los negocios, un político, un militar en retiro, o simplemente cualquier individuo que descubrió que la mejor forma de ganar dinero es generando necesidades, solucionando problemas, o induciendo a contratar, todo esto, con el Estado. Un “buen” lobbysta es alguien que no tiene preferencias políticas, pues debe moverse en todos los gobiernos; eso sí, ha de contar con una carpeta de contactos que incluya necesariamente a personas influyentes y autoridades de alto nivel. El trabajo de estos individuos se desenvuelve tanto en oficinas reservadas como en hoteles, restaurantes de lujo, o alguna discreta cafetería. En muchos casos requieren de un capital que les permita realizar gastos y mantenerse durante períodos relativamente largos de tiempo mientras concretan los “negocios”, cosa que es considerada como una inversión que esperan tenga luego una sustancial recompensa.
En nuestro país el lobby no tiene ningún control, por lo que cada vez es mayor el número de individuos dedicados a ello. Contrario a lo que ocurre en los Estados Unidos y Europa, en donde la presión e influencia que ejercen los lobbistas sobre congresistas y parlamentarios tiene como objetivo lograr la toma de decisiones, tratando de evitar la emisión leyes, o que éstas no afecten los intereses de las grandes transnacionales en aspectos tales como el comercial, medioambiental, farmacéutico, automotriz, o de seguridad, acá estas personas más bien orientan su acción de intermediación a la concreción de negocios con el Estado. Hasta hace poco el mayor número de lobbistas se vinculaba a los sectores hidrocarburífero, de defensa, seguros y telecomunicaciones. Hoy están en prácticamente todos los sectores, desde educación hasta obras públicas, salud, seguridad, energía, justicia, gobiernos autónomos, etc; así como en el Congreso y órganos de control. Otra diferencia entre el lobbista extranjero y el criollo, es que mientras los lobbistas norteamericanos y europeos -entre los que se cuentan expresidentes y exjefes de estado- reciben una remuneración anual, aquí estas personas ganan una comisión en función de los negocios que logran “cerrar”, lo que estimula las prácticas antiéticas, ilegales, e inclusive delictivas. De ahí que su acción muchas veces sea burda, pues van de Ministerio en Ministerio y de dependencia en dependencia, ofreciendo -a quien creen es el contacto clave- un “negocio” que puede incluir financiamiento externo si la entidad no cuenta con recursos, así como el suministro de bienes o la ejecución de obras, de cualquier clase, pues supuestamente tienen contactos en todas partes del mundo -desde la China, Taiwán, Rusia, o India, hasta en los países africanos- con toda clase de proveedores.
No obstante, quienes practican esta actividad, refieren que su trabajo es más o menos similar al de un vendedor o agente de negocios, que oferta determinados productos en base a las necesidades de la entidad ante la cual se hace el acercamiento. En otras palabras, para ellos, el lobbista es una especia de visionario que descubre necesidades que no han sido detectadas por la administración, y otras veces es un facilitador de recursos, de los que generalmente carece el Estado, a cambio de que la compra o la obra se la adjudique a quien el prestamista lo determine. Visto así, parecería que dicha actividad más bien es beneficiosa para el Estado. Sin embargo, el tema no es tan simple ni inocente como parece. En Latinoamérica, los lobbistas son comisionistas que reciben dicho “fee” por su intermediación o apertura de negocios, lo cual tampoco parecería ilegal, puesto que quien aparentemente asumiría el costo de dicha comisión sería la persona, natural o jurídica, nacional o extranjera, a quien se le adjudique el contrato.
Más en la realidad aquello que podría parecer un bien intencionado acercamiento para beneficiar al país, tiene un entramado de corrupción en el que se involucran en cadena una serie de funcionarios, generalmente del más alto nivel, de organismos, entidades y empresas públicas, a quienes a cambio de su visto bueno o aceptación del negocio, se les entrega un valor fijo o determinado porcentaje en relación al precio del contrato, amén de homenajes, regalos y viajes, con lo que se perfecciona el cohecho. Es que en la práctica estos negocios se convierten en negociados, los cuales se caracterizan por el incumplimiento de la normativa jurídica societaria, evasión de los procesos precontractuales de selección o licitación, exoneraciones tributarias, grandes sobreprecios, altísimos costos de financiamiento, costo final impredecible a causa de imprevistos e indexación de precios. A todo ello, agréguese que muchos de estos “negocios” devienen en incumplimiento de contratos y mala calidad de los bienes u obras; o lo que es peor, se erigen en grandes elefantes blancos que no prestan ningún servicio a la ciudadanía. De esta manera el lobbista que en principio parecía un inocente intermediario, se convierte en actor principal de una tramoya de corrupción que deviene en la comisión de varios delitos, entre estos, el de peculado. Dependiendo del monto de los contratos, la comisión o “fee” (como prefieren llamarla) que recibe el lobbista varía, así en tratándose de valores muy altos puede ser del 0,05% al 1%; en otros, dicho porcentaje incluso puede llegar al 5%.
Se conoce de algunos lobbistas que complementan su actividad realizando gestiones con la finalidad de evitar o desvanecer multas y glosas de algunos “clientes”, o influir en pronunciamientos que tienen el carácter de vinculantes en la administración, esto obviamente a cambio de un pago proporcional al beneficio que se consiga. También como una ramificación de esta labor se habla de la existencia de personas que se encargan de recopilar información y apropiarse de documentación comprometedora, para luego someter a chantaje a los involucrados y venderles la solución a sus problemas a cambio de altas sumas de dinero, emolumento que incluye su intermediación ante los órganos públicos para evitar sanciones. Negocio redondo en donde todos ganan: el investigado, el intermediario y el funcionario que se presta para tapar los entuertos. Sólo hay un perdedor: la sociedad.
Lamentablemente, en su actividad ilícita, el lobbista cuenta con un seguro que muchas de las veces funciona. Es que al haber recibido dinero o alguna otra especie por sus favores, los funcionarios públicos involucrados en actos de corrupción, no develan el nombre de los intermediarios, con lo que sus acciones gozan de impunidad y pueden continuar en su acción deshonesta y atentatoria al bien común. Esta práctica, tal como se la lleva, de ninguna manera puede decirse que esté amparada en las garantías constitucionales, ya que ninguna de ellas faculta el tráfico de influencias, la concusión, el cohecho, o el peculado
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