Un cuento de los denominados inéditos de Roberto Bolaño. Escrito cuando Bolaño tenía 30 años y vivía en Gerona, narra los apuntes, en forma de diario, del General chino Chen Huo Deng, militar y poeta en estado de convalecencia. "El contorno del ojo" podría considerarse una síntesis del estilo del notable escritor chileno.
Diario del oficial chino Chen Huo Deng,
1980.
Por Roberto Bolaño
Jueves. Una curiosa criatura parecida a una vaca
gigante pero que posee un pico de pato. Las palabras del periódico se ordenaron
como un acertijo infantil dentro de mi cabeza. Me levanté a las cinco de la
mañana. Después de lavarme descorrí la cortina: al fondo, en las escarpadas,
muy lejos de la aldea, unas fogatas me recordaron los campamentos militares de
mi adolescencia. Eran los carboneros. Más allá, hacia el oeste, entre bosques y
campos de cultivo, el tendido ferroviario y un tren iluminado a medias que se
perdía en la noche.
Martes. El comisario político de la aldea vino a
visitarme. Eran las siete de la mañana y la puerta estaba abierta. Debió
deducir que me hallaba despierto y entró. El hombre quedó sorprendido de
encontrarme sentado en el suelo, de cara a la pared, sin ninguna prenda de
vestir encima. Al volverme hacia él se puso a parpadear y musitó que lo sentía.
Le dije que no importaba. Mi rostro recién afeitado contrastaba con su cara
soñolienta. Luego dijo: buenos días camarada Chen, y se marchó. Me quedé un
instante escuchando sus apresurados pasos sobre el camino.
Jueves. Por la mañana estuvo conmigo el médico.
Me preguntó cómo me sentía. Le dije que escribía un diario. Dijo que hacía años
que había leído mis diarios de juventud. Le dije que el diario que ahora
llevaba no era para la imprenta. He escrito muchos diarios, le dije, la mayoría
fruto del cansancio, muletas para mi creación literaria. Dijo que comprendía
que los poetas escribiéramos mil palabras para librar una. Le dije que en mi
diario actual se libraba algo más y se rió sin comprender.
Viernes. Hoy ha habido ajetreo en la aldea. Por
la tarde un grupo de hombres y mujeres salió hacia el bosque que colinda con la
Granja; el resto del pueblo se reunió en la biblioteca y partieron después en
dirección a las escarpadas. Temí que fuera el único habitante que quedara en la
aldea. Me vi a mí mismo, solo en la casa y luego vi la casa confundida entre las
otras casas vacías. En la perspectiva había algo que iba mal. Salí al jardín a
fumarme un cigarrillo y a pensar; en la casa de enfrente se abrió una ventana y
una anciana a quien nunca antes había visto me sonrió. Permanecí allí bastante
rato; observé que las plantas crecían con inusitado vigor; al final del camino
un perro jugaba solo. Entrada la noche comenzaron a regresar los aldeanos. Casi
nadie hablaba, a excepción de los niños que parecían alegres y excitados.
Jueves. Por el camino principal de la aldea vi
venir al comisario político acompañado de tres niños. Los niños conversaban
entre ellos y de vez en cuando le dirigían la palabra al comisario. Pensé que
iban a la Granja. Camarada Chen, sonrió el comisario al llegar a la casa, pero
sin entrar, estos alumnos tienen que escribir una composición sobre tus libros,
explicó: sé amable con ellos.
Camarada, dijo uno de los niños, nuestro
trabajo de literatura de este mes versará sobre ti. Les dije que me halagaban,
cuidándome mucho de preguntarles si había sido idea de ellos o de la maestra.
Parecían unos niños muy serios. El comisario se marchó enseguida. Mientras mis
huéspedes se acomodaban en el cuarto me asomé a la ventana y lo vi alejarse por
el camino del pantano, la cabeza inclinada como si tuviera sobre sí un gran
problema. El gris del cielo parecía enfermizo, veteado de blanco, con
fosforescencias apagadas en la línea del horizonte.
Martes. Una curiosa criatura parecida a una vaca
gigante pero que posee un pico de pato ha sido vista repetidas veces desde el
mes de agosto en un lago volcánico cerca de la frontera con Corea. Algunos
trabajadores temporeros la han podido observar a 40 metros de donde se hallaba,
aunque no se sabe si es una especie acuática o anfibia, cómo vive ni por qué
este raro ser no ha sido visto antes del citado mes.
Miércoles. Vino a visitarme la maestra. Es una
muchacha de unos 20 años. Parece frágil, pero sus ojos son fuertes y mira de
una manera decidida. Hablamos poco. Los niños, la escuela, la biblioteca. Dijo
que era un honor para ellos que yo viviera una temporada aquí. Le dije que
estaba en la aldea por prescripción médica y luego añadí que había sufrido un
trastorno nervioso considerable, que había estado internado un mes en el
Hospital Militar de Nanning y que finalmente los médicos y mis superiores
habían llegado a la conclusión que lo mejor para mi salud era pasar un par de
meses en el campo, sin hacer nada. Dijo que ya lo sabía y que confiaba que me
recuperara pronto. Luego propuso dar un paseo. Al levantarnos tuve la sensación
imperceptible pero clara que estaba angustiada. Caminamos hasta una loma desde
la que se divisaba la Granja. De pronto sentí deseos de volver, de estar solo.
Le dije que prefería volver, que estaba cansado. Es normal, dijo ella. De
vuelta a casa permanecí hasta tarde recortando noticias de diferentes
periódicos.
Jueves. Wan. Un niño de 11 años de edad puede
ver con sus ojos, como si fueran rayos X, el corazón, los pulmones y cualquier
órgano interno del ser humano. Su nombre es Shie Zo Hue, vive en la ciudad de
Wan, en la provincia de Guizho, y su caso ha sido examinado por la Academia de
Medicina de la provincia de Hubel. El niño puede ver, por ejemplo, en qué
posición se encuentra el feto de una madre embarazada y en una ocasión adelantó
que había visto mellizos en el seno de una mujer y el resultado se pudo
comprobar poco después. Un grupo de investigadores científicos se ha servido
del niño para hacer radiografías que serían difíciles o peligrosas por otros
métodos. Shie Zo ya ha examinado en los últimos meses a 105 pacientes.
Martes. La maestra me invitó a cenar. Al llegar
a su casa encontré a cinco personas de las que sólo conocía al comisario
político y al muchacho que baja a la ciudad tres veces a la semana en la
camioneta del pueblo. Fui recibido con efusivas muestras de alegría. Durante la
comida hablaron de cuestiones agrícolas. Uno de los comensales, una campesina
de la Granja, dijo repetidas veces “se inunda el valle“. No supe, pese a la
atención que presté a su conversación, a qué se refería. Después de la comida
la maestra me llevó aparte; salimos al jardín y me preguntó qué pensaba de la
guerra. Permanecí callado, estudiándola; sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Detrás de ella las colinas eran una mancha negra debajo de la luna creciente,
pero al mismo tiempo era una mancha móvil, inestable. De improviso sentí que no
estábamos solos: los otros se habían asomado a la ventana y desde allí nos
miraban con sonrisas heladas que se aproximaban demasiado a la piedad.
Martes. Me desperté a las cuatro de la mañana,
sudando y con fiebre. Salí a caminar, la aldea estaba dormida y sólo se
escuchaba el ladrido de un perro por el camino de la Granja. Me dirigí a la
biblioteca; ésta tenía la puerta cerrada pero sin llave, como parecía ser costumbre.
Encendí una pequeña lámpara, busqué papel y lápiz y me puse a escribir. Al cabo
de una hora tenía sueño, pero permanecí un rato más hasta terminar el bosquejo
de mi informe. Después apagué la luz, dejé todo tal como lo había encontrado y
regresé a casa. Dormí hasta las nueve de la mañana. Me despertó el muchacho que
regresaba de la ciudad para entregarme los periódicos.
Domingo. Pekín. Tres personas murieron pisoteadas
por la multitud y otras diez resultaron heridas al final de un festival de
música moderna celebrado en Pekín hace dos días con motivo de la “Fiesta de la
Luna“. Hoy se reveló que la empresa encargada del parque de Beihai, donde se
celebró el festival, cometió graves irregularidades que propiciaron el
accidente. El recinto estaba preparado para recibir 25.000 personas, pero la
administración del parque vendió exactamente hasta 50.240 entradas e invitó a
otras personas, hasta completar la cifra de 60.000.
Domingo. Hoy me encontré con la maestra. Era
mediodía y yo estaba desde muy temprano leyendo en un claro del bosque cuando
ella apareció precedida por unos cuarenta niños. Se sentó conmigo -en el claro
hay bancos de madera construidos por los aldeanos- mientras sus alumnos se
dedicaban a buscar hojas y musgo. Parecía cansada. Me preguntó qué leía. Se lo
dije; luego permanecimos en silencio, ella evitaba mirarme. De pronto, sin
levantar la vista, me preguntó cómo era la guerra. Es muy dura, le dije. Muere
gente. Cuando me miró comprendí que estaba agradecida por lo que había dicho.
Volvimos juntos, entre la algarabía de los niños, yo sin comprender nada. Al
llegar a la puerta de mi casa nos despedimos. Sonreía, algunos pelos se le
habían pegado en la frente. Me quedé inmóvil hasta que la vi desaparecer,
primero las piernas, luego la cintura, los hombros, la cabeza.
Sábado. Es
de noche. Desde mi ventana veo los fuegos en las escarpadas. Me pregunto
quiénes son los carboneros, de qué aldea, y a manera de respuesta imagino una
planicie blanca. La maestra tuvo un comportamiento extraño esta tarde. Yo daba
un paseo en bicicleta y ella venía con un grupo de gente por el camino del
pantano. Al llegar junto a ellos algunos campesinos me advirtieron que no
siguiera, que el camino era peligroso para andar en bicicleta. Les pregunté de
dónde venían. Contestaron que del maizal que hay junto al pantano. Les pregunté
si eso era posible, cultivar maíz junto a un pantano y dijeron que sí. Mientras
hablábamos la maestra rehuyó mi mirada y al decidirme a volver con ellos se
retrasó intencionadamente del grupo junto con otras dos muchachas. Al cabo de
un rato de caminar volví la cabeza y en el otro extremo sólo vi dos siluetas.
Iba a preguntar a los otros dónde estaba la maestra cuando observé que uno de
los campesinos llevaba guantes. Este descubrimiento me trastornó hasta el punto
de impedirme decir nada más durante el resto del trayecto. Ahora es de noche y
tal vez un día de estos me decida a visitar las escarpadas. Los fuegos son
minúsculos. En ocasiones, sin embargo, su brillo es cegador.
Lunes. En la Granja todo el mundo estaba
trabajando menos el muchacho de la camioneta. Me senté junto a él en el galpón
y le ofrecí cigarrillos. Al terminar de fumar dijo que esta tarde iría a la
ciudad, por si tenía algún encargo que hacerle aparte de los periódicos que me
envían de Nanning. Le dije que no necesitaba nada. De acuerdo, dijo, un
verdadero revolucionario es aquel que puede abastecerse en la cooperativa de su
propio pueblo. Lo dijo sonriente, con algo de burla. Le respondí que este no
era mi pueblo. Eso tiene mayor mérito, dijo. Me hubiera gustado sonreír pero no
lo hice. Después de un rato me preguntó si sabía qué árboles eran los que
crecían junto a la cerca. Le dije que eran almendros. Me miró con una sonrisa
radiante y después me dijo que sí, en efecto eran almendros. Por un instante
quedé desconcertado, luego sostuve con calma su mirada hasta que desvió los
ojos. Alguien hizo sonar una taza de latón y escuché una voz detrás de mí que
decía son las diez de la mañana.
Jueves. Algunos científicos se han instalado en
la zona atraídos por el fenómeno y un campesino llamado Lai Jui Hua la
describió en los siguientes términos: “Tiene la boca como la de un pato y la
cabeza como la de una vaca, pero mucho más grande. El cuerpo también es enorme
y se mueve dentro del agua provocando unas olas similares a las que producen
las barcas”. He despertado con fiebre. Durante mucho rato he permanecido
sentado en la cama, los ojos fijos en un punto de la pared, intentando no
pensar en nada. Por el tórax me corrían hilos de sudor y sentía las tetillas
frías como si me hubieran aplicado hielo.
Martes. Tengo fiebre, sin embargo procuro quitarle
importancia. Mientras escribía, el comisario ha venido a invitarme a una
reunión de carácter político que se celebrará después de una comida campestre.
Le he preguntado, un tanto molesto por haber sido interrumpido, si en esta
aldea solían celebrar las reuniones después de comer en el campo. Ha titubeado
y después me ha dicho que sí. Una curiosa costumbre, murmuré, y él me ha
confesado que desde antes de la Revolución Cultural lo hacían así. No me he
comprometido a nada y al irse el comisario he seguido escribiendo.
Jueves. Han venido a visitarme dos mandos
militares de la ciudad. Eran jóvenes y estaban nerviosos. Les rogué que se
sentaran y me excusé de no tener nada que ofrecerles. Ellos sacaron una botella
de vino y una de aguardiente que traían de regalo. Abrimos la botella de
aguardiente; me trataron con deferencia y demostraron haber leído mis poemas.
Uno de ellos también escribía y parecía tener talento a juzgar por los versos
que recitó. De pronto me di cuenta que había olvidado quitar los recortes de
periódico de la mesa e inevitablemente éstos atrajeron su atención. ¿Qué
significado tiene esto?, preguntaron sonriendo. No lo sé, dije, son noticias
que recorto. No insistieron y al cabo de un rato hablábamos de otras cosas.
Jueves. Por la noche, antes de dormirme, saco por unos
instantes los recortes y los alineo sobre la mesa. Luego me siento delante de
ellos y los contemplo. Escucho apenas el vehículo de los militares que vuelven
a Nanning. “El Youjiang va crecido este año”, dijo uno de ellos al despedirse.
¿Qué significado tiene esto, en realidad? El monstruo tiene pico de pato, leo.
Esto no puede asombrarme ni maravillarme, sin embargo intuyo que detrás de
estas palabras hay algo que puede provocarme una emoción aún mayor. Por momentos tengo
la certeza de encontrarme sobre la pista, por momentos creo que sólo estoy
enfermo.
Martes. Wu Yunquing, de 142 años de edad,
residente en Quinghuabian, provincia de Shaanxi, pasea en bicicleta por las
calles de su ciudad natal. Para Wu, el secreto de su longevidad radica en su
optimismo, el ejercicio físico y una forma de vida moderada. Según él, esta
moderación incluye cuatro o cinco horas diarias de sueño y, a ser posible, sentado.
Recorto también la foto: en ella aparece un anciano de barba blanca, montado
sobre una bicicleta, observando la cámara fotográfica.
Miércoles. He asistido a la comida campestre y
luego a la reunión. La comida fue abundante, hubo vino y muchos brindis.
Después hubo dos oradores, el comisario político y una campesina que trabaja en
la Granja. La charla de esta última fue curiosa, la traía escrita y tenía por
título “¿Qué hacer cuando la lluvia nos sorprende en el camino?” A medio
discurso, plagado de lugares comunes, de reiteraciones y descripciones
minuciosas de herramientas y ropas de trabajo, me dormí apoyado sobre el tronco
caído de un árbol. En determinado momento, a mi sueño llega su voz que dice que
la persona que se viera asaltada por la lluvia debía cavar un hoyo, meterse
dentro y luego cubrirse de tierra. Desperté sobresaltado. Nadie me observaba
salvo el comisario político; su rostro era una extraña mezcla de ironía y
miedo. Cuando la campesina finalizó su discurso esperó a que yo aplaudiera para
hacerlo él.
Jueves. Sobre los incidentes del parque Beihai: El jefe de
seguridad de la zona había advertido a los responsables del parque que vender
más entradas de las autorizadas podría provocar desórdenes…Algunas canciones de
la última moda interpretadas en inglés provocaron fuerte emoción en el público
juvenil… Los espectadores salieron del recinto atropelladamente y alrededor de
60 personas fueron pisoteadas…Entre los diez heridos, cuatro se encuentran
graves.
Jueves. El
militar más joven, el poeta, dijo que la realidad era la cultura. Yo miraba por la ventana el
movimiento apenas perceptible de la aldea. Por la calle principal se alejaban
dos niños llevando algo entre los brazos; por el otro extremo venían dos
mujeres arrastrando una carretilla; hablaban en voz alta, se reían. El otro
oficial dijo algo acerca de armas bacteriológicas. No le presté atención, sólo
recuerdo haber asentido mientras un ligero corrimiento, allá lejos, en las
escarpadas, cautivaba mi interés. Fue algo así como si empujaran hacia un lado
el paisaje y metieran en el hueco otro exactamente igual, pero nuevo. Por la
noche fui a la casa del comisario. Vive con su mujer y cinco hijos, todos
menores de diez años. Le pregunté qué clase de asamblea había sido la de ayer.
Su mujer me miró como si los hubiera amenazado de muerte. El comisario dijo que
no había sido una asamblea sino una fiesta. Al recordarle que por la tarde
todos habían trabajado, añadió que se trataba de una fiesta menor. La tradición,
dijo, es celebrarla durante media jornada, con una comida colectiva.
Viernes. A
las doce de la noche, cuando terminaba de leer un libro de divulgación
científica y me disponía a revisar mis recortes de periódico, llamaron a la
puerta. Permanecí sentado, quieto, no quise responder. Volvieron a llamar, muy
débil, como si no quisieran molestar. Recuerdo haber cerrado los ojos, haber
deseado que quienquiera que fuese creyera que no estaba, aunque la luz
encendida me delataba. Después la puerta hizo un sonido de alambre al abrirse y
unos pasitos menudos se deslizaron hasta detenerse a pocos metros de donde yo
me hallaba. Abrí los ojos: la maestra apagó la luz y se desnudó sin decir una
palabra. A tientas, guardé los recortes, dejé la carpeta sobre la mesa, descorrí
la cortina, me dirigí con cuidado hacia el lecho. Sus senos eran pequeños y
anchos y sollozó mientras la penetraba. Después estuvimos abrazados en la
oscuridad hablando de cosas sencillas, los problemas de la escuela, la
biblioteca -insistió en saber mi opinión sobre ésta-, los niños, la Granja, los
carboneros que trabajaban de noche. Al llegar a este punto le pregunté por qué
trabajaban de noche y no supo responderme.
Viernes. El muchacho de la camioneta llega a las
ocho de la noche de Wuming. Me acerco a él para que me entregue los periódicos.
Su semblante está pálido y demacrado. Con una sonrisa me dice que está enfermo.
Le pregunto si ha ido al médico y dice que sí. Tiene diarrea y fiebre. Le digo
que no debería conducir en ese estado. Responde que ahora se irá a la cama,
apenas deje de conversar conmigo. Por la noche trabajo en la biblioteca hasta
la una de la mañana. Al salir tengo la sensación de que el pueblo está vacío. A
medida que camino la sensación se hace más intensa, así como el deseo de entrar
en algunas casas y comprobarlo. Sin embargo, soy capaz de controlarme, de
llegar hasta mi casa, de desnudarme, de pensar. Sábado. Durante la
mañana revisé los recortes. El niño de Wan, el monstruo del lago, el anciano que pasea en
bicicleta, los incidentes del parque de Beihai. ¿Qué tienen en común estas
noticias? He recortado otras, pero las recurrentes, las que vuelven a mi
memoria como señales rojas, sólo son estas cuatro.
Jueves. El oficial habló de armas
bacteriológicas. Le pregunté a qué clase de armas se refería. Al mirarme, su
rostro se desdibujó como si una niebla azul lo envolviera. Pensé: camarada,
estás desapareciendo.
Viernes. Debo mantenerme firme. Por la mañana
vino a visitarme el médico. Su marcha coincidió con la llegada de la maestra.
Escuché cómo se saludaban en la puerta y luego un largo silencio donde acomodé
ambos rostros, inexpresivos, débiles. Al llegar a la habitación la maestra dijo
que me encontraba bien. Le pregunté por qué creía eso. Respondió que el medico
había dicho que mi salud era buena; además, ella sabía que escribía a diario,
un excelente síntoma.
Sábado. Por la tarde un primer grupo de aldeanos
salió por el camino de la Granja. Poco después salió otro grupo por el camino
de las escarpadas y el pueblo quedó prácticamente vacío. Esta vez quise saber
adónde iban y decidí seguir al segundo grupo, por lo que cogí una bicicleta que
alguien había dejado junto a la cooperativa y pedaleé en dirección a las
escarpadas. Al llegar al primer recodo comprendí que no les daría alcance: en
algún momento habían abandonado el camino y ahora, para alcanzarlos, debía
volver atrás y encontrar el punto por el que se habían desviado. Me pareció
inútil y regresé a la aldea. Al pasar por mi casa la anciana que vive enfrente
abrió la ventana y sacó la cabeza como si intentara atrapar algo con la boca.
Supe, recién entonces, que era ciega. Dejé la bicicleta adonde la había tomado
y volví andando.
Lunes. El volcán hizo erupción tres veces entre
1597 y 1702 y las repetidas lluvias y la nieve convirtieron su cráter en un
lago de 10 kilómetros cuadrados y 373 metros de profundidad. Según han
manifestado los trabajadores que conocen la zona, la abundancia de
microorganismos en el lago puede muy bien ser la causa de que en él vivan
animales acuáticos. Las plantas del jardín dan la impresión de una inmovilidad
perfecta. Pensé en la bicicleta de Wu Yunquing, en su barba blanca, casi
postiza. Nacido en 1838. El día está cargado de nubes oscuras, hace calor. Por un momento he
creído que los recortes se proyectaban sobre las escarpadas. He cerrado
los ojos; la imagen ha tardado en diluirse. Algunas personas afirman que Shie
Zo habitualmente ve a todas las personas desnudas debido a la fuerza de sus
ojos. De pronto comienza a llover y sé entonces que soy el único que presta
atención a lo que está ocurriendo. Esto puede ser el fin, pienso. Entonces la
lluvia cesa.
Lunes. Nunca podré establecer una relación entre
los recortes; ¿de qué manera se prolonga la extraña criatura del lago
con los disturbios del parque Beihai?¿En qué medida el portento visual del niño
de Wan es el de la misma naturaleza que da la larga vida de WuYunquing? Sólo sé
que suceden cosas extraordinarias. Mientras el militar más joven recitaba algo
de Mao Dun observé que la vida en la aldea era idéntica a sí misma. La maestra
salía de la escuela rodeada de niños y miraba en dirección a mi casa, sin
verme. La camioneta de la aldea permanecía aparcada junto a la cooperativa. Más
lejos jugaban dos cachorros de perro, y un niño, con una pala en la mano, los
observaba. El color del cielo nuevamente era gris y por el lado de las
escarpadas exhibía unas franjas fosforescentes, repugnantes, como si esa parte
del cielo estuviera leprosa. Sin perder la sangre fría corrí hacia el patio
trasero y vomité. Sentía una profunda piedad imprecisa. Los oficiales salieron
en mi búsqueda e intentaron llevarme al baño, pero no lo permití. Me bastó
mirarlos, con los labios aún manchados de bilis, para que no avanzaran un paso
más. Después mentí: he perdido la costumbre de beber, dije.
Lunes. No estoy enfermo. Mi nombre es conocido en las
provincias de mi país. Tengo 45 años y desde los 15 sirvo en el ejército. He
recibido múltiples condecoraciones. A los 25 años publiqué mi primer libro y
desde entonces mi producción literaria ha sido ininterrumpida. Soy sano y
fuerte, me he demostrado que puedo resistir el hambre y el dolor. Durante seis
años residí en Vietnam donde fui consejero del ejército popular en la lucha
contra los imperialistas y sus lacayos. Viví en Hoa Binh y Phat Diem; en 1971 fui
herido en una aldea cercana a Phu Dien Chau y retorné a mi país. En 1979,
durante el conflicto bélico chino-vietnamita, combatí contra mis antiguos
aliados. Mi división estaba acuartelada en Jinxi y yo pertenecía al estado
mayor. Al terminar la guerra fui destinado a Ningming, cerca de la frontera y,
al poco tiempo enfermé. Estuve en el Hospital Militar de Nanning donde mi
recuperación fue rápida; luego, por deseo de los médicos y con el beneplácito
de mis superiores, fui enviado a esta aldea para descansar.
Viernes.
Desde las cinco de la mañana hasta las doce he permanecido sentado en el suelo,
desnudo, intentando pensar. Es difícil; a veces el cuerpo parece un agujero y
todo lo demás, las ideas, las palabras, los descubrimientos, se asemejan a las
joyas, hermosas pero innecesarias. Si tuviera tiempo, conjeturé, me gustaría
trasladarme a Pekín e investigar a fondo los incidentes del parque Beihai. Una
sola pregunta: ¿quiénes autorizaron la venta de entradas? ¿Y para qué? Esta
segunda pregunta, por supuesto, podría contestarla si pudiera interpretar
correctamente los recortes.
Sábado. Salí por la mañana. Conseguí una bicicleta en el
taller de la Granja y partí de inmediato. El muchacho de la camioneta me vio
abandonar el pueblo y gritó algo inaudible. Me volví a mirarlo, no me detuve.
Corrió un trecho detrás de mí pero al cabo de unos minutos abandonó; por el
espejo retrovisor alcancé a ver que me decía adiós con los brazos. Pedaleé
durante unas tres horas en dirección a las escarpadas y me detuve a descansar.
Estaba empapado de transpiración pero me sentía bien. La bicicleta era vieja y
tenía el cuadro oxidado, pero aguantaría; era pesada y resistente, de las
construidas hace mucho. A mediodía llegué a una colina escasa de vegetación
desde donde vislumbré una aldea. Saqué los prismáticos y enfoqué las calles
durante un rato. Ni una sola persona, ni un solo movimiento. Un kilómetro más
adelante el camino se bifurcaba. Una senda, casi techada por el bosque, llevaba
a la aldea; la otra seguía hacia las escarpadas. Noté la ausencia de sonidos,
la quietud que parecía colgar de las ramas más altas de los árboles. Pensé
textualmente: la quietud cuelga de una rama, y tuve un acceso de desmayo. Me
sostuve, perplejo, como si estuviera en un bosque de adivinanzas y no debiera
perder el buen juicio. Al cabo volví a montar en la bicicleta y me alejé en
dirección a las escarpadas.
Martes. La
maestra vino a mediodía. Traía composiciones que sus alumnos habían realizado
sobre mi literatura. Me las extendió, sonriendo, y esperó a que las leyera.
¿Qué te parecen? Camarada, le dije, me dan ganas de llorar. Pues llora, dijo
ella. Nos desnudamos e hicimos el amor. Después ella dijo riendo que nunca lo
había hecho a esa hora. Por el marco de la ventana vi un cielo gris, de un brillo
opaco, y pensé que era extraño que no me estremeciera.
Martes. Al caer la noche la maestra volvió a
casa. Comimos juntos, lavamos los platos, nos sentamos a trabajar en la misma
mesa; ella preparaba sus clases y yo escribía los últimos párrafos de mi informe.
En el silencio de la medianoche escuché pasos de gente que iban a la casa
vecina. Le pregunté qué ocurría. Dijo que la anciana ciega estaba enferma. A
los pocos minutos el silencio se había restablecido. ¿Era el médico?, pregunté.
No, dijo, el médico vive en Wuming, era gente del pueblo. Me acosté pensando en
la vieja. Por el hueco de la cortina veía a la maestra inclinada sobre la mesa.
Cerré los ojos y sonreí, los niños habían escrito “optimismo y confianza en el
futuro”. Intenté recordar, ignoro por qué razón , el rostro del joven oficial y
poeta, y en su lugar aparecieron las siluetas de los niños que rodeaban al
comisario político al final del camino. Cuando la maestra vino a la cama me
había dormido. Temblaba, me contó ella al día siguiente. Me sentía feliz.
Viernes. Me desperté a las seis de la mañana. Le
dije a la maestra que no debería haber sido fácil para los aldeanos mi estancia
aquí. Me miró sorprendida. No, dijo, los campesinos son generosos. Sólo temían
que no te sintieras bien. Me siento bien, le dije. Antes de marcharse me
acarició una mano. No me moví de la puerta hasta que la vi desaparecer por una
calle lateral. Por todas partes se veía gente trabajando. Salí al patio trasero
y me bañé con baldes de agua fría. Sentí deseos de cantar. Por supuesto, no lo
hice.
Sábado. A las seis de la tarde avisté otra
aldea. Desde un árbol estuve observando el pueblo con los mismos resultados que
en el anterior. Era curioso, a mi derecha crecía un rumor de río, como si el
Youjiang se hubiera salido de madre, aunque yo sabía que el Youjiang estaba por
lo menos a 25 kilómetros a mi izquierda. El calor era insoportable y presagiaba
tormenta. Esta vez resultaba inevitable pasar por el pueblo, a menos que lo
rodeara, pero en este caso tenía que abandonar la bicicleta. Entré lentamente,
a vuelta de rueda, temeroso de perturbar el silencio reinante. Cuando dejaba
atrás la primera casa comenzó a llover. Casi al instante el agua formó una
cortina tan densa que impedía cualquier atisbo de visibilidad. Dejé la bicicleta
apoyada junto a un bebedero y entré corriendo en la vivienda más cercana. No
fue necesario tocar, la puerta estaba abierta y un sólo vistazo me bastó para
comprender que allí no vivía nadie. Cuando la lluvia amainó penetré en las
otras casas: todas estaban vacías desde hacía mucho. Me senté en el suelo, bajo
el alero de una de las chozas, y esperé. Había anochecido cuando decidí seguir
adelante. Al ir a buscar la bicicleta observé que en las escarpadas ya estaban
las primeras fogatas de los carboneros. ¿Carboneros en la provincia de
Kuangsi?, ¿después de la lluvia? Saqué los prismáticos y enfoqué hacia arriba.
Los fuegos apenas parpadeaban. Me sentía afiebrado, no obstante seguí.
Sábado. Dos kilómetros más adelante el camino
terminaba junto a un pozo. Alrededor del pozo habían limpiado una especie de
explanada y en ambos lados habían bancas de madera, enmohecidas, con respaldos
labrados con motivos florales. Me senté en la de la izquierda. Sabía que a mis
espaldas los fuegos crepitaban aunque no pudiera oírlos. El rumor sordo del río
se imponía a cualquier otro sonido.
Domingo. La tonalidad del cielo es la misma de
ayer y de los días pasados. Por la mañana estuve sentado en el jardín, con un
libro en las rodillas, mientras los campesinos marchaban a trabajar a la Granja
o al pantano y horas después volvían de la Granja y el pantano y se saludaban
al encontrarse o se detenían a hablar. A las cinco de la tarde vino puntual el
muchacho de la camioneta a entregarme el paquete de periódicos. Cuando ya se
iba le pregunté si se había recuperado; me miró sonriendo, sin entender. ¿Estás
sano, ahora?, le grité.¡Sí!, dijo, y la camioneta se alejó camino abajo.
Domingo. No he abierto el paquete de periódicos.
Sé que encontraría noticias que recortar y ya no importa. Alguien se encargará
de quemar los recortes que he guardado y mi diario. Tal vez alguien se adelante
y no permita que eso suceda. Sospecho que ambas posibilidades tienen
más de algo en común.
Lunes. Me
disponía a dar un paseo cuando llegó el comisario. Le dije que quería caminar,
que si a él no le molestaba podíamos dar un paseo juntos. Aceptó encantado.
Tomamos el camino de la Granja hasta llegar al bosque. Dígame, le pregunté,
cómo se llama esta bosque. El comisario sonrió con timidez. No tiene nombre,
dijo. Nos sentamos a hablar en el claro. La conversación fue parca. El
comisario miraba beatíficamente las ramitas esparcidas en la tierra mientras yo
buscaba las ramas más altas, los pedazos inseguros de cielo. Casi un símbolo,
medité. Al anochecer volvimos a paso lento a la aldea.
Lunes. Me asomé a la ventana de la casa vecina.
La oscuridad no era total y pude ver a la anciana sentada en una silla mientras
un niño vigilaba la sartén sobre un hornillo de leña. Buenas noches, dije, me
alegra verla repuesta. ¿Quién es?, dijo la anciana. El niño miró sonriendo y
después siguió atento a lo que cocinaba. Mi nombre es Chen Huo Deng, dije. Ah,
el soldado, suspiró ella. Soy una vieja asmática pero no puedo morirme todavía.
Eso está bien, dije.
Lunes. Sobre la mesa he dejado en orden todo cuanto
he escrito estos días. Aquí está mi informe atrasado y cinco poemas. Sobre la
mesa quedará asimismo este diario. No oculto nada. (Además, sería inútil.)
Junto a mis papeles he dejado una breve nota señalando que éstos deben ser
entregados al estado mayor del ejército, en Nanning. La casa, que tan
amablemente me fuera prestada por el comité del partido de esta aldea, la
devuelvo en las mismas condiciones en que me fue cedida. Por lo demás, todo lo
que tengo es del Ejército. Ahora saldré a caminar, ya ha pasado medianoche,
hasta llegar al bosque. Espero tener la paciencia de buscar una rama alta y
resistente, escondida en el follaje, y colgarme.