En el año 2008, la Asamblea
Constituyente dio a luz la Ley Orgánica del Sistema Nacional de Contratación
Pública en reemplazo de la obsoleta ley vigente hasta entonces. El entusiasmo con
que el oficialismo celebró ese hecho, hacía pensar que se había descubierto el
antídoto contra la boyante corrupción imperante en todo el ámbito de la
contratación pública. Corrupción generalizada, institucionalizada y socialmente
aceptada. El país, en general carente de reconocimiento internacional, había
logrado ubicarse en los primeros lugares del ranking de corrupción de
Latinoamérica. Solo nos ganaban Venezuela, Paraguay, Honduras y Nicaragua.
Todos ellos, incluido Ecuador, dirigidos por gobernantes 'revolucionarios'.
Pues sí, la corrupción había infectado
todas las instancias públicas, desde tenencias políticas, comisarías, policía,
juzgados, aduanas, ministerios, etc, etc, hasta las grandes empresas petroleras,
eléctricas, y de telecomunicaciones. ¿Quién no escuchó alguna vez que los
contratistas debían pagar 10, 15, 20 por ciento, o más, del valor de los
contratos al afortunado directivo al mando de la institución estatal
contratante -sin contar posteriores pagos a fiscalizadores y financieros-?
Esto, cuando no se entregaban a ellos mismos los contratos mediante ingeniosas
formas de asociación con profesionales inescrupulosos, o a empresas constituidas
a nombre de testaferros
Esta situación, insostenible e incompatible
con los principios del nuevo gobierno revolucionario, en cuyos postulados se
destacaba la transformación ética del país, motivó la urgente contratación de
consultorías para la elaboración de una nueva ley de contratación pública; la
cual, en honor a la verdad, resultó casi un clon de la chilena. Sea como sea,
bien diferente a la anterior, con conceptos y procedimientos innovadores. El
internet sería la herramienta a través de la cual todos podrían ver los
procesos y participar en las compras del estado. ¿Habría algo más transparente
que eso? Claro que no. Por fin, la contratación pública dejaría de ser un sucio
y oscuro negocio pactado a puerta cerrada para ventilarse a la vista de todos
en la web. Tan novedosa era la ley que apenas puesta en vigencia aparecieron
docenas de ‘especialistas’ que no se daban abasto para atender los pedidos de
capacitación. Asimismo, en menos de lo que canta un gallo se imprimieron unos
cuantos libros, en donde sus autores trataban de desentrañar los vericuetos
legales para facilitar el trabajo de la burocracia.
Así las cosas, la mayoría de ciudadanos
–entre los que me incluyo- pensamos que los procedimientos a ejecutarse a
través del portal electrónico no dejaban ninguna posibilidad para subterfugios
que permitieran actos de corrupción por parte de aquellos que ven la función
pública como botín político. Más, para nuestra decepción, pronto se hizo
evidente que la nueva ley tenía, no uno, sino varios bypass que permitían
evadir los procedimientos regulares. Los más utilizados: la declaratoria de
emergencia y el proveedor único. Bastaba que la máxima autoridad considere
emergente la adquisición o ejecución de algo para que la contratación se haga
sin concurso; es decir, seleccionando al contratista ‘a dedo’. Lo mismo pasaría
de tener determinado bien un solo proveedor.
Para fortuna de la selecta
corporación de iluminados que dirigen las instituciones públicas, el propio
gobierno se encargó de declarar ad eternum la emergencia en casi todos los
sectores y en todo el país. Así, infraestructura vial, construcción y
equipamiento de hospitales y centros de salud, adquisición de medicinas, infraestructura
y equipamiento destinado a seguridad, compra de energía y equipos de generación
eléctrica, obras y equipamiento para telecomunicaciones, para la explotación
hidrocarburífera, para hacer frente al invierno, a la sequía; el deporte y
hasta el mal carácter de los volcanes, todo, sería susceptible de ser solventado
declarando la emergencia. Curiosamente el concepto de emergencia, contrario al
precepto constitucional y legal, sufrió las más antojadizas interpretaciones
por parte de las administraciones central y seccional. Cualquier hecho
accidental, como la caída de la indispensable fotocopiadora, la paralización de
un ascensor, la rotura de ventanales, el choque de un conductor ebrio contra un
poste de alumbrado público, podría ser considerado emergencia. Incluso se ha llegado
a declarar la emergencia con anticipación a los acontecimientos naturales, por
‘prevención’. Ahora se entienden las razones para impedir, como en efecto se logró,
que el órgano de control y la Procuraduría se abstengan de emitir informes
previos a las contrataciones.
Pero a más de las emergencias,
están exentos de los procedimientos precontractuales, y por tanto, sujetas al
buen criterio de las partes, nueve casos de contrataciones que la ley denomina
de ‘régimen especial’. Entre otros, las compras de medicinas por el seguro
social, las calificadas por el presidente necesarias para la seguridad interna
y externa del estado, las relativas a actividades de comunicación, de asesoría
y patrocinio jurídico, las compras de repuestos y accesorios para maquinarias,
las que celebren las entidades del estado con entidades o empresas de derecho
público de la comunidad internacional, no necesitan seguir los procedimientos
comunes. En otras palabras, las contrataciones más onerosas -una sola de las
cuales puede superar con exceso a cientos de otras sujetas a la reglamentación
legal- gozan de licencia para hacerse discrecionalmente ante la mirada
contemplativa del órgano rector en la materia, el cual carece de facultad legal
para impedir la consumación de irregularidades.
Más, ni siquiera los
procedimientos sujetos a la ley y su reglamento están exentos de ser
aprovechados por la viveza criolla que está al asecho para beneficiarse y sacar
partido de las compras de menor cuantía, de ínfima cuantía, y aún otras, a las
cuales simplemente se les asigna características que solo cumplen determinados
bienes. Bien decía un alegre y desfachatado contratista: “solo los giles
concursan”. Pero si lo anterior causa repudio ¿qué decir de las monumentales
obras que se ejecutan con créditos otorgados por capitales asiáticos, que se
pagan con hidrocarburos, con altos costos financieros, y se ejecutan a través
de empresas del mismo estado otorgante del préstamo? Igualmente, no dejan de
sorprender las adjudicaciones millonarias a empresas extranjeras con las que
determinadas empresas públicas parecería estan ‘casadas’.
No contentos con esto, se han
escuchado voces que pretenden que entre las próximas reformas a realizarse en la ley, se
incorpore una, por la cual, también estarían exentas de los procedimientos
licitatorios comunes las contrataciones de bienes y servicios relacionadas con
el giro específico del negocio de las empresas públicas. Lo que quiere decir
que todas las compras de equipos y materiales, así como la contratación de
servicios relacionados con: la exploración y explotación hidrocarburífera,
de telecomunicaciones, electricidad, minería, etc., en el futuro se podrían hacer
de forma directa.
Está claro que la corrupción y el
despilfarro de recursos en el sector público no se neutraliza con nuevas leyes,
ni creando instituciones con pomposos nombres que hacen alusión a la
transparencia y el control, pues al mismo tiempo que se redactan las leyes
también se escriben las trampas para evadirlas. No pocos directivos pensarán
que si se permite el gasto descontrolado en cosas superfluas, suntuarias,
viajes, talleres improductivos, consultorías inútiles, propaganda política…
también les estará permitido aprovechar las facilidades que brinda la ley para
hacer buenos negocios, más cuando hasta hoy el gobierno no ha implantado -ni
parece que lo hará- una metodología de seguimiento y evaluación, que mida la
eficiencia, la calidad del gasto y su impacto. ¿Será que la enunciada ‘revolución
ética’ no está entre sus prioridades? Aparentemente es así, ya que la educación
en valores, pilar sobre el que debe sustentarse cualquier intento por cambiar
el comportamiento ciudadano parece no tener cabida en el sistema
educativo.
¿Y las veedurías que
supuestamente se iban a impulsar como parte del control social y la participación
ciudadana? Pues no se conoce de una sola -ni siquiera las relativas a las
grandes inversiones en los proyectos estratégicos- que haya sido impulsada por
el gobierno para vigilar que estos procesos cumplan con los principios de legalidad,
transparencia, concurrencia y, oposición, básicos para asegurar un mínimo de
idoneidad en toda contratación.
Sin embargo, contrario a lo que
ocurre en la práctica, la perorata oficial continúa repitiendo el discurso anticorrupción,
aunque cada vez son menos los que creen en él.
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