sábado, 13 de abril de 2013

La ley al servicio de la corrupción


En el año 2008, la Asamblea Constituyente dio a luz la Ley Orgánica del Sistema Nacional de Contratación Pública en reemplazo de la obsoleta ley vigente hasta entonces. El entusiasmo con que el oficialismo celebró ese hecho, hacía pensar que se había descubierto el antídoto contra la boyante corrupción imperante en todo el ámbito de la contratación pública. Corrupción generalizada, institucionalizada y socialmente aceptada. El país, en general carente de reconocimiento internacional, había logrado ubicarse en los primeros lugares del ranking de corrupción de Latinoamérica. Solo nos ganaban Venezuela, Paraguay, Honduras y Nicaragua. Todos ellos, incluido Ecuador, dirigidos por gobernantes 'revolucionarios'.

Pues sí, la corrupción había infectado todas las instancias públicas, desde tenencias políticas, comisarías, policía, juzgados, aduanas, ministerios, etc, etc, hasta las grandes empresas petroleras, eléctricas, y de telecomunicaciones. ¿Quién no escuchó alguna vez que los contratistas debían pagar 10, 15, 20 por ciento, o más, del valor de los contratos al afortunado directivo al mando de la institución estatal contratante -sin contar posteriores pagos a fiscalizadores y financieros-? Esto, cuando no se entregaban a ellos mismos los contratos mediante ingeniosas formas de asociación con profesionales inescrupulosos, o a empresas constituidas a nombre de testaferros

Esta situación, insostenible e incompatible con los principios del nuevo gobierno revolucionario, en cuyos postulados se destacaba la transformación ética del país, motivó la urgente contratación de consultorías para la elaboración de una nueva ley de contratación pública; la cual, en honor a la verdad, resultó casi un clon de la chilena. Sea como sea, bien diferente a la anterior, con conceptos y procedimientos innovadores. El internet sería la herramienta a través de la cual todos podrían ver los procesos y participar en las compras del estado. ¿Habría algo más transparente que eso? Claro que no. Por fin, la contratación pública dejaría de ser un sucio y oscuro negocio pactado a puerta cerrada para ventilarse a la vista de todos en la web. Tan novedosa era la ley que apenas puesta en vigencia aparecieron docenas de ‘especialistas’ que no se daban abasto para atender los pedidos de capacitación. Asimismo, en menos de lo que canta un gallo se imprimieron unos cuantos libros, en donde sus autores trataban de desentrañar los vericuetos legales para facilitar el trabajo de la burocracia.

Así las cosas, la mayoría de ciudadanos –entre los que me incluyo- pensamos que los procedimientos a ejecutarse a través del portal electrónico no dejaban ninguna posibilidad para subterfugios que permitieran actos de corrupción por parte de aquellos que ven la función pública como botín político. Más, para nuestra decepción, pronto se hizo evidente que la nueva ley tenía, no uno, sino varios bypass que permitían evadir los procedimientos regulares. Los más utilizados: la declaratoria de emergencia y el proveedor único. Bastaba que la máxima autoridad considere emergente la adquisición o ejecución de algo para que la contratación se haga sin concurso; es decir, seleccionando al contratista ‘a dedo’. Lo mismo pasaría de tener determinado bien un solo proveedor.

Para fortuna de la selecta corporación de iluminados que dirigen las instituciones públicas, el propio gobierno se encargó de declarar ad eternum la emergencia en casi todos los sectores y en todo el país. Así, infraestructura vial, construcción y equipamiento de hospitales y centros de salud, adquisición de medicinas, infraestructura y equipamiento destinado a seguridad, compra de energía y equipos de generación eléctrica, obras y equipamiento para telecomunicaciones, para la explotación hidrocarburífera, para hacer frente al invierno, a la sequía; el deporte y hasta el mal carácter de los volcanes, todo, sería susceptible de ser solventado declarando la emergencia. Curiosamente el concepto de emergencia, contrario al precepto constitucional y legal, sufrió las más antojadizas interpretaciones por parte de las administraciones central y seccional. Cualquier hecho accidental, como la caída de la indispensable fotocopiadora, la paralización de un ascensor, la rotura de ventanales, el choque de un conductor ebrio contra un poste de alumbrado público, podría ser considerado emergencia. Incluso se ha llegado a declarar la emergencia con anticipación a los acontecimientos naturales, por ‘prevención’. Ahora se entienden las razones para impedir, como en efecto se logró, que el órgano de control y la Procuraduría se abstengan de emitir informes previos a las contrataciones.

Pero a más de las emergencias, están exentos de los procedimientos precontractuales, y por tanto, sujetas al buen criterio de las partes, nueve casos de contrataciones que la ley denomina de ‘régimen especial’. Entre otros, las compras de medicinas por el seguro social, las calificadas por el presidente necesarias para la seguridad interna y externa del estado, las relativas a actividades de comunicación, de asesoría y patrocinio jurídico, las compras de repuestos y accesorios para maquinarias, las que celebren las entidades del estado con entidades o empresas de derecho público de la comunidad internacional, no necesitan seguir los procedimientos comunes. En otras palabras, las contrataciones más onerosas -una sola de las cuales puede superar con exceso a cientos de otras sujetas a la reglamentación legal- gozan de licencia para hacerse discrecionalmente ante la mirada contemplativa del órgano rector en la materia, el cual carece de facultad legal para impedir la consumación de irregularidades.

Más, ni siquiera los procedimientos sujetos a la ley y su reglamento están exentos de ser aprovechados por la viveza criolla que está al asecho para beneficiarse y sacar partido de las compras de menor cuantía, de ínfima cuantía, y aún otras, a las cuales simplemente se les asigna características que solo cumplen determinados bienes. Bien decía un alegre y desfachatado contratista: “solo los giles concursan”. Pero si lo anterior causa repudio ¿qué decir de las monumentales obras que se ejecutan con créditos otorgados por capitales asiáticos, que se pagan con hidrocarburos, con altos costos financieros, y se ejecutan a través de empresas del mismo estado otorgante del préstamo? Igualmente, no dejan de sorprender las adjudicaciones millonarias a empresas extranjeras con las que determinadas empresas públicas parecería estan ‘casadas’. 

No contentos con esto, se han escuchado voces que pretenden que entre las próximas reformas a realizarse en la ley, se incorpore una, por la cual, también estarían exentas de los procedimientos licitatorios comunes las contrataciones de bienes y servicios relacionadas con el giro específico del negocio de las empresas públicas. Lo que quiere decir que todas las compras de equipos y materiales, así como la contratación de servicios relacionados con: la exploración y explotación hidrocarburífera, de telecomunicaciones, electricidad, minería, etc., en el futuro se podrían hacer de forma directa.

Está claro que la corrupción y el despilfarro de recursos en el sector público no se neutraliza con nuevas leyes, ni creando instituciones con pomposos nombres que hacen alusión a la transparencia y el control, pues al mismo tiempo que se redactan las leyes también se escriben las trampas para evadirlas. No pocos directivos pensarán que si se permite el gasto descontrolado en cosas superfluas, suntuarias, viajes, talleres improductivos, consultorías inútiles, propaganda política… también les estará permitido aprovechar las facilidades que brinda la ley para hacer buenos negocios, más cuando hasta hoy el gobierno no ha implantado -ni parece que lo hará- una metodología de seguimiento y evaluación, que mida la eficiencia, la calidad del gasto y su impacto. ¿Será que la enunciada ‘revolución ética’ no está entre sus prioridades? Aparentemente es así, ya que la educación en valores, pilar sobre el que debe sustentarse cualquier intento por cambiar el comportamiento ciudadano parece no tener cabida en el sistema educativo.    
¿Y las veedurías que supuestamente se iban a impulsar como parte del control social y la participación ciudadana? Pues no se conoce de una sola -ni siquiera las relativas a las grandes inversiones en los proyectos estratégicos- que haya sido impulsada por el gobierno para vigilar que estos procesos cumplan con los principios de legalidad, transparencia, concurrencia y, oposición, básicos para asegurar un mínimo de idoneidad en toda contratación.

Sin embargo, contrario a lo que ocurre en la práctica, la perorata oficial continúa repitiendo el discurso anticorrupción, aunque cada vez son menos los que creen en él.  

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