Conocidos los resultados electorales,
en una de sus primeras intervenciones, Rafael Correa anunció que concluido su
nuevo mandato en el año 2017 se retiraría de la vida política ya que era
necesario ‘descorreizar’ el país.
Este exabrupto permite apreciar la superficialidad con que se observa la
política desde el gobierno, además del enorme ego de un presidente a quien las masas
utilitarias lo han elevado a la categoría de ser supremo y dueño de sus voluntades,
o al menos, eso le han hecho creer. Prueba de ello es su arrogante amenaza de
lanzarse a una nueva reelección si la oposición y la prensa privada ‘le siguen molestando’.
Sin duda, hubiese sido mucho pedir
que la expresión de Correa se diese en un contexto en que ‘descorreizar’ el país significase pasar del ‘correismo’ -entendido como
una corriente popular ligada a la figura del presidente- a una opción con
contenido ideológico y pensamiento teórico que dé sostenibilidad a lo que
denominan ‘el proyecto’, el cual, por la inexistencia de debate y la diversidad
de intereses que confluyen al interior del gobierno, no pasa de ser un conjunto
de acciones, propuestas y consignas, que tienen como hilo conductor y único
objetivo la promoción de la imagen del presidente, no obstante que por
conveniencia política se mantiene un discurso seudo izquierdista que no guarda
coherencia con las acciones del régimen, como se demuestra con la persecución a
activistas sociales, campesinos, estudiantes, y todo cuanto huela a oposición.
Acorde a lo anterior, la ‘revolución
ciudadana’, cuyo propósito debió ser la transformación social, se quedó en un
enunciado que la subjetividad del gran conglomerado de simpatizantes la
relaciona con el desempeño administrativo del gobierno. Para ellos, la
revolución se resuelve en los procesos de contratación pública que permiten la
ejecución de obras de infraestructura vial y de servicios y, desde luego, en lo
que constituye el producto estrella del régimen, el denominado bono de
desarrollo humano, subsidio que según la propaganda oficial ha permitido a más
de dos millones de personas mostrar la cabeza por sobre la línea de pobreza.
Lejos quedó la visión que se supuso
tenía ‘el proyecto’, como un concepto
transformador, enfocado principalmente a modificar las relaciones de poder, que
como en toda sociedad capitalista se definen en favor de quienes detentan el
control económico y sus aliados políticos, esquema que sostiene la estratificación
social. Tampoco se avizora ninguna intención de cambiar el modelo de desarrollo
basado en la explotación indiscriminada de recursos primarios que se
comercializan sin ningún valor agregado, y en una inversión pública sostenida
con capitales de origen asiático que ingresan en forma de préstamos, cuyo pago
se garantiza hipotecando prácticamente la totalidad de la producción petrolera
estatal en beneficio del imperio chino. En realidad, contrario a lo que muchos
esperaban, la ‘revolución ciudadana’
se ha convertido en la gran aliada del capital privado. Minería, hidrocarburos,
telecomunicaciones, recursos hídricos; es decir, los recursos estratégicos,
cuya explotación reporta inmensas ganancias, han sido concesionados a
multinacionales extranjeras, mientras que las pocas empresas públicas creadas
por el ‘socialismo del siglo XXI’ se convirtieron en feudos entregados a grupos
hegemónicos que cohabitan al interior del propio gobierno, producto de lo cual ha
emergido una opulenta nueva clase vinculada a la burocracia.
La incoherencia política, graficada
como un vehículo que pone direccionales a la izquierda pero que gira a la
derecha, tiene su origen en la composición del precedente ‘Acuerdo País’, que
no era sino un improvisado grupo de ciudadanos de las más variadas y
contrapuestas tendencias –característica
que se mantiene- que, aprovechando un vacío en la dirección política de la
nación -producto de disputas entre
sectores de la clase dominante- vendieron al pueblo una propuesta de
‘cambio’, que estaría liderada por quien aparentaba tener una visión
progresista del manejo del estado, defensor de las libertades, de los derechos
humanos, de la naturaleza. En realidad, y en esto hay que ser justos, Correa
jamás ha dicho ser marxista. Lo de ‘socialista’ y ‘revolucionario’ le salió
después, adhiriéndose a una nueva versión reformista socialdemócrata liderada
por Lula y Chávez que comenzó a rendir frutos electorales en América Latina. Hoy
está claro que la hegemonía al interior del gobierno la tiene el sector más
derechista y reaccionario, y que los sectores progresistas que adhirieron al
régimen se han replegado, ocultándose en el anonimato tratando de no ser
excluidos del rol de pagos.
Visto desde una perspectiva
histórica, el ‘correismo’ no es un fenómeno aislado. Es una réplica de lo que
ha pasado en otros estados latinoamericanos. En los últimos tiempos el chavismo
y el kirchnerismo dan cuenta de la preferencia en estos países por rendir culto
a la personalidad, que una bien montada maquinaria propagandística lubricada
con medidas populistas se ha encargado de impulsar, y que responde a la abierta
intención de los caudillos por perennizarse en el poder, para lo cual echan
mano de prácticas similares a las ejecutadas en ciertos países de Asia y Europa
del Este, algunas de esa dictaduras camufladas bajo el membrete de
‘socialistas’.
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