Por: Víctor Núñez Jaime
Va –en punto– cuando la censora del
pleno –se llama censora– toque una campanilla dorada –tilín, tilín– y marque
así el inicio de la sesión. Entonces, más de una veintena de académicos que han
venido hoy –muy bien trajeados, como siempre– ocuparán cualquier sitio en torno
a la mesa y escucharán –en pie, con respeto, como desde hace 300 años– una
oración en latín leída por el director –amén–. Luego, cuando todos estén
sentados, el secretario leerá el acta con los acuerdos de la sesión anterior.
Darán el visto bueno y quedará aprobada. Enseguida, el secretario dará cuenta
de las noticias que atañen a la institución –un premio para alguno de sus
miembros, los despachos que envían las academias americanas–, y la siguiente
parte comenzará con una palabra mágica: libros. Los creadores e investigadores
que hayan publicado en los últimos días alguna obra se levantarán de sus
asientos para entregársela –dedicada a la docta casa– al director.
La parte medular de la sesión se
abrirá con otra palabra: papeletas. Los académicos levantarán la mano para
sugerir el estudio de una nueva palabra o acepción con el objetivo de incluirla
en el Diccionario. Dirán sus opiniones y observaciones de fondo y forma, cada
uno desde la disciplina a la que pertenece. Citarán ejemplos de obras
literarias, del uso que el vocablo ha tenido en otras épocas o en otros países,
de su raíz lingüística. Exclamarán, acotarán, precisarán y, entre todos,
parecerán darse un festín como si atendieran las instrucciones del poema de Octavio Paz: “Dales la vuelta, / cógelas del
rabo (chillen, putas), / azótalas, / dales azúcar en la boca a las rejegas, /
ínflalas, globos, pínchalas, / sórbeles sangre y tuétanos, / sécalas, /
cápalas, / písalas, / gallo galante, / tuérceles el gaznate, cocinero, /
desplúmalas, / destrípalas, toro, / buey, arrástralas, / hazlas, poeta, / haz
que se traguen todas sus palabras”. Poca energía les quedará al final para el
momento de ruegos y preguntas. Tampoco tendrán mucho tiempo, porque, a las ocho
y media –en punto–, la censora volverá a tocar la campanilla dorada –tilín,
tilín– y marcará así el fin de la sesión. Y todos, de nuevo, escucharán –en
pie, con respeto, como desde hace 300 años– una oración en latín leída por el
director –amén–.
"Con frecuencia se solicita que sean borrados
términos hirientes del diccionario”
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“ha tenido épocas en las que ha descuidado
sus obras. Por ejemplo, pasaron cincuenta años sin actualizar la Gramática. La
más reciente también tardó mucho, desde 1973 que salió el esbozo, hasta 2009
que se publicó. Falta que todas las obras estén armonizadas, que el
Diccionario, la Ortografía y la Gramática vayan de la mano”.
No es ningún secreto –tampoco– que el
Diccionario ha sido siempre una fuente de controversia: ¿el español peninsular
está por encima del empleado en el resto de los países hispanohablantes? ¿Por
qué incluye esta palabra y no aquella? ¿Por qué se le define de una manera y no
de otra? ¿No debería ser más “políticamente correcto”? “Con frecuencia se
solicita, y a veces de manera apremiante, que sean borrados del Diccionario
términos o acepciones que resultan hirientes para la sensibilidad social de
nuestro tiempo. La Academia ha procurado eliminar, en efecto, referencias
inoportunas a raza y sexo, pero sin ocultar arbitrariamente los usos reales de
la lengua”, aclara la institución en el preámbulo de la obra.
Fue en aquel congreso de Zacatecas
cuando el escritor Gabriel García Márquez se
atrevió a proponer –en un encendido discurso– que la ortografía debería
“jubilarse.” Tres años después de este exhorto, la Academia llevó a cabo una
reforma ortográfica. Y una más en 2010: la i griega, desde entonces, es también
la ye; solo y guion ya no llevan tilde… “Siempre ha habido cambios, pero es
verdad que esta última ha tenido mucha resonancia. Esperemos que poco a poco se
reacomode todo y que, sobre todo, no afecte a la educación. Porque la ortografía
tiene una función muy importante en la tarea docente”, señala José Manuel
Blecua. Pero, ¿el director ya se acostumbró a estos cambios? “El director nunca
le confesará cómo escribe”, responde con media sonrisa.
Suelen ser hombres. Suelen ser
mayores. Pulcros. De buenas maneras. Ocupan su plaza hasta el día de su muerte.
Proceden de las artes y las ciencias. Hablan con la voz suave de los sabios.
Con puntos y comas. Con subordinadas. Con pedagogía minuciosa. A veces
deletrean. Caminan serenos. Rodeados por el halo de la virtud llegan, cuando
llega la tarde, dispuestos a insertarse en el íntimo engranaje de La Casa de
las Palabras.
En 300 años de historia han desfilado
por los sillones del pleno filólogos, escritores, lingüistas, historiadores,
filósofos, psicólogos, arquitectos, abogados, médicos, químicos y economistas.
Fue en 1978 cuando se eligió por primera vez a una mujer como académica: la
escritora Carmen Conde (1907-1996).
Hoy hay seis, pero a una de ellas –Carme Riera– le falta pronunciar su discurso
de ingreso.
Estas damas y caballeros del buen
decir acuden –con sus ojos mínimos, con sus gafas de aumento– a la biblioteca
de la Casa para consultar algunos de sus 250.000 volúmenes. Rosa Arbolí es la
bibliotecaria –desde hace una década– y cuenta que “los académicos suelen
revisar los fondos de filología y de crítica literaria. Piden obras literarias
antiguas o que han extraviado en sus bibliotecas, que a veces tienen, pero no
saben dónde”. En la denominada biblioteca de Académicos –35.000 libros–
conservan los seis tomos del primer Diccionario –dedicado al Rey Felipe V, “que
Dios guarde”– publicado por la RAE. Encuadernados en tono marrón, sus cientos
de páginas de papel italiano “se conservan estupendamente”.
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Palabras llegan y llegan nuevas
acepciones. Se transforman. Como si su vida fuera mágica. Dice Darío Villanueva –secretario de la RAE– que los
académicos revisan constantemente el Diccionario y desde 2001 lo han
actualizado cinco veces en la Red. “Porque, a veces, el significado de una
palabra ya no corresponde al contexto actual. Si percibimos que una palabra no
está, esperamos un periodo de al menos cinco años para evitar que entre alguna
que haya obedecido a una moda”, señala. Además de la exposición La lengua y la
palabra, que se abrirá al público el próximo otoño en la Biblioteca Nacional, y
de la digitalización de todas las actas de sus sesiones, la Academia celebrará
sus 300 años de existencia con la publicación –en 2014– de la nueva edición en
papel del Diccionario.
En sus páginas podremos encontrar
términos como tableta, tuit, sms, prima de riesgo, deuda soberana, empatizar,
gayumbos, portamisiles, sushi, chat, friki y red social. “Estamos preparando un
simposio sobre los diccionarios en la era digital porque ahora es muy lógico
pensar cuál es el futuro del Diccionario como libro. Hoy podemos hacer un
diccionario hipertextual con varias conexiones. No soy profeta, pero no creo
que esta nueva edición sea la última en papel.Aunque es verdad que partir de
esta edición se va a potenciar el uso de la versión digital”, detalla
Villanueva.
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Pero, ya lo saben, la próxima gran
publicación de la RAE será la nueva edición del Diccionario. Veinte lexicógrafos
trabajan estos días a marchas forzadas porque el proceso para incluir nuevas
palabras y acepciones es lento. “Todo esto puede durar, fácilmente, más de un
año”, dice Elena Zamora, directora técnica del Diccionario de la Real Academia
Española (DRAE). La edición se cerrará el próximo mes de julio, pero Zamora
adelanta algunas de las nuevas palabras que aparecerán en el Diccionario de
papel en 2014. “Ya han sido aprobadas palabras como funambulista, que ahora es
muy usada, pero no estaba en la edición de 2001, lo mismo que holliwoodiense.
También, serendipia (casualidad favorable), pvc y neorural”.
Los
lexicógrafos documentan aquí el uso de la palabra –en libros y medios de
información, sobre todo–. Después le dan su investigación a alguna de las comisiones
de académicos, y su resolución vuelve a este centro, desde donde se envía a las
academias americanas para que brinden sus opiniones y precisiones al respecto.
Entonces se filtra toda la información y se remite una propuesta al pleno de la
Academia, donde una tarde de jueves, a las siete y media –en punto–, en torno a
la ovalada mesa del salón de plenos, en medio de la formalidad y la solemnidad
propias de la sesión, se estudiará y se aprobará su inclusión en el
Diccionario.