Son ya más de dos décadas desde que Mario Vargas Llosa, con
absoluto aplomo sentenció: “México es la dictadura perfecta. La
dictadura perfecta no es el comunismo. No es la URSS. No es Fidel Castro. La
dictadura perfecta es México… es una dictadura camuflada..., puede parecer no ser
una dictadura, pero si uno escarba tiene todas las características de una
dictadura...”; y agregó: “Tan
es dictadura la mexicana, que todas las dictaduras latinoamericanas desde que
yo tengo uso de razón han tratado de crear algo equivalente al PRI”. Sus
críticas incluyeron también a los intelectuales, cuando aseguró: “esta dictadura ha creado una retórica de
izquierda, para lo cual a lo largo de su historia reclutó muy eficientemente a
los intelectuales”. “Yo no creo, dijo, que haya en América Latina ningún caso
de dictadura que haya reclutado tan eficientemente al medio intelectual
sobornándolo a través de trabajos, de nombramientos, cargos públicos, sin
exigirles una adulación sistemática…”
Años después, con el declive de las ideologías y
consecuentemente de los partidos, algunos gobernantes latinoamericanos le
dieron la vuelta a la estrategia priista. A diferencia del caso mexicano, en
estas latitudes no son los partidos quienes se apropiaron del poder, sino los
caudillos. Solo por formalismo para cumplir determinados requisitos tienen tras
de sí un membrete alusivo a algún partido o movimiento, pero son ellos quienes
de forma inapelable imponen su voluntad. En este esquema, resulta ingenuo a más
de inútil criticar la falta de un partido oficialista orgánico, estructurado,
ideológico, menos la inexistencia de cuadros deliberantes. En este modelo ni el
mando ni las decisiones se discuten, caudillo y partido son uno solo, el
caudillo es el partido, sin él este es un espejismo.
La fórmula utilizada por las neo dictaduras responde a una
planificación que en el transcurso del tiempo se va resolviendo de forma
sistemática. Primero se ganan las elecciones mostrando un rostro amigable,
democrático, sintonizando el malestar de la gente hacia gobiernos precedentes inestables,
corporativistas, corruptos. Allanado el primer escollo se emprende en una rabiosa
campaña de desprestigio en contra de políticos y rezagos de partidos, atribuyéndoles
la responsabilidad de todos los males que padece la República. Ya con el viento
a favor, se convoca a una Asamblea Constituyente, en donde una fanatizada
mayoría oficialista emprende la tarea de cambiar el marco constitucional e
institucional del Estado con el mismo prolijo cuidado con que un sastre haría
un traje a la medida del caudillo. El resultado, una Constitución que las
huestes oficiales bautizarán como la más avanzada del mundo, que garantiza la
felicidad, el buen vivir, los derechos de la naturaleza, la participación
popular. Derechos que más tarde el mismo oficialismo se encargará de violar y
pisotear hasta convertirlos en letra muerta.
Logrado ese segundo objetivo y sin oposición, de a poco,
mediante engañosos procedimientos de designación y falaces concursos, el
caudillo irá controlando las demás funciones e instituciones del Estado. De esa
forma, órganos constitucional, legislativo, electoral, judicial y de control son
ocupados por funcionarios allegados al gobierno.
Pero esto es solo una parte del poder y estos gobernantes no
se conforman con eso, lo quieren todo. Sueñan con levantarse cada mañana y ver
enormes titulares alabando su gestión. Para eso necesitan controlar el más
importante de los poderes: los medios de comunicación, enemigo que a diario
amenaza con derruir el santuario que tanto les cuesta levantar. Conscientes de
la paradójica fragilidad de los regímenes autoritarios y de la dudosa fidelidad
de las masas, a las cuales sino se les martilla el cerebro todos los días
fácilmente se olvidan de su benefactor, los caudillos saben que resulta
extremadamente peligroso dejar este cabo suelto. De ahí que, en su paranoico
empeño por controlar el espacio mediático cierran estaciones de tv y radio, se
apropian de otras, inundan los espacios con propaganda y cadenas, persiguen a
quienes mediante artículos y crónicas denuncian actos ilícitos o cuestionan la
verdad oficial. Quisieran clausurarlos a todos y que la única voz que se
escuche sea la de ellos, más en esto no tienen respaldo popular y tampoco se
quieren enfrentar al repudio internacional, por ello, persisten en su intento por
limitar la libertad de expresión a través de leyes expedidas por las
legislaturas, en donde, pese al carácter dependiente de ese órgano tampoco
tienen mucho éxito.
Estos avatares, las circunstancias y la soledad, obligan a los
caudillos a refugiarse en sus palacios, a rodearse de varios círculos de
incondicionales a quienes entregan la dirección de ministerios, empresas y
otras entidades para que los manejen como propios, como si fuese un cheque en
blanco. Lo único que exigen es que ejecuten obras, no importa cómo, lo importante
es que lo hagan. A cambio de ello los escogidos tendrán absoluto respaldo e
inmunidad. El brazo de la ley, manejado a control remoto, ni siquiera intentará
acercárseles.
Al igual que ocurrió en México, también en estos países el
poder logró captar a un buen grupo de ‘intelectuales’, llámense escritores,
músicos, pintores, teatreros, investigadores sociales, a muchos de los cuales
cobijó y compró su adhesión entregándoles nombramientos en distintos órganos de
la administración, en misiones diplomáticas, o bien premiándolos o apoyándolos
para que capten la dirección de Instituciones culturales y, de paso,
nombrándolos miembros permanentes de las comisiones que viajan con gastos
pagados a toda clase de congresos, ferias y encuentros dentro y fuera del país.
A ellos el poder les reconoce la representación de la intelectualidad, son los consentidos,
los que iluminan los conversatorios, entrevistas y foros en medios y eventos
oficiales. No se les exige mayor cosa, en muchos de los casos ni siquiera
pronunciamientos directos en favor del poder, solo discreción y silencio, casi
nada.
En tanto, al pueblo se lo mantiene en calma, casi adormecido
con una bien planificada campaña propagandística, con la que día a día se le
suministra altas dosis de un somnífero envasado en forma de spots de Tv o cuñas
de radio que van directo al subconsciente. Mensajes que hablan de una
revolución que avanza, de la recuperación de la soberanía, de que la patria ya
es de todos, del sueño nacionalista que reemplaza al ‘american dream’, de la
casi extinción del desempleo. Mensajes que enseñan rostros de padres sonrientes
y niños felices en sus casitas maltrechas. Se apropian de símbolos y referentes
históricos. El marco que adorna este espejismo son nuevas carreteras o misiones
de asistencia que cumplen a cabalidad con el objetivo de darle credibilidad a
los mensajes. Así, el pueblo cree que los desempleados y subempleados son
apenas unos pocos infortunados bajo la línea de pobreza; que la justicia, secuestrada
en nuevos castillos de cristal -construidos mediante dudosos procesos de
contratación- es independiente, imparcial, expedita y justa; que la
inseguridad, el abandono de los ancianos, la falta de medicamentos, la
saturación de los hospitales, la miseria que se observa en las ciudades más
pobladas y en el campo, así como las denuncias de corrupción, son invenciones
de odiadores y de la prensa corrupta.
Cuando Vargas Llosa se refirió al caso mexicano, no avizoró
el pronto retorno -con nuevos rostros- de los caudillos que tiempos atrás asolaron
América Latina, solo que esta vez la herramienta utilizada para acceder y
sostenerse en el poder no fue el tradicional golpe de estado con apoyo de las
Fuerzas Armadas. Lo hicieron conquistando el voto popular, encantando a las
masas con un discurso que sintonizaba viejas aspiraciones de reivindicación
social y reprimido rechazo a las estructuras partidistas responsables de la
inequidad, exclusión, y saqueo de los recursos públicos. Los caudillos volvieron
con la decidida intención de quedarse. Para ello pusieron en marcha un proyecto
al más puro estilo populista. Echando mano de prácticas propias del
capitalismo, no solo mantuvieron los subsidios a ciertos bienes y servicios
instituidos por gobiernos neoliberales, sino que ampliaron el universo clientelar
a un gran segmento de población pauperizada echándoles el cuento que ese
estipendio los sacaría de la pobreza. Los caudillos están conscientes que el
modo más fácil de acabar con la miseria es desarrollando la economía,
incentivando la producción, abriendo mercados y generando fuentes de empleo; pero
también saben que ello acabaría con la dependencia de millones de ciudadanos
que ven en ellos la reencarnación del Mesías, al gobernante bueno que lucha por
atender las necesidades no satisfechas de su pueblo, al Robin Hood que quita el
dinero a los ricos para repartirlo entre sus allegados y los pobres. Este
esquema ha acabado con el interés ciudadano por la política, las ideologías,
los programas de gobierno, al punto que a un mayoritario segmento poblacional
le importa un carajo la pérdida de libertades, el debilitamiento de la
democracia, las violaciones al ordenamiento jurídico, la pérdida de la
institucionalidad, al fin que de eso no viven, dicen.
Estas son las nuevas dictaduras, casi perfectas sino fuera
por la prensa ‘corrupta’ que, entre desorientada y cautelosa, aún persiste en
su empeño por no entregarse.