Cualquiera
sea el futuro de la “revolución ciudadana”, lo cierto es que durante cinco años
el país ha vivido una vorágine político mediática acorde a un libreto al que sin
mayor reparo han adherido sus detractores. Cinco años en que –como nunca en las
últimas tres décadas- este gobierno se ha desenvuelto en el mejor escenario
imaginado, con un marco jurídico constitucional fabricado a su medida, prácticamente
sin oposición, con inagotables recursos fiscales y cero fiscalización.
Infectado
por el vicio del poder, Correa, igual que ciertos regímenes totalitarios,
sustenta su control del aparato estatal en: una descomunal y costosa maquinaria
propagandística orientada a exaltar su imagen; un fuerte vínculo con los mandos
militares; la sumisión de los órganos del Estado; el uso represivo del sistema judicial;
y, una política social clientelar que subsidiariamente le permite contar con
fuerzas de choque para enfrentarla a los “enemigos del cambio”. Para dar
consistencia a su repetida frase: “a esta
revolución no la para nadie”, el caudillo ha dado muestras de estar
dispuesto a todo. Entendiéndose por todo: perseguir, encarcelar o imponer
castigos millonarios a quienes denuncien abusos de poder o actos de corrupción;
propiciar leyes que le permitan el control absoluto del Estado; manipular los
espacios de participación ciudadana; deslegitimar cualquier manifestación de la
oposición; e inclusive hacer uso de la fuerza.
Resulta
contradictorio y hasta anecdótico que mientras el Presidente dice defender la
democracia muestre una patológica intolerancia a la crítica. Que hable de
participación ciudadana cuando en la práctica no existen mesas de consulta y
diálogo que permitan al pueblo debatir los temas trascendentales. Que diga que
está combatiendo la corrupción, cuando para eludir procesos licitatorios se han
institucionalizado las declaratorias de emergencia y recurrido a préstamos con
la banca de inversión extranjera entregando a dedo los proyectos estratégicos a
empresas de esos países, en especial chinas. Por más que se pretenda acallar
las voces discordantes con millonarias demandas, difícilmente se puede
difuminar las dudas sobre las cuestionadas compras de ambulancias, lanchas,
helicópteros, radares; la intermediación en la refinación de crudo, la entrega
de campos a empresas transnacionales, la renegociación con Odebrecht, los
contratos del Gran Hermano.
Uno
de los aspectos que más llama la atención de este gobierno es el uso demagógico
de las palabras “revolución” y “socialismo” completamente alejadas de su
concepto ortodoxo, ya que por ningún lado se observa el ascenso al poder de los
trabajadores, la vigencia de la democracia, la redistribución de la tierra, o el
control del Estado sobre los medios de producción y el sistema financiero. Por
el contrario, en estos cinco años, la banca y la gran industria, en manos privadas,
han reportado el mayor crecimiento de sus ganancias. Quizá lo revolucionario esté
en la composición del gobierno, al cual de a poco fueron trepando una variada
gama de actores políticos. Ahí, juntos y revueltos están personajes vinculados
a la extrema derecha, a la izquierda light, tecnócratas, empresarios, boys
scouts, ciertos ex insurgentes que hace años colgaron los guantes y que hoy sin
reserva declaran su amor a quien “no es
perfecto más se acerca a lo que simplemente soñaron”, socialdemócratas, defensores
de DD.HH. en servicio pasivo, reformistas, dirigentes (sin) obreros, unos
cuantos académicos, movimientos rockeros, ambientalista, feministas, y un
sinfín de oportunistas a quienes se compró su lealtad a cambio de dádivas o entregándoles
una pequeña parcela en la pirámide del poder. Se los puede observar cómodamente
instalados en embajadas, consulados, ministerios y entidades públicas: IESS,
Secretaría de Pueblos, Senagua, Seguro Campesino, Senecyt… En realidad no se
puede acusar a este gobierno de haberse desviado del socialismo porque nunca
transitó ese sendero. Sin embargo, el uso maniqueo, prostituido, de ese concepto
ha permitido a los sectores reaccionarios -herederos de la derecha putrefacta- desprestigiar
esa tendencia que podía haber sido una alternativa histórica.
Se
dice que para dar muestras de fortaleza e infundir temor el poder necesita de
enemigos a quienes aplastar. Al no tener contradictores reales ha debido
inventarlos. A su tiempo fueron los indígenas, alguno que otro banquero, la
izquierda infantil, las gorditas horrorosas, los maestros, la policía, los
medios de comunicación. Como estos -a más de reportarle millonarias ganancias con
truculentas demandas- no reúnen el peso necesario, para glorificar su imagen ha
debido echar mano hasta de chambonadas como el 30S, episodio del que salió con
el orgullo maltrecho y el reconocimiento de que el poder sin la milicia no es
posible sostenerlo. Parte de esta tragicomedia que vive la nación son las
sabatinas, culebrones creados para soliviantar a sus huestes con piruetas
verbales (“primero muerto antes que
perder la vida”), improvisaciones de canto, baile, melodramas, y de plato
fuerte: una incontenible descarga de acusaciones, descalificaciones, amenazas e
insultos contra todo lo que se asemeje a oposición.
Parece
un desgaste innecesario listar las obras o acciones que podrían considerarse
positivas durante este lustro si lo fundamental, la democracia –con todas las
imperfecciones y limitaciones que impone el capitalismo-, cada vez sufre mayor
debilitamiento. No podemos cerrar los ojos e ignorar que nos gobiernan personas
sin ningún espíritu democrático, para quienes la Constitución y las leyes, que
ellos mismo impulsaron, son veleidades que no merecen ser observadas si se
convierten en obstáculo para lograr sus fines; individuos dispuestos a pisar cuanto
se atraviese en su camino o amenace su control absoluto del poder, ya que
quienes lo detentan, como dice un escritor peruano “…quieren más poder, tienen miedo a perderlo, se desvelan por no
perderlo, recurren con frecuencia a toda clase de trampas, ruindades y
abyecciones para perpetuarse y extender su dominio sobre los otros, los que
miran las noticias sin aparecer en ellas”.
Frente
a este nefasto panorama, urge conformar un gran frente nacional por la
democracia y los derechos. Aunque suene a expresión común, es hora de la unidad
de los sectores progresistas, de la renuncia a intereses y cálculos mezquinos. Existe
una enorme corriente de ciudadanos cansada de tanto atropello y cinismo, que no
encuentra en donde depositar su inconformidad ni quien la lidere. En la
coyuntura actual la vieja táctica de no descubrir las cartas hasta el final del
juego simplemente no funciona, pues mientras la oposición continúa dando golpes
al vacío, el caudillo sigue acumulando poder, en tanto que la derecha está a la
espera de pescar a río revuelto. No debemos olvidar que la izquierda y los
sectores sociales tienen una gran deuda con el pueblo.
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