Dos de las funciones más codiciadas
en la administración pública son, de menos a más: una, de asesor; y otra, la de
jefe-jefe, entendiéndose este último como Gerente General, Director Ejecutivo,
Subsecretario, Secretario Técnico, Viceministro y, desde luego, Ministro,
Superministro, o similares. ¿Por qué? Los primeros, los asesores, porque son
una especie de consejeros y todos sabemos que el consejero solo aconseja,
sugiere, propone, y ello no le compromete ni le hace responsable de nada. Son
parte del staff de confianza del jefe, de ahí que aunque no tengan funciones
definidas, gozan de cierto poder y no pocos privilegios. No necesariamente
deben saber algo en específico, cualquier título los habilita para acceder al
puesto. Pueden ser licenciados en reiki, tunning o teología; los relacionistas
públicos y periodistas, aunque tampoco saben nada del sector público, son
acogidos en esos puestos porque se supone que tienen así de contactos. En
realidad lo único que deben hacer es obedecer y cumplir diligentemente
cualquier disparate que se le ocurra al jefe, presentar como propios ´productos’
hechos por subalternos o sacados de internet; y, desde luego, derrochar labia
para complacer al jefecito. A cambio de ello recibirán una buena remuneración y
disfrutarán de prerrogativas tales como: secretaria, todos los juguetes
tecnológicos de moda, carro, chofer, el privilegio de entrar y salir del
despacho cuando quieran y, si se ponen pilas, algún extra.
Resulta casi innecesario decir por
qué el otro puesto es apetecido, pero en fin, ya que insisten, rápidamente
diremos que los jefes-jefes son la nobleza de la burocracia, la corte terrenal
donde se define el destino de los administrados, los que saborean las mieses
del poder, los que miran al Número Uno como la divinidad hecha carne. Administran
los recursos del Estado y los organismos a su cargo. Pueden contratar, comprar
y negociar a discreción, despedir a quien les dé la gana, ordenar que se haga
esto y aquello, viajar. Disponen de guardaespaldas, de los vehículos que
quieran; reciben reconocimientos y homenajes, participan de banquetes y
recepciones. No hay un estereotipo determinado, pueden haber sido banqueros,
boys scouts, profesores frustrados, profesionales en joda o ex deportistas, de
ahí que, según su origen, unos derrochan elegancia, mientras otros encubren su
concubinato con la señora fortuna aparentando sencillez.
Pues bien, a lo que venimos. ¿Cómo es
eso que le jodieron la vida al nuevo servidor público? Partamos admitiendo que
la vida de un funcionario público puede ser tan corta como la de una mariposa y
tan miserable como la de un perro callejero si no cumple la regla de oro del
servidor: no firmar nada que lo comprometa. Esto lo saben los jefes, por ello
con frecuencia echan mano de una figura legal en apariencia inocente, santurrona,
la delegación. Conocedores de las consecuencias que puede acarrearles, los
funcionarios experimentados no quieren saber nada de las delegaciones, no así
los nuevos, esos muchachos y muchachas que, recién estrenados en ciertos
puestos de dirección, entre orgullosos e ingenuos perciben ese acto como una
demostración de reconocimiento y confianza. Así las cosas y el camino allanado,
el jefe-jefe, una vez negociados, delega la firma de los contratos. Si a esto
se suma que la supervisión y la administración estarán también a cargo de otros
giles, el jefe dormirá tranquilo sabiendo que su integridad y su economía gozan
de buena salud y prosperidad. Igual sucede con las reuniones claves de comités
en donde se juegan importantes intereses; inexplicable y misteriosamente el
titular se enferma y en su lugar debe asistir el novel delegado que lleno de
entusiasmo vota conforme se le instruyó. Estos muchachos, formados en
Universidades de elite, con uno o dos posgrados, con innumerables seminarios y
conferencias dictadas por los más afamados gurús, obviamente ignoran que
tratándose de contrataciones amañadas, compras chimbas, préstamos indebidos,
etc, la palabra delegado es sinónimo de ‘responsable’. Futura víctima que sin
haber recibido ni para las colas, puede pasar de una relativa tranquila
situación a un infierno, en donde la caldera la pone el jefe y la leña el
órgano de control. Para los órganos de control la excusa ‘me ordenaron’, ‘me
presionó’, ‘me impusieron’, ‘no sabía’, sirven –como dice un escritor colombiano-
tanto como las tetas en un hombre. Los auditores quieren ver firmas, papeles, y
eso el rato de los ratos no hay. Es más, en esos momentos el jefe no le recibe
ni una llamada, nadie lo conoce, nadie le proporciona un papel, prohíben su
ingreso a la oficina; ninguno de sus amigos, ni siquiera los de facebook, se
acuerdan de él. ¿Qué posibilidad tiene de salir bien librado un pobre hombre o
una pobre mujer atrapados como moscas en una telaraña jurídica de terror,
tejida por un órgano de control conminado a justificar su existencia exhibiendo
las más altas cifras de sujetos sancionados? R: Ninguna.
Mientras
el infeliz ex nuevo servidor se debate en una crisis nerviosa de locos, el jefe
seguirá campante hablando de eficiencia y transparencia, y si alguien se atreve
a cuestionar su honorabilidad, sepa que más rápido que un rayo le caerá una
demanda por varios millones. Como vemos, el jefe, al igual que los padres de la
patria, goza de inmunidad, desde luego si se maneja bien, si no firma nada, si
se limita a dar órdenes verbales, si delega, si no deja ‘rastros’ como dicen
los auditores; en tanto que el joven servidor, que se inauguró en el servicio
público lleno de entusiasmo, que aspiraba a hacer una carrera, que creyó en la
‘época de cambio’, o algo así, verá como irremediablemente le jodieron la vida.