Gabriel García Márquez en el centro del canon
A través de un recorrido que explora los alcances y fraudes de los conceptos de «literatura», «latinoamericana» y «masiva», el artículo propone una reflexión acerca de las intertextualidades voluntarias e involuntarias y sus trascendencias en la colectiva subjetividad de los lectores. El paradigma es Gabriel García Márquez, emblema de la literatura latinoamericana y quien mejor expresa las tendencias analizadas.
viernes, 29 de julio de 2011
martes, 26 de julio de 2011
Pensamiento bajo control
Los diarios del país, dan cuenta que el Presidente de la Comisión de la Asamblea que tramita la Ley de Comunicación, propone (Art. 10) incorporar a la normativa el siguiente texto: “Para efectos de esta ley, se entenderá por contenido violento todo mensaje que se difunda por cualquier medio, formato o plataforma tecnológica que denote el uso intencional de la fuerza física o psicológica, de obra o de palabra, contra uno mismo, contra cualquier otra persona, grupo o comunidad, así como en contra de los seres vivos y la naturaleza, tanto en contextos reales, ficticios o fantásticos”.
Esto, que para unirlo a la liturgia cristiana solo falta que se añada al final “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, en buen romance significa que las redes sociales (facebook, twitter, linkedin, blogs, etc.) pasarían a ser controladas por el órgano censor estatal. Así las cosas, los internautas previo a participar en los foros tendrán que identificarse, escanear su cédula o pasaporte en un documento notariado con reconocimiento de firma y rúbrica y juramento de castidad mental.
De acuerdo al informe, nadie, por ningún medio o espacio público, podrá utilizar palabras o expresiones, en singular o plural, que puedan ser consideradas violentas, como: “sicarios de tinta”, “pelucón”, “gorda horrorosa”, “payaso”, “indio poncho dorado”, “traidores”, “cobardes”, “ecologistas infantiles”, “cadáveres políticos”, “prensa corrupta”, “izquierda trasnochada”, y otras similares que generalmente utiliza el Presidente, toda vez que quien se sienta aludido podría alegar que ha sido objeto de “violencia psicológica”, que de causarle un grave deterioro mental, sufrimiento, o afectación a la honra, daría lugar a demandas de reparación, que solo podrán resarcirse mediante el pago de millonarias indemnizaciones. Seguramente uno de los argumentos de los proponentes será que esto ya se aplica en China y en otros países tan revolucionarios como el nuestro, y que tal práctica ha mejorado el uso del vocabulario, la sintaxis, la redacción, las relaciones interpersonales, la obediencia civil, en definitiva, el buen vivir.
De la misma forma, según el texto legal propuesto, poetas y escritores tendrán que cuidar sus expresiones, ya no podrán decir, por ejemplo: “voy a matar una flor”, “el puñal de tu desprecio se clavó en mi corazón”, “arrojaré tu imagen al abismo”. De hecho, muchos dirán que la poesía irreverente de los Pedrada Zurda atenta a su salud psicológica. Tampoco se podrán escuchar los pasillos en youtube de Julio Jaramillo, que incitan al consumo de alcohol, y como todos sabemos, el alcohol es un depresivo que puede llevar al suicidio. Entonces, habrá llegado el momento en que como en tiempos de la inquisición, escritos y pensamiento que desafíen a la verdad y moral oficial tendrán que circular de forma clandestina, so pena que sus autores sean llevados a la hoguera purificadora que arde en el centro del poder.
lunes, 25 de julio de 2011
A la altura del Presidente
Un ciudadano demandó al Presidente de la República por haberle acusado de “traficante de tierras” en una de sus cadenas sabatinas, lo que según el querellante afectó su honra y buen nombre. Solicita se condene a la primera autoridad del país a dos años de prisión y al pago de diez millones de dólares como indemnización. En otro juicio similar, hace pocos días, un Juez -con una celeridad nunca vista- emitió una sentencia a favor del Presidente condenando a un editorialista y a tres directivos de un medio impreso a tres años de prisión y al pago total de cuarenta millones de dólares. Unos meses antes el Presidente ya ganó otro juicio que por daño moral siguió a un Banco, el cual debió pagarle seiscientos mil dólares.
Según dispone la Constitución, para enjuiciar al Presidente de la República, se requiere autorización de la Asamblea Nacional. Cuando los medios de comunicación preguntaron a asambleístas y dirigentes del oficialismo si darían paso al pedido de juicio al mandatario, en forma tajante negaron tal posibilidad. Alguien dijo que era una exageración enjuiciar al Presidente, pero el principal argumento contra tal pretensión fue expuesto por el Secretario Nacional del movimiento político que apoya al gobernante: “…hay que observar la condición ética”, dijo a la prensa. Es decir, según este pronunciamiento, quien pretenda demandar al Presidente de la República debe cumplir con un requisito previo: estar moralmente a la altura de este.
Ahora bien, el cumplimiento de ese requisito, que permita obtener la venia de la Asamblea, conlleva un problema de orden práctico que a la postre impedirá al común de ciudadanos enjuiciar al Jefe de Estado. Siendo que la ética se relaciona con el estudio de la moral y el proceder de las personas en su vida pública y privada, ¿cómo y ante quién puede un particular demostrar que tiene un comportamiento moral? Y lo que es más, esa misma persona ¿cómo podría demostrar que su moral está a la misma “altura” que la del Presidente? A este insalvable obstáculo se agrega otro que anida en la mente de los seguidores de la revolución: los niveles máximos moral y ético a los que podría llegar un individuo serán siempre inferiores al de su guía, líder y mentor. Quizá este presupuesto haya sido fundamental al momento de fallar los jueces a favor del Presidente, de ahí las enormes cuantías que deben pagar los demandados.
domingo, 24 de julio de 2011
Explicación de lo que escribo
Tomás Eloy Martínez
Revista Dossier
Escribo para explorar los límites entre lo real y lo ficticio, escribo también desde lo que desconozco, desde lo que no comprendo, desde lo que me afecta (es decir, siguien-do la vieja etimología de la palabra, desde aquello que de algún modo me rehace). Escribo para reconocer esos descono-cimientos que están allí y ante los que no quisiera permanecer ciego. Y por las mismas razones, leo. La lectura y la escritura son las dos actividades humanas que me definen como persona.
Antes aún de que aprendiera a leer, cuando me esforzaba por desentrañar el significado que ocultaban las formas de las letras, le formulé a mi padre una pregunta que él me repitió poco antes de morir, porque en su momento no la supo contestar, como yo tampoco sabría hacerlo ahora: ¿somos nosotros quienes creamos las palabras que nombran las cosas de la realidad, o las cosas nacen de las palabras que las nombran? Los filósofos y los semiólogos han respondido de muchas maneras a esa cuestión que acabo de formular tan torpemente como en la infancia, pero la duda nunca dejó de estar ahí. Sé –al menos eso sé– que avanzamos en la selva de lo desconocido asociando palabras. Leemos para imaginar. Leemos para aprender cómo es la respiración del mundo. Y, a veces, también leemos para descubrir que el mundo no respira como imaginábamos, sino de otra manera. Todo y todos somos, a cada instante, otros. Si no supiéramos leer, tampoco sabríamos pensar.
Escribir viene después. La escritura es la envidia sana de la lectura o, más bien, el deseo de prolongar la lectura indefinidamente. Alguna vez he contado que escribí mi primer relato a los nueve o diez años, para salvarme de la prohibición de leer, que mis padres me impusieron como castigo durante un mes por un delito de desobediencia. Pero aquello que escribí era sólo un resumen de lo que había leído, un magma en el que el mundo no era como era sino como a mí me parecía que debía ser. Tiempo después, leyendo a Walter Benjamin, aprendí que hay cierta ansiedad en todo narrador por ser otro, por estar en otros: “Narrar no sólo es significativo porque nos permite asumir o dibujar un destino ajeno, que a la vez nos educa”, dice Benjamin en un ensayo memorable, “El narrador”: “Es significativo porque ese destino ajeno, gracias a la fuerza de la llama que lo consume, nos transfiere el calor que jamás obtenemos de nuestro propio destino”. En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros.
Muchas veces me he puesto a pensar en cómo los desplazamientos geográficos me han afectado la escritura. He tratado de ver si la relación entre autor y lengua se modifica con las migraciones. Vivo hace treinta años fuera de la Argentina, con un paréntesis de cinco años dentro, entre 1985 y 1990, y lo único que de veras ha afectado mi modo de ver el mundo (lo que implica también el modo de narrarlo) fue mi salida de Tucumán hacia Buenos Aires, cuando era poco más que un adolescente. Una de las mayores hazañas del periodismo ahora y aquí es convencer a los lectores de que se está narrando algo que ha sucedido de verdad, porque cuando mayor es la información de que se dispone, tanto más lábiles parecen ser las fronteras entre ficción y realidad. Sobre todo en este continente, donde suceden a diario tantos hechos inverosímiles y donde el azar choca tantas veces contra los témpanos de la lógica, se está haciendo difícil saber de qué lado de la verdad estamos parados: del lado donde narramos lo que vemos o del lado donde narramos lo que creemos que vemos Aun así, la huella que Tucumán dejó en mí nunca se ha borrado. En la infancia imaginamos paraísos inalcanzables, y el que con más frecuencia imaginábamos en mi provincia era Chile. Nos parecía un paraje tan remoto como la Catay de Marco Polo o la Samarkanda de Las mil y una noches. Estaba al otro lado de una cordillera alta como el mundo y al lado de un océano que en los mapas se veía infinito. Yo no me había despertado aún de la inocencia cuando el gobierno de González Videla comenzó a arrojar sobre Tucumán chilenos descontentos que nos asombraban por sus modales educados y por su lenguaje sembrado de palabras que desconocíamos. Dos de los recién llegados se quedaron y echaron raíces al casarse con unas primas de mi madre que eran solteras desahuciadas. Fue gracias a ellos que aprendí de memoria muchos poemas del Canto general de Neruda. Chile dejó entonces de ser el espejismo de un edén al que jamás se llega y se convirtió en “el largo pétalo”, “mar del desierto norte, mar que golpea el cobre y adelanta la espuma hacia la mano”.
Cuando, ya en plena juventud, me fui a vivir a Buenos Aires, este maravilloso país de ustedes se me volvió cada vez más familiar. Descubrí sus pliegues luminosos y sus rincones oscuros leyendo Coronación de José Donoso; Eloy, esa formidable y olvidada novela de Carlos Droguett; los antipoemas de Nicanor Parra y las crónicas que aparecían en la revista Ercilla, donde aprendíamos lecciones de buen periodismo que luego aplicábamos en el semanario Primera Plana. Desde entonces, Chile no se ha apartado de mi imaginación y de mis sentimientos. Cuando lo tuve más cerca fue cuando compartí con una decena de chilenos la Venezuela del exilio. Todavía recuerdo las amistades fraternales que hice con varios en el diario El Nacional y después en El Diario de Caracas que fundé con periodistas memorables como el Negro Jorquera, que se había salvado de la muerte por puro azar en las aceras del Palacio de la Moneda, el fatal 11 de septiembre de 1973. Y en las Colinas de Bello Monte, donde las casas parecían colgar del cielo, oí deslumbrado a Gonzalo Rojas leer los poemas de su libro Oscuro, mientras le formulaba a su esposa Hilda una pregunta que no se me ha borrado de la memoria: “¿Qué se ama cuando se ama?”
Hice también amistades fraternales con otros chilenos en el Wilson Center de Washington durante el año feliz en que escribí allí La novela de Perón. Y no puedo olvidar lo cerca que me sentí de este país durante mis largos encuentros en los Estados Unidos con Raúl Prebisch, de origen tucumano como yo, casado con una chilena generosa, y al que debo todo lo que sé sobre las complejas realidades de la economía de América Latina.
Ya que estoy contándoles adónde llegué, quiero regresar ahora al punto del cual vine.
Cuando empecé a componer mis primeras novelas fracasadas, a los veinte años, recién llegado a Buenos Aires, me deslumbraba la imagen de Flaubert batallando como un esclavo de algodonal para encontrar le mot juste, la única palabra posible dentro de cada frase. Luego supe que James Joyce había pasado una vez dieciséis horas verificando si todas las partes de una oración de Ulysses estaban donde debían estar, porque cualquier dislocación destruía el efecto del conjunto. Y yo vanamente trataba de imitarlos, sin advertir que por mucha razón que uno encuentre en los modelos, más razón hay en explorar los límites de uno mismo.
Mi primera novela, Sagrado, de 1967, fue una obra de ruptura, de tanteo. Cometí en ella el error de negar todo lo que yo era entonces: el periodista, el investigador de las crónicas de Indias, el crítico de la literatura latinoamericana. Resultó, por eso, un fracaso, sólo reconfortado por las críticas benévolas que se publicaron en este país. Las otras cinco novelas que he escrito, La novela de Perón, La mano del amo, Santa Evita, El vuelo de la reina y El cantor de tango, en tanto crean deliberadas vacilaciones entre ficción y realidad, se mueven en el camino del medio, entendiendo el medio en el mismo sentido de Gilles Deleuze: como el lugar del movi¬miento, del pasaje, el punto de máxima velocidad, el imprevisto y vulnerable punto por donde las cosas empujan. ¿Medio entre qué y qué, podría preguntarse? Medio o línea del medio en la que todo cabe, todo vale: en la que el lenguaje se nutre hasta de aquello que la tradición podría considerar como escoria, como no litera¬tura, mientras, a la vez, se afana en busca de un orden verbal, de una estructura capaz de descubrir la realidad como otra cosa: como una transfiguración o epifanía. De esa manera, el camino del medio no es la búsqueda de un promedio, de una conciliac¬ión entre contrarios sino, como diría Deleuze, es la fruición por el exceso.
A veces, el camino del medio son muchos caminos. He escrito tres versiones distintas de La novela de Perón, y dos de Santa Evita. La mano del amo era un relato de veinte páginas que terminé en una noche, en Caracas. Diez años después, en Buenos Aires, me senté a retrabajarlo. Sin que me diera cuenta, creció y se transfiguró hasta convertirse en el libro que fue. Hice dos versiones de El vuelo de la reina, que no se parecen para nada entre sí.
A fines del 2003 terminé El cantor de tango. Allí están entretejidos una serie de relatos, ocho o nueve en total, que tratan de dibujar un mapa de la ciudad de Buenos Aires que no se ve, una topografía urbana de lo desconocido. Me interesaba, como en La mano del amo, narrar a un cantor de voz absoluta, alguien que condensa en su voz, como en un aleph borgiano, todas las otras grandes voces –las de Carlos Gardel, Julio Sosa, Goyeneche, Edmundo Rivero, Roberto Marino, y aun las mujeres como Azucena Maizani o Tita Merello–, a la vez que adentrarme también en una Buenos Aires entrevista como laberinto, no un laberinto situado en el espacio sino en el tiempo: una ciudad que muda de piel de un día para el otro, o de una hora a la otra. Como siempre sucede cuando se termina una novela, el autor no tiene la menor idea de si lo que ha hecho es un completo fracaso. La única felicidad verificable es que El cantor de tango, que tiene unas 250 páginas y un trabajo de investigación documental de más de tres mil páginas, es el primero de mis libros que no ha sido escrito por lo menos dos veces.
Una enfermedad súbita y feroz, como suelen ser las peores, interrumpió la escritura de otra novela que lleva dos versiones, Purgatorio, y a la que he vuelto con tenacidad y felicidad hace pocas semanas. En los intervalos que me iba dejando el cuerpo, volví al periodismo, y seguí escribiendo piezas para La Nación de Buenos Aires, para El País de Madrid y The New York Times. Casi todas las historias que cuento son historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones, y termino escribiendo novelas que no quiero. Pero, por su puesto, no publico las novelas que salen torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis.
Una de las mayores hazañas del periodismo ahora y aquí es convencer a los lectores de que se está narrando algo que ha sucedido de verdad, porque cuanto mayor es la información de que se dispone, tanto más lábiles parecen las fronteras entre ficción y realidad. Sobre todo en este continente, donde suceden a diario tantos hechos inverosímiles y donde el azar choca tanta veces contra los témpanos de la lógica, se está volviendo difícil saber de qué lado de la verdad estamos parados: del lado donde narramos lo que vemos o del lado donde narramos lo que creemos que vemos. El lenguaje nos desconcierta. Ponemos en duda no ya los hechos sino el modo de narrar los hechos. En ese modo de narrar los hechos, en ese cómo de la reali¬dad, fluyen resplandores de la verdad que se mantienen ocultos cuando los he¬chos se cuentan a la manera de –digamos– las agencias de noticias. A diferencia del periodismo o de la historia, las novelas son una afirmación de libertad plena, un juego perpetuo. En las novelas –pero jamás en el periodismo, que prohíbe imaginar y, por lo tanto, prohíbe mentir– es posible convertir el presente en una fábula, permitiendo que los personajes históricos establezcan una relación dialéctica con la imaginación y que inclusi¬ve corrijan la imaginación.
Escribo casi siempre por las mañanas, a un ritmo desparejo. Tardo mucho en encontrar el tono justo de cada relato, porque tengo la certeza de que cada relato debe ser contado de una sola manera, y que fracasa cuando el tono está equivocado. Tardo también en dar con la estructura o la arquitectura adecuada que vaya de la mano con ese tono y con la intriga o el tema que narro. Por lo general, casi todas las historias que cuento son historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones, y termino escribiendo novelas que no quiero. Pero, por supuesto, no publico las novelas que salen torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis. Media página, a veces, me lleva diez a veinte horas de trabajo, y en muy raras ocasiones, dos páginas se terminan en seis horas o siete, pero me doy cuenta de que el texto funciona cuando siento que el trabajo me depara felicidad y curiosidad, o deseo, o sueños, o anotaciones súbitas. Admiro a los escritores que pueden trabajar en cualquier parte, a mano o como sea. Eso me sucede, por lo general, con los artículos periodísticos. Los escribo en cualquier lugar. Pero cuando empiezo un libro, necesito seguir escribiéndolo y terminarlo en el mismo cuarto de la misma casa y en la misma computadora, lo cual se convierte en un drama cuando un libro tarda más de la cuenta, como me sucedió con Santa Evita, El vuelo de la reina y como me está sucediendo ahora con Purgatorio. Si la realidad de alrededor se altera, no puedo saltar a la misma ficción. Salto a otra, me cambio de penumbra.
Lo que escribo está siempre en estado de proyecto, así como cada uno de los seres humanos es, por fortuna, un proyecto que se desplaza, que no sabe de dónde viene ni hacia dónde va.
Texto leído el 30 de octubre de 2007, en el marco del nombramiento de Tomás Eloy Martínez como profesor honorario de la Facultad de Comunicación y Letras UDP.
Revista dossier,cl
Revista Dossier
Escribo para explorar los límites entre lo real y lo ficticio, escribo también desde lo que desconozco, desde lo que no comprendo, desde lo que me afecta (es decir, siguien-do la vieja etimología de la palabra, desde aquello que de algún modo me rehace). Escribo para reconocer esos descono-cimientos que están allí y ante los que no quisiera permanecer ciego. Y por las mismas razones, leo. La lectura y la escritura son las dos actividades humanas que me definen como persona.
Antes aún de que aprendiera a leer, cuando me esforzaba por desentrañar el significado que ocultaban las formas de las letras, le formulé a mi padre una pregunta que él me repitió poco antes de morir, porque en su momento no la supo contestar, como yo tampoco sabría hacerlo ahora: ¿somos nosotros quienes creamos las palabras que nombran las cosas de la realidad, o las cosas nacen de las palabras que las nombran? Los filósofos y los semiólogos han respondido de muchas maneras a esa cuestión que acabo de formular tan torpemente como en la infancia, pero la duda nunca dejó de estar ahí. Sé –al menos eso sé– que avanzamos en la selva de lo desconocido asociando palabras. Leemos para imaginar. Leemos para aprender cómo es la respiración del mundo. Y, a veces, también leemos para descubrir que el mundo no respira como imaginábamos, sino de otra manera. Todo y todos somos, a cada instante, otros. Si no supiéramos leer, tampoco sabríamos pensar.
Escribir viene después. La escritura es la envidia sana de la lectura o, más bien, el deseo de prolongar la lectura indefinidamente. Alguna vez he contado que escribí mi primer relato a los nueve o diez años, para salvarme de la prohibición de leer, que mis padres me impusieron como castigo durante un mes por un delito de desobediencia. Pero aquello que escribí era sólo un resumen de lo que había leído, un magma en el que el mundo no era como era sino como a mí me parecía que debía ser. Tiempo después, leyendo a Walter Benjamin, aprendí que hay cierta ansiedad en todo narrador por ser otro, por estar en otros: “Narrar no sólo es significativo porque nos permite asumir o dibujar un destino ajeno, que a la vez nos educa”, dice Benjamin en un ensayo memorable, “El narrador”: “Es significativo porque ese destino ajeno, gracias a la fuerza de la llama que lo consume, nos transfiere el calor que jamás obtenemos de nuestro propio destino”. En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros.
Muchas veces me he puesto a pensar en cómo los desplazamientos geográficos me han afectado la escritura. He tratado de ver si la relación entre autor y lengua se modifica con las migraciones. Vivo hace treinta años fuera de la Argentina, con un paréntesis de cinco años dentro, entre 1985 y 1990, y lo único que de veras ha afectado mi modo de ver el mundo (lo que implica también el modo de narrarlo) fue mi salida de Tucumán hacia Buenos Aires, cuando era poco más que un adolescente. Una de las mayores hazañas del periodismo ahora y aquí es convencer a los lectores de que se está narrando algo que ha sucedido de verdad, porque cuando mayor es la información de que se dispone, tanto más lábiles parecen ser las fronteras entre ficción y realidad. Sobre todo en este continente, donde suceden a diario tantos hechos inverosímiles y donde el azar choca tantas veces contra los témpanos de la lógica, se está haciendo difícil saber de qué lado de la verdad estamos parados: del lado donde narramos lo que vemos o del lado donde narramos lo que creemos que vemos Aun así, la huella que Tucumán dejó en mí nunca se ha borrado. En la infancia imaginamos paraísos inalcanzables, y el que con más frecuencia imaginábamos en mi provincia era Chile. Nos parecía un paraje tan remoto como la Catay de Marco Polo o la Samarkanda de Las mil y una noches. Estaba al otro lado de una cordillera alta como el mundo y al lado de un océano que en los mapas se veía infinito. Yo no me había despertado aún de la inocencia cuando el gobierno de González Videla comenzó a arrojar sobre Tucumán chilenos descontentos que nos asombraban por sus modales educados y por su lenguaje sembrado de palabras que desconocíamos. Dos de los recién llegados se quedaron y echaron raíces al casarse con unas primas de mi madre que eran solteras desahuciadas. Fue gracias a ellos que aprendí de memoria muchos poemas del Canto general de Neruda. Chile dejó entonces de ser el espejismo de un edén al que jamás se llega y se convirtió en “el largo pétalo”, “mar del desierto norte, mar que golpea el cobre y adelanta la espuma hacia la mano”.
Cuando, ya en plena juventud, me fui a vivir a Buenos Aires, este maravilloso país de ustedes se me volvió cada vez más familiar. Descubrí sus pliegues luminosos y sus rincones oscuros leyendo Coronación de José Donoso; Eloy, esa formidable y olvidada novela de Carlos Droguett; los antipoemas de Nicanor Parra y las crónicas que aparecían en la revista Ercilla, donde aprendíamos lecciones de buen periodismo que luego aplicábamos en el semanario Primera Plana. Desde entonces, Chile no se ha apartado de mi imaginación y de mis sentimientos. Cuando lo tuve más cerca fue cuando compartí con una decena de chilenos la Venezuela del exilio. Todavía recuerdo las amistades fraternales que hice con varios en el diario El Nacional y después en El Diario de Caracas que fundé con periodistas memorables como el Negro Jorquera, que se había salvado de la muerte por puro azar en las aceras del Palacio de la Moneda, el fatal 11 de septiembre de 1973. Y en las Colinas de Bello Monte, donde las casas parecían colgar del cielo, oí deslumbrado a Gonzalo Rojas leer los poemas de su libro Oscuro, mientras le formulaba a su esposa Hilda una pregunta que no se me ha borrado de la memoria: “¿Qué se ama cuando se ama?”
Hice también amistades fraternales con otros chilenos en el Wilson Center de Washington durante el año feliz en que escribí allí La novela de Perón. Y no puedo olvidar lo cerca que me sentí de este país durante mis largos encuentros en los Estados Unidos con Raúl Prebisch, de origen tucumano como yo, casado con una chilena generosa, y al que debo todo lo que sé sobre las complejas realidades de la economía de América Latina.
Ya que estoy contándoles adónde llegué, quiero regresar ahora al punto del cual vine.
Cuando empecé a componer mis primeras novelas fracasadas, a los veinte años, recién llegado a Buenos Aires, me deslumbraba la imagen de Flaubert batallando como un esclavo de algodonal para encontrar le mot juste, la única palabra posible dentro de cada frase. Luego supe que James Joyce había pasado una vez dieciséis horas verificando si todas las partes de una oración de Ulysses estaban donde debían estar, porque cualquier dislocación destruía el efecto del conjunto. Y yo vanamente trataba de imitarlos, sin advertir que por mucha razón que uno encuentre en los modelos, más razón hay en explorar los límites de uno mismo.
Mi primera novela, Sagrado, de 1967, fue una obra de ruptura, de tanteo. Cometí en ella el error de negar todo lo que yo era entonces: el periodista, el investigador de las crónicas de Indias, el crítico de la literatura latinoamericana. Resultó, por eso, un fracaso, sólo reconfortado por las críticas benévolas que se publicaron en este país. Las otras cinco novelas que he escrito, La novela de Perón, La mano del amo, Santa Evita, El vuelo de la reina y El cantor de tango, en tanto crean deliberadas vacilaciones entre ficción y realidad, se mueven en el camino del medio, entendiendo el medio en el mismo sentido de Gilles Deleuze: como el lugar del movi¬miento, del pasaje, el punto de máxima velocidad, el imprevisto y vulnerable punto por donde las cosas empujan. ¿Medio entre qué y qué, podría preguntarse? Medio o línea del medio en la que todo cabe, todo vale: en la que el lenguaje se nutre hasta de aquello que la tradición podría considerar como escoria, como no litera¬tura, mientras, a la vez, se afana en busca de un orden verbal, de una estructura capaz de descubrir la realidad como otra cosa: como una transfiguración o epifanía. De esa manera, el camino del medio no es la búsqueda de un promedio, de una conciliac¬ión entre contrarios sino, como diría Deleuze, es la fruición por el exceso.
A veces, el camino del medio son muchos caminos. He escrito tres versiones distintas de La novela de Perón, y dos de Santa Evita. La mano del amo era un relato de veinte páginas que terminé en una noche, en Caracas. Diez años después, en Buenos Aires, me senté a retrabajarlo. Sin que me diera cuenta, creció y se transfiguró hasta convertirse en el libro que fue. Hice dos versiones de El vuelo de la reina, que no se parecen para nada entre sí.
A fines del 2003 terminé El cantor de tango. Allí están entretejidos una serie de relatos, ocho o nueve en total, que tratan de dibujar un mapa de la ciudad de Buenos Aires que no se ve, una topografía urbana de lo desconocido. Me interesaba, como en La mano del amo, narrar a un cantor de voz absoluta, alguien que condensa en su voz, como en un aleph borgiano, todas las otras grandes voces –las de Carlos Gardel, Julio Sosa, Goyeneche, Edmundo Rivero, Roberto Marino, y aun las mujeres como Azucena Maizani o Tita Merello–, a la vez que adentrarme también en una Buenos Aires entrevista como laberinto, no un laberinto situado en el espacio sino en el tiempo: una ciudad que muda de piel de un día para el otro, o de una hora a la otra. Como siempre sucede cuando se termina una novela, el autor no tiene la menor idea de si lo que ha hecho es un completo fracaso. La única felicidad verificable es que El cantor de tango, que tiene unas 250 páginas y un trabajo de investigación documental de más de tres mil páginas, es el primero de mis libros que no ha sido escrito por lo menos dos veces.
Una enfermedad súbita y feroz, como suelen ser las peores, interrumpió la escritura de otra novela que lleva dos versiones, Purgatorio, y a la que he vuelto con tenacidad y felicidad hace pocas semanas. En los intervalos que me iba dejando el cuerpo, volví al periodismo, y seguí escribiendo piezas para La Nación de Buenos Aires, para El País de Madrid y The New York Times. Casi todas las historias que cuento son historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones, y termino escribiendo novelas que no quiero. Pero, por su puesto, no publico las novelas que salen torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis.
Una de las mayores hazañas del periodismo ahora y aquí es convencer a los lectores de que se está narrando algo que ha sucedido de verdad, porque cuanto mayor es la información de que se dispone, tanto más lábiles parecen las fronteras entre ficción y realidad. Sobre todo en este continente, donde suceden a diario tantos hechos inverosímiles y donde el azar choca tanta veces contra los témpanos de la lógica, se está volviendo difícil saber de qué lado de la verdad estamos parados: del lado donde narramos lo que vemos o del lado donde narramos lo que creemos que vemos. El lenguaje nos desconcierta. Ponemos en duda no ya los hechos sino el modo de narrar los hechos. En ese modo de narrar los hechos, en ese cómo de la reali¬dad, fluyen resplandores de la verdad que se mantienen ocultos cuando los he¬chos se cuentan a la manera de –digamos– las agencias de noticias. A diferencia del periodismo o de la historia, las novelas son una afirmación de libertad plena, un juego perpetuo. En las novelas –pero jamás en el periodismo, que prohíbe imaginar y, por lo tanto, prohíbe mentir– es posible convertir el presente en una fábula, permitiendo que los personajes históricos establezcan una relación dialéctica con la imaginación y que inclusi¬ve corrijan la imaginación.
Escribo casi siempre por las mañanas, a un ritmo desparejo. Tardo mucho en encontrar el tono justo de cada relato, porque tengo la certeza de que cada relato debe ser contado de una sola manera, y que fracasa cuando el tono está equivocado. Tardo también en dar con la estructura o la arquitectura adecuada que vaya de la mano con ese tono y con la intriga o el tema que narro. Por lo general, casi todas las historias que cuento son historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones, y termino escribiendo novelas que no quiero. Pero, por supuesto, no publico las novelas que salen torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis. Media página, a veces, me lleva diez a veinte horas de trabajo, y en muy raras ocasiones, dos páginas se terminan en seis horas o siete, pero me doy cuenta de que el texto funciona cuando siento que el trabajo me depara felicidad y curiosidad, o deseo, o sueños, o anotaciones súbitas. Admiro a los escritores que pueden trabajar en cualquier parte, a mano o como sea. Eso me sucede, por lo general, con los artículos periodísticos. Los escribo en cualquier lugar. Pero cuando empiezo un libro, necesito seguir escribiéndolo y terminarlo en el mismo cuarto de la misma casa y en la misma computadora, lo cual se convierte en un drama cuando un libro tarda más de la cuenta, como me sucedió con Santa Evita, El vuelo de la reina y como me está sucediendo ahora con Purgatorio. Si la realidad de alrededor se altera, no puedo saltar a la misma ficción. Salto a otra, me cambio de penumbra.
Lo que escribo está siempre en estado de proyecto, así como cada uno de los seres humanos es, por fortuna, un proyecto que se desplaza, que no sabe de dónde viene ni hacia dónde va.
Texto leído el 30 de octubre de 2007, en el marco del nombramiento de Tomás Eloy Martínez como profesor honorario de la Facultad de Comunicación y Letras UDP.
Revista dossier,cl
El lobby otra cara de la corrupción
Apenas buscamos en la web sobre el significado de la palabra “lobby” aparecen miles de coincidencias relacionadas. Con muy pocas variantes las acepciones coinciden:
“Grupo de personas que intentan influir en las decisiones del poder ejecutivo o legislativo en favor de determinados intereses. Su denominación en castellano es “grupo de presión”.
“Personas que actúan cerca del poder para favorecer los intereses de determinado sector industrial o empresarial. Sus actividades entran en la franja de lo ilícito sólo si recurren al tráfico de influencias y al uso de información privilegiada”.
“Lugar donde personas o grupos negocian o presionan por intereses específicos a las autoridades”.
Y así podríamos continuar citando indefinidamente las acepciones que traen diferentes diccionarios, enciclopedia y publicaciones, todas coincidentes sobre un término de origen inglés que en definitiva se utiliza para determinar a personas o grupos de personas que se dedican a hacer contactos, influenciar y presionar en la toma de decisiones en el sector público.
A tal punto se ha generalizado esta práctica que países como España, Colombia y Chile, entre otros, están procesando, la reforma en unos casos, y en otros, la elaboración de leyes, que regulen esta actividad a fin de contar con una herramienta más eficiente para combatir la corrupción, de forma tal que el lobby sea un trabajo público sujeto a los órganos de control y a la vigilancia social. Sin embargo, existen otros como los Estados Unidos y la mayoría de países europeos, en donde el lobby se considera legal, a menos que se compruebe que algún funcionario ha incurrido en cohecho.
El lobbysta no tiene un perfil profesional específico, bien puede ser un abogado, un empleado público, un no profesional dedicado a los negocios, un político, un militar en retiro, o simplemente cualquier individuo que descubrió que la mejor forma de ganar dinero es generando necesidades, solucionando problemas, o induciendo a contratar, todo esto, con el Estado. Un “buen” lobbysta es alguien que no tiene preferencias políticas, pues debe moverse en todos los gobiernos; eso sí, ha de contar con una carpeta de contactos que incluya necesariamente a personas influyentes y autoridades de alto nivel. El trabajo de estos individuos se desenvuelve tanto en oficinas reservadas como en hoteles, restaurantes de lujo, o alguna discreta cafetería. En muchos casos requieren de un capital que les permita realizar gastos y mantenerse durante períodos relativamente largos de tiempo mientras concretan los “negocios”, cosa que es considerada como una inversión que esperan tenga luego una sustancial recompensa.
En nuestro país el lobby no tiene ningún control, por lo que cada vez es mayor el número de individuos dedicados a ello. Contrario a lo que ocurre en los Estados Unidos y Europa, en donde la presión e influencia que ejercen los lobbistas sobre congresistas y parlamentarios tiene como objetivo lograr la toma de decisiones, tratando de evitar la emisión leyes, o que éstas no afecten los intereses de las grandes transnacionales en aspectos tales como el comercial, medioambiental, farmacéutico, automotriz, o de seguridad, acá estas personas más bien orientan su acción de intermediación a la concreción de negocios con el Estado. Hasta hace poco el mayor número de lobbistas se vinculaba a los sectores hidrocarburífero, de defensa, seguros y telecomunicaciones. Hoy están en prácticamente todos los sectores, desde educación hasta obras públicas, salud, seguridad, energía, justicia, gobiernos autónomos, etc; así como en el Congreso y órganos de control. Otra diferencia entre el lobbista extranjero y el criollo, es que mientras los lobbistas norteamericanos y europeos -entre los que se cuentan expresidentes y exjefes de estado- reciben una remuneración anual, aquí estas personas ganan una comisión en función de los negocios que logran “cerrar”, lo que estimula las prácticas antiéticas, ilegales, e inclusive delictivas. De ahí que su acción muchas veces sea burda, pues van de Ministerio en Ministerio y de dependencia en dependencia, ofreciendo -a quien creen es el contacto clave- un “negocio” que puede incluir financiamiento externo si la entidad no cuenta con recursos, así como el suministro de bienes o la ejecución de obras, de cualquier clase, pues supuestamente tienen contactos en todas partes del mundo -desde la China, Taiwán, Rusia, o India, hasta en los países africanos- con toda clase de proveedores.
No obstante, quienes practican esta actividad, refieren que su trabajo es más o menos similar al de un vendedor o agente de negocios, que oferta determinados productos en base a las necesidades de la entidad ante la cual se hace el acercamiento. En otras palabras, para ellos, el lobbista es una especia de visionario que descubre necesidades que no han sido detectadas por la administración, y otras veces es un facilitador de recursos, de los que generalmente carece el Estado, a cambio de que la compra o la obra se la adjudique a quien el prestamista lo determine. Visto así, parecería que dicha actividad más bien es beneficiosa para el Estado. Sin embargo, el tema no es tan simple ni inocente como parece. En Latinoamérica, los lobbistas son comisionistas que reciben dicho “fee” por su intermediación o apertura de negocios, lo cual tampoco parecería ilegal, puesto que quien aparentemente asumiría el costo de dicha comisión sería la persona, natural o jurídica, nacional o extranjera, a quien se le adjudique el contrato.
Más en la realidad aquello que podría parecer un bien intencionado acercamiento para beneficiar al país, tiene un entramado de corrupción en el que se involucran en cadena una serie de funcionarios, generalmente del más alto nivel, de organismos, entidades y empresas públicas, a quienes a cambio de su visto bueno o aceptación del negocio, se les entrega un valor fijo o determinado porcentaje en relación al precio del contrato, amén de homenajes, regalos y viajes, con lo que se perfecciona el cohecho. Es que en la práctica estos negocios se convierten en negociados, los cuales se caracterizan por el incumplimiento de la normativa jurídica societaria, evasión de los procesos precontractuales de selección o licitación, exoneraciones tributarias, grandes sobreprecios, altísimos costos de financiamiento, costo final impredecible a causa de imprevistos e indexación de precios. A todo ello, agréguese que muchos de estos “negocios” devienen en incumplimiento de contratos y mala calidad de los bienes u obras; o lo que es peor, se erigen en grandes elefantes blancos que no prestan ningún servicio a la ciudadanía. De esta manera el lobbista que en principio parecía un inocente intermediario, se convierte en actor principal de una tramoya de corrupción que deviene en la comisión de varios delitos, entre estos, el de peculado. Dependiendo del monto de los contratos, la comisión o “fee” (como prefieren llamarla) que recibe el lobbista varía, así en tratándose de valores muy altos puede ser del 0,05% al 1%; en otros, dicho porcentaje incluso puede llegar al 5%.
Se conoce de algunos lobbistas que complementan su actividad realizando gestiones con la finalidad de evitar o desvanecer multas y glosas de algunos “clientes”, o influir en pronunciamientos que tienen el carácter de vinculantes en la administración, esto obviamente a cambio de un pago proporcional al beneficio que se consiga. También como una ramificación de esta labor se habla de la existencia de personas que se encargan de recopilar información y apropiarse de documentación comprometedora, para luego someter a chantaje a los involucrados y venderles la solución a sus problemas a cambio de altas sumas de dinero, emolumento que incluye su intermediación ante los órganos públicos para evitar sanciones. Negocio redondo en donde todos ganan: el investigado, el intermediario y el funcionario que se presta para tapar los entuertos. Sólo hay un perdedor: la sociedad.
Lamentablemente, en su actividad ilícita, el lobbista cuenta con un seguro que muchas de las veces funciona. Es que al haber recibido dinero o alguna otra especie por sus favores, los funcionarios públicos involucrados en actos de corrupción, no develan el nombre de los intermediarios, con lo que sus acciones gozan de impunidad y pueden continuar en su acción deshonesta y atentatoria al bien común. Esta práctica, tal como se la lleva, de ninguna manera puede decirse que esté amparada en las garantías constitucionales, ya que ninguna de ellas faculta el tráfico de influencias, la concusión, el cohecho, o el peculado
Reflexiones sobre el momento político preelectoral en Ecuador
Pasada la consulta popular del 7 de mayo, buena parte de la población se ha quedado en el limbo (Estado semejante al que experimentan quienes han absorbido escopolamina). Algunos porque nunca entendieron de que se trataba ese acto y, otros, porque simplemente hace mucho dejaron de creer en “los cambios” y piensan que a pesar de la nueva Constitución, nuevas leyes, consultas, referendos, etc, etc, todo seguirá igual. Igual de deficientes los sistemas de salud, educación, seguridad ciudadana, seguridad social, en fin… que el país seguirá igual, y que igual la corrupción seguirá paseándose impunemente por las dependencias públicas, mientras despistados censores la buscan en los editoriales de los periódicos.
Es que tanto se ha abusado del recurso –en principio democrático- del sufragio, que ha terminado devaluado y distorsionado, pues en lugar de utilizarse como un medio de fortalecimiento de la democracia, se ha pretendido darle un efecto legitimador de un estilo de gobierno, de ahí que es común escuchar a los voceros del oficialismo y al propio Presidente frases como: “el pueblo reclama…”, “el pueblo exige…”, “el país demanda…” dando por hecho que el gobernante es la voz del pueblo, y por extensión la voz de Dios.
Pese a ello, el mandatario ha advertido su intención de seguir convocando a las urnas, por lo que no sería nada raro que someta a decisión popular temas seguramente direccionados a garantizar ad eternum la continuidad de su proyecto, poniéndose a tono con las pretensiones de sus colegas del Alba.
Pero bien, si antes no sucede nada, a menos de dos años para que se elija nuevo presidente de la República, suponemos que pronto comenzarán a delinearse las estrategias que permitan, a unos, continuar en el poder; y, a otros, el recambio de autoridades.
En principio, parecería que a Alianza País, o más bien, a Correa, le viene fácil su cometido. Al obeso aparataje estatal, los cuantiosos recursos provenientes del petróleo que le permite sostener su política asistencialista, docenas de medios de comunicación incautados, las demás funciones del Estado desprestigiadas y bajo control, una gran cantidad de nuevos burócratas-brigadistas, han de sumarse las debilidades de una oposición timorata, dispersa, caracterizada por la ausencia de organización política, contraposición de intereses, incapacidad de construir propuestas alternativas y viables, falta de una estrategia coordinada, y excesivo afán de protagonismo.
A efectos de afianzar su imagen, en los siguientes dos años, el régimen tratará de ejecutar a paso acelerado cuanta obra crea necesaria para demostrar eficiencia, para ello seguirá utilizando declaratorias de emergencia, mecanismo de dudosa transparencia, que permite asignar recursos de forma discrecional y adjudicar directamente contratos sin someterse a engorrosos procedimientos licitatorios. El sistema vial será exhibido como muestra de que la revolución avanza, lo mismo que unos cuantos remozados hospitales y escuelitas, o por ahí ciertos cambios en el sistema judicial. De los llamados megaproyectos, siempre que el flujo de préstamos chinos no falle, seguramente se verá algo más que las primeras piedras. Posiblemente a última hora se decreten alzas de salarios y del bono de la pobreza.
Sin embargo, y sin que de ello se pueda responsabilizar a la oposición, conspiran contra el sueño oficialista: el propio Gobierno y su estilo impositivo y confrontador; el desenfrenado incremento de la delincuencia; la pobreza y el desempleo cuya patética imagen cotidiana desmiente las cifras oficiales; el estancamiento de la economía, la cual sigue anclada al precio del petróleo, las cargas tributarias, las remesas de los migrantes, los créditos externos y al lavado de dinero proveniente de actividades ilícitas; la prácticamente nula inversión extranjera; la ineficiencia de la mayoría de administradores dedicados a endeudarse unos, y otros a comprar de forma compulsiva; la corrupción generalizada; la deficiente, o más bien inexistente estrategia comunicacional, limitada a acciones propagandísticas y enredada en peleas mediáticas inoficiosas; el desgaste del repetitivo discurso oficial que después de más de cuatro años, se empecina en seguir atribuyendo las culpas pasadas y futuras a la “prensa corrupta”, la “banca corrupta”, la “izquierda infantil”, los “ponchos dorados”, los “pelucones”, y “la partidocracia”, clichés que al igual que esos otros: “la patria, la salud, la alegría, la revolución… ya es de todos”, por carentes de vínculo objetivo entre el enunciado y la realidad hace rato perdieron los efectos que los códigos goebbelianos pretenden de la propaganda; la incapacidad de Alianza País para construir un movimiento orgánico, doctrinario, democrático y participativo, que le permita salir del empantamiento al que lo ha conducido su actual esquema caudillista, la manipulación a que están sometidas las funciones y organismos del Estado, la constante transgresión al ordenamiento jurídico, el ataque sistemático a todos quienes no adhieren al proyecto oficial, el desprestigio de varios de sus asambleístas salpicados por denuncias de corrupción, y así se podría seguir enumerando un sin fin de factores negativos que no han podido ser capitalizados por la oposición.
No hay que olvidar que en el último proceso electoral el “NO” tuvo dos grandes aliados: la clase media, desencantada de un proyecto ausente de respuestas y de imaginación, que aparentemente no da más; y el movimiento indígena. Dos sectores que difícilmente pueden recuperarse, a los que se sumó buena parte de la izquierda, además de los disidentes del movimiento oficialista. De otra parte, en gran medida los votos alcanzados por el Gobierno en la consulta provinieron de la vertiente controlada por algunos alcaldes y prefectos en determinadas provincias, apoyo que se fundamenta en las leyes del mercado (oferta y demanda) y no en principios ni ideologías.
Igual cosa sucede con gran parte del electorado de las provincias de la costa, presa fácil del clientelismo populista, práctica que demanda ingentes recursos. Esto, fuera de los beneficiarios del bono de la pobreza, del seguro social campesino y de algunos sectores pauperizados que todavía confían en el discurso presidencial, configura un apoyo absolutamente precario.
Si la oposición se empeña en seguir actuando como hasta ahora, desde ya se vislumbra una próxima campaña electoral bajo el mismo libreto simple y pedestre, que han utilizado los políticos desde el llamado “retorno a la democracia”, enfocado en exponer a la luz todos los trapos sucios del contrincante, sus allegados o colaboradores, y elaborar una lista de ofrecimientos, entre los que no pueden faltar: la generación de empleo, la redistribución equitativa de la riqueza, el combate a la corrupción y la delincuencia, la mejora de los servicios públicos, el impulso a la producción, la construcción de vivienda, y así por el estilo, todo esto, vendido a través de logos y clichés pegajosos. La única diferencia con anteriores campañas es que esta vez, el vendedor de ilusiones de preferencia debería ser una figura nueva, desvinculada del pasado.
Siendo que la política en el país se maneja sobre esquemas básicos, nada complicados, ya veremos que hacen los actores para sacar ventaja en ese elemental escenario.
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