viernes, 6 de marzo de 2015

El escritor recuerda...


Un ameno y bien logrado relato de Michael Jacobs (Génova 1952-Londres 2014) sobre su encuentro con Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias, antes de iniciar su travesía por el río Magdalena que daría lugar al libro El Ladrón de Recuerdos. En este corto relato Jacobs logra trasladar al lector a una de esas noches de bohemia de la ciudad amurallada, en donde por casualidad encuentra al entonces octogenario autor de Cien Años de Soledad, quien ante la sola mención del insigne río de Colombia parece recobrar nuevos bríos: “Me acuerdo de todo lo relacionado con el río, de absolutamente todo –dijo finalmente, comportándose como si no quedara nadie más en el patio–... los caimanes, los manatíes...

Por Michael Jacobs
Todavía recuerdo como estaban sus ojos ya tarde aquella noche, chispeantes al principio, luego alternadamente pensativos, vacíos y cansados, mientras los músicos, ajenos a ellos, seguían con su música, en un agasajo sin fin al gran escritor con los vallenatos de su juventud caribeña. Por un rato estuve seguro de que se había quedado dormido. Hacía mucho que su cabeza había dejado de asentirle a la música, y sus pesados párpados se veían firmemente cerrados. Permanecí sentado delante de él como un acólito muy tímido, sudando a causa del entusiasmo y el calor. Entonces me di cuenta de que no estaba dormido en absoluto. Tenía los ojos medio abiertos y me miraba con curiosidad, quizás preguntándose quién era yo. Por un instante sentí que me había convertido en su yo más joven, mientras él se había convertido en un caimán que me observaba desde las orillas de un río tropical, soñoliento y casi invisible, pero con unos ojos que miraban por sobre las aguas turbias, captándolo todo.
Lo había visto por primera vez apenas la noche anterior. Estábamos en enero de 2010, y acababa de comenzar un festival literario en Cartagena de Indias. Algunas personas que yo había conocido en el círculo de los festivales internacionales se habían reunido con una gran sección transversal de la élite social incestuosa de Colombia. Cualquier pretensión de intercambio intelectual se había desvanecido al llegar la noche, cuando la ciudad colonial de colores vivos revelaba su núcleo hedonista en una ronda casi continua de fiestas. Los juerguistas más empedernidos solían terminar en el Bazurto Social Club, célebre albergue nocturno de un barrio lleno de expatriados, prostitutas, turistas de bajo presupuesto y amantes de la atmósfera desaliñada.
Había llegado allí poco antes de la medianoche. Los bebedores salían por montones a la calle, huyendo de los rápidos ritmos africanos de la champeta que retumbaba desde el interior de altos techos. Entré en el recinto. Me abrí paso entre las personas que bailaban apretaditas, me colé entre amontonados estudiantes que bebían cerveza y llegué a la barra del bar. Un grupo de jóvenes editores y periodistas estaba allí reunido, muy cerca los unos de los otros, riendo y bebiendo ron. Uno de ellos, un amigo inglés, me dijo que echara un vistazo al otro lado del bar.
–No vas a creer quién está allí –dijo, con su sonrisa de borracho.
Entre las caras de los que estaban sentados en una mesa larga en la parte posterior reconocí a un poeta granadino, su esposa, una novelista popular, y a un comentarista cultural radicado en Madrid, que acababa de publicar un libro de memorias literarias titulado Egos revueltos. Y entonces lo vi, sentado junto al poeta, pero sin hablar con nadie, completamente inmóvil, mirando fijamente el espacio lleno de humo. El legendario escritor colombiano.
Su bigote era inconfundible, al igual que su pelo grueso y rizado, de amplias entradas, sus grandes gafas y sus ojos oscuros, hundidos. Pero lo primero que pensé, al ver este rostro casi tan icónico para mí como el del Che Guevara, era que no se trataba de la persona que todos pensaban que era sino de alguien parecido, un imitador, una persona a quien habían contratado para dar un toque de parodia a este evento literario. Podría haber sido una de esas estatuas vivientes que posan inmóviles durante horas para atraer la atención de compradores y turistas, pues apenas si se movía, y solo lo hacía cuando comenzaban los infaltables admiradores a acercársele tímidamente, a pedirle un autógrafo para expresar su devoción. Entonces su brazo se activaba brevemente con una sacudida, y una sonrisa seca aparecía en el rostro, como si delante de él hubieran tirado una moneda en una coca.
Su presencia tarde en la noche en un bar popular no era, pensándolo bien, particularmente sorprendente. Él era un hombre del pueblo, amante de la vida de los bajos fondos, una persona con el atractivo elemental de una estrella del fútbol. Lo más notable era que por fin había vuelto a Cartagena y lo trataban casi como si el Mesías hubiera reaparecido. A pesar de que tenía una casa en la ciudad vieja, ahora apenas se alejaba de su hogar de adopción en Ciudad de México. Evitaba de frente los festivales literarios, y no había estado en Cartagena desde 2006, cuando su llegada había producido una severa congestión en las calles del casco antiguo. Ahora tenía más de ochenta años y había estado gravemente enfermo de cáncer. Yo había escuchado varios rumores sobre su muerte inminente.
Sin embargo, la persona sentada en el Bazurto Social Club mostraba pocos signos de mala salud física; solo de soledad y falta de conexión con los que estaban con él. La fama excesiva tal vez lo había aislado en su propio mundo, convirtiéndolo, a su edad avanzada, en lo que había predicho su ficción, el patriarca en el otoño, el coronel a quien nadie habla, el general en su laberinto, la encarnación de Cien años de soledad. Y entonces, mientras yo seguía observándolo con miradas furtivas desde el otro lado del bar atiborrado, me di cuenta de algo más. Tenía una mirada que yo había observado muchas veces en mis padres ancianos: una mirada con un poco de enojo y perplejidad, como si quisiera que se marcharan quienes lo rodeaban, como si se hubiera dado cuenta con temor de que no tenía idea de quiénes eran aquellas personas y qué hacía él en su compañía. Mi padre había muerto del mal de Alzheimer en 1998, sin ningún recuerdo de sus dos hijos, o de lo que había hecho en su vida. Mi madre, ahora a pocas semanas de su nonagésimo cumpleaños, se encontraba en una fase avanzada de demencia.
Mientras pensaba si el escritor iba por el mismo camino que mis padres, pensé en ir a saludarlo, como tantos otros lo estaban haciendo ahora en el bar. Sospechaba que conocerlo sería algo tan fugaz y carente de sentido como tocar una reliquia sagrada, pero al menos podría decir después que le había dado la mano a uno de los gigantes de la literatura moderna. Alguien a quien había conocido en el festival me pasó una botella de cerveza, así que abandoné mi plan y me reuní con los bebedores empedernidos en el bar. No creía que fuera a tener otra oportunidad de conocer al escritor.
Pero nuestros caminos se cruzarían de nuevo la noche siguiente, en una fiesta ofrecida por un millonario venezolano en un hotel boutique situado en el corazón turístico de la ciudad amurallada. La mayoría de los invitados estaban reunidos en una terraza en la azotea, trajeados con vistosas prendas de algodón, bebiendo cocteles, contemplando las cúpulas iluminadas. La escena tenía la irrealidad glamorosa de un anuncio de ron, con su cuota ordinaria de gente bronceada y hermosa. Transcurrido un par de horas, poco más o menos, casi todo el tiempo oyendo chistes del mundillo y oscuros chismes literarios, me sumí en mis pensamientos, marginado de la conversación general, hasta que una novelista marroquí, que había desaparecido por un rato de nuestro grupo, regresó a unirse con nosotros, temblando de emoción. Cuando iba a buscar un baño pasó por casualidad junto a un patiecito, donde había visto al escritor, a quien se refirió simplemente como “él”. Acababa de terminar de comer, y lo rodeaban familiares y amigos. Un grupo vallenato estaba a punto de comenzar a tocar. La habían llamado a su mesa y había hablado con el hombre mismo.
–No podía haber sido más asequible.
Pronto estábamos todos en la planta baja, incómodamente agrupados en una esquina del patio, hablando entre nosotros, escuchando los vallenatos, fingiendo que no lo mirábamos a él, pero esperando, aunque solo inconscientemente, algún signo o excusa para acercarnos a su círculo. Reconocí a su esposa, a uno de sus hermanos y a un amigo mío, corpulento, de rostro angelical, a cargo de una fundación para periodistas que el escritor había creado. Durante una pausa en la música, este amigo, un loco muy querido por los lugareños, con su risa franca, su manera contundente de actuar y la habilidad para salirse con la suya sin jamás perder su encanto, me alcanzó a ver, me hizo señas, rechazó mis protestas tímidas y me llevó ante el escritor.
–Michael –le dijo– es un inglés obsesionado por el río Magdalena.
Esta era una de las exageraciones extravagantes típicas de mi amigo, basada en que yo alguna vez le había confiado un vago plan de emprender camino en dirección al nacimiento del río más largo de Colombia. Mi conocimiento del Magdalena solo se derivaba de los libros. Desde la niñez había devorado cuentos infantiles sobre los primeros exploradores de Suramérica, para quienes el Magdalena era el principal punto de entrada en el misterioso interior del continente. Pero mi interés creciente en el río provenía esencialmente de la pasión por la misma Colombia. Apenas en 2007 había conocido el país, pero experimenté la sensación inmediata y extraña de conocerlo durante casi toda mi vida, en gran parte porque me recordaba la España de la que me había enamorado en los primeros años de mi adolescencia.
Desde entonces me embebí en la historia y la cultura colombianas, inseparables de aquellas del Magdalena. El río recorría el corazón del país y había sido, hasta la década de 1950, la gran arteria de Colombia, la principal vía para el comercio y los viajeros, el vínculo entre los mundos diametralmente opuestos de la Costa y los Andes. Y cuanto más leía sobre el río, tanto más pensaba en él como emblemático del espíritu de Colombia, y –por extensión– de todo lo que me parecía fascinante, seductor, extraño y perturbador de Suramérica en su conjunto.
El Magdalena era un río de contradicciones. Había inspirado estudios botánicos pioneros, ayudado a engendrar el realismo mágico y dado a luz una de las músicas más exuberantes del mundo latino. También había sido azote de los primeros viajeros, foco del período de agitación civil conocido como la Violencia, y escenario de tanta deforestación y contaminación que el río era ahora testimonio notable de la destrucción del planeta.
Cada vez que en Colombia surgía en la conversación el tema del Magdalena, la respuesta, muy diciente, tendía a oscilar entre intenso pesar, nostalgia y añoranza. Los habitantes soñaban con el período de su historia en el que la belleza del río no se encontraba manchada por la violencia y el abandono. Los ancianos se referían sin cesar al Magdalena de su juventud.
El anciano escritor, sentado en el patio del hotel boutique, reaccionó a la mención del río con una profundidad de sentimientos que yo no esperaba. Sonrió abiertamente, sus ojos brillaban y me agarró con fuerza por la muñeca, como sin querer soltarla. Miró a su hermano, como un niño que pide un favor, y sugirió que me invitaran a su casa, donde le encantaría hablar conmigo largo y tendido sobre el Magdalena, el río de su vida, el río que le daba la única razón para querer volver a ser joven. Para navegarlo una vez más.
 Los que habían venido conmigo al patio, sorprendidos por la atención que el escritor me estaba dispensando, avanzaban ahora hacia nosotros, impacientes por conocerlo también. Una le dijo que sus libros la habían hecho dedicar su vida a la literatura; otro se presentó como la persona que había hecho la primera traducción al catalán de Cien años de soledad. El escritor asentía solemnemente, sin responder, con mi muñeca agarrada, esperando el momento en que pudiera regresar a nuestra conversación.
–Me acuerdo de todo lo relacionado con el río, de absolutamente todo –dijo finalmente, comportándose como si no quedara nadie más en el patio–... los caimanes, los manatíes...
El grupo de vallenatos regresó, irrumpiendo en su ensueño con los sonidos del canto, los acordeones, las maracas y los tambores. Su presión sobre mi mano se hizo aún más fuerte mientras insistía en que me quedara con él para escuchar a los músicos, que leyendo sus pensamientos tocaron una famosa canción sobre un hombre que se transforma en caimán y se pone en marcha hacia el Carnaval de Barranquilla, en la desembocadura del Magdalena. “Se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla”, cantaban con un ritmo que iba acelerando y pronto hizo que el escritor se pusiera de pie y desafiara su vejez con un arrebato deslumbrante de danza y dicha.
Luego maniobró lentamente de nuevo hasta su asiento, intercambió apretones de manos y palabras cordiales con los músicos, hasta que se aisló de todos. El grupo con el que yo me encontraba decidió ir a un bar en otra parte de la ciudad, pero yo me quedé por el momento donde estaba, detenido por el deseo del escritor y por la esperanza de aprender algo más acerca de él, aunque solo fuera por mirarlo a los ojos. Permanecí dos horas más, hasta que la música finalmente se detuvo y el escritor y su familia se levantaron para irse. Ya en tono cansado, se despidió de mí, y reiteró la invitación de que fuera a hablar con él en su casa de Cartagena. El hermano me dio el número que yo debía marcar.
Recorrí, aturdido y eufórico, todo el amplio espacio abierto que separa la ciudad amurallada del sector, más pobre, de Getsemaní. Alcancé a mis amigos alrededor de las dos de la mañana, en un bar abarrotado, un cuchitril de ensordecedor ruido llamado Quiebra-Canto. Yo estaba loco por hablar con alguien sobre mi encuentro, sobre lo amable y humano que era el hombre, sobre cómo parecía capaz de ver a través de las pretensiones y absurdos de la gente, y cómo tenía aquella humildad y sencillez fundamentales que, según me gusta creer, eran señales de la verdadera grandeza.
Al final, logré atraer la atención de un grupo de jóvenes literatos bogotanos que se habían escapado del ruido y el humo a un balcón de madera al aire libre. Lo que les dije poco les impresionó.
–Es obvio que lo encontraste en uno de sus días lúcidos –dijo una periodista, conocida por sus relatos sin tapujos de su complicada vida amorosa–. De aquí a mañana probablemente habrá olvidado todo lo que te dijo. No tendrá la más remota idea de quién eres tú.
Sobre el tema de su pérdida de memoria, según ella, no se hablaba en Colombia, pues era simplemente inconcebible que el gran ícono nacional estuviera padeciendo un destino tan humillante.
–Olvida que te lo conté –añadió, con una de sus sonrisas burlonas.
Pero no lo he olvidado. Aunque nunca lo volví a ver (varias llamadas al número que me dio su hermano no fueron contestadas), no dejaba de pensar en aquella noche en Cartagena y en lo que había descubierto. A mi regreso a Europa, adonde una madre que perdía todo sentido de la realidad, al igual que le había ocurrido a mi padre quince años antes, decidí releer Cien años de soledad. La novela adquirió una resonancia más profunda, a la luz de lo que me había enterado ahora. Aquellas partes del libro que alguna vez había interpretado como las reflexiones sobre la capacidad de una nación para olvidar el pasado parecían ejemplos adicionales de una extraordinaria capacidad de premonición del autor: la enfermedad que lleva a los habitantes de la aldea imaginaria de Macondo a perder sus recuerdos, la guerra civil que se lucha por tanto tiempo que ninguna de las partes recuerda por qué lo hace.
Y encontré un significado nuevo en la célebre frase inicial del libro sobre un coronel, a punto de ser ejecutado, que recuerda la época remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Ahora imaginaba al coronel como al escritor mismo, que cerca del final de su vida, después de haber olvidado casi todo de ella, era capaz aún de rescatar, desde algún rincón oscuro, recuerdos llenos de magia, extrañeza y asombro. Lo recordé recordando el Magdalena. “Me acuerdo de todo lo relacionado con el río, absolutamente de todo...”. Y al pensar en estas palabras, recordé sus ojos, como estuvieron más tarde aquella noche, convertidos en los de un caimán, abriéndose de vez en cuando para mirarme, haciéndome imaginar que nada escapaba a su atención, que podían ver a través de mí y leer mis pensamientos, y que ofrecían su bendición a un viaje que ya había comenzado esa noche en mi mente, río arriba por una corriente que era también metáfora de la memoria, hacia un mundo exuberante, de maravillas y peligros, hacia zonas del pasado, brillantes y oscuras, hacia el alto y distante nacimiento del Magdalena, en el páramo andino, a orillas del olvido.

viernes, 13 de febrero de 2015

¿Por qué John Oliver no divierte a Correa?


A propósito del sketch presentado por el comediante inglés John Oliver en su programa "Last week tonight" que se transmite por la cadena HBO  -el cual se hizo viral en las redes sociales- José Hernández, periodista colombiano de amplia trayectoria radicado en Ecuador, hace un ensayo sobre el humor en tiempos de la Revolución Ciudadana. "Oliver hizo -dice Hernández- lo que hace el humor con el poder: mostrar sus excesos. Su vanidad. La burbuja en la que vive prisionero -Correa- Exhortarlo a ser humilde y desenfadado. A reírse de sí mismo". 

Se cuestiona la áspera reacción del presidente frente al sketch de Oliver mientras en sus sabatinas dedica tiempo para mofarse de sus contradictores. La conclusión es que quienes ejercen el poder -más cuando este es absoluto- se reservan para si mismos el absoluto derecho de burlarse de los demás, a los que, no podría ser de otra manera, les está vedado devolver la burla, so pena de ser escarnecidos y sancionados con las leyes creadas para salvaguardar la "majestad del poder".


Aquí el artículo de Hernández publicado en su blog "sentidocomunecuador.com"       




miércoles, 10 de diciembre de 2014

Diez consejos de Julio Cortázar para escribir un cuento


Generalmente nadie hace caso de los consejos, quizá porque no cuestan o porque se los considera poco útiles. Pero si vienen de un escritor de la talla de Cortázar bien vale tomar en cuenta sus recomendaciones, en especial la última, la más importante y que aplica a todos los géneros: "Para escribir... es necesario el oficio de escritor". Dicho en otras palabras: "para escribir es necesario dedicarse a escribir"


1. No existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista.
Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes… no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable”. (Algunos aspectos del cuento)

2. El cuento es una síntesis centrada en lo significativo de una historia.
El cuento es …una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia”… “Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos”. (Algunos aspectos del cuento)

3. La novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out.
Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos”. (Algunos aspectos del cuento)

4. En el cuento no existen personajes ni temas buenos o malos, existen buenos o malos tratamientos.
…en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema”. “Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka”… “Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores”. (Algunos aspectos del cuento)

5. Un buen cuento nace de la significación, intensidad y tensión con que es escrito; del buen manejo de estos tres aspectos.
…el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo... El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo… al punto que un vulgar episodio doméstico… se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico… los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada”… “La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista”. (Algunos aspectos del cuento)

6. El cuento es una forma cerrada, un mundo propio, una esfericidad.
Señala Horacio Quiroga en su decálogo: Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”. (Del cuento breve y sus alrededores)

7. El cuento debe tener vida más allá de su creador.
…cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta del demiurgo”. (Del cuento breve y sus alrededores)

8. El narrador de un cuento no debe dejar a los personajes al margen de la narración.
Siempre me han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra”. “La narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa… en mis relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una narración strictu senso, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el cuento en sí”. (Del cuento breve y sus alrededores)

9. Lo fantástico en el cuento se crea con la alteración momentánea de lo normal, no con el uso excesivo de lo fantástico.
El génesis del cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal” de la conciencia”… “Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado…  la peor literatura de este género es sin embargo la que opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural”. (Del cuento breve y sus alrededores)

10. Para escribir buenos cuentos es necesario el oficio del escritor.
…para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión… tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor”. (Algunos aspectos del cuento)

lunes, 17 de noviembre de 2014

¿LA REVOLUCIÓN CIUDADANA TIENE QUIEN LA DEFIENDA?

En este artículo, Boaventura de Sousa Santos hace un lúcido y didáctico análisis del gobierno de Rafael Correa, su caracterización y contradicciones.

"Hablar del socialismo del siglo XXI es, por el momento, y en el mejor de los casos, un objetivo lejano. A la luz de estas características y contradicciones dinámicas que el proceso dirigido por Correa contiene, centroizquierda es quizá la mejor manera de definirlo políticamente. Tal vez el problema resida menos en el Gobierno que en el capitalismo que él promueve. Paradójicamente, parece componer una versión postneoliberal del neoliberalismo. Cada remodelación ministerial ha producido el fortalecimiento de las élites empresariales vinculadas a la derecha. ¿Será que el destino inexorable de la centroizquierda es deslizarse lentamente hacia la derecha, tal y como ha sucedido con la socialdemocracia europea? Correa generó una megaexpectativa, pero perversamente la manera en que pretende que no se convierta en una megafrustración corre el riesgo de apartar a los ciudadanos, como quedó demostrado en las elecciones locales del pasado 23 de febrero, en las que el Movimiento Alianza País, que lo apoya, sufrió un fuerte revés. Cuesta creer que el peor enemigo de Correa es el propio Correa. Al pensar que tiene que defender la Revolución ciudadana de ciudadanos poco esclarecidos, malintencionados, infantiles, ignorantes, fácilmente manipulables por políticos oportunistas o enemigos procedentes de la derecha, Correa corre el riesgo de querer hacer la Revolución ciudadana sin ciudadanos, o lo que es lo mismo, con ciudadanos sumisos".

Por Boaventura de Sousa Santos*


* Sociólogo, Director de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra



domingo, 26 de octubre de 2014

El contorno del ojo (Cuento de Roberto Bolaño)




Un cuento de los denominados inéditos de Roberto Bolaño. Escrito cuando Bolaño tenía 30 años y vivía en Gerona, narra los apuntes, en forma de diario, del General chino Chen Huo Deng, militar y poeta en estado de convalecencia. "El contorno del ojo" podría considerarse una síntesis del estilo del notable escritor chileno.







Diario del oficial chino Chen Huo Deng, 1980.
Por Roberto Bolaño

Jueves. Una curiosa criatura parecida a una vaca gigante pero que posee un pico de pato. Las palabras del periódico se ordenaron como un acertijo infantil dentro de mi cabeza. Me levanté a las cinco de la mañana. Después de lavarme descorrí la cortina: al fondo, en las escarpadas, muy lejos de la aldea, unas fogatas me recordaron los campamentos militares de mi adolescencia. Eran los carboneros. Más allá, hacia el oeste, entre bosques y campos de cultivo, el tendido ferroviario y un tren iluminado a medias que se perdía en la noche.

Martes. El comisario político de la aldea vino a visitarme. Eran las siete de la mañana y la puerta estaba abierta. Debió deducir que me hallaba despierto y entró. El hombre quedó sorprendido de encontrarme sentado en el suelo, de cara a la pared, sin ninguna prenda de vestir encima. Al volverme hacia él se puso a parpadear y musitó que lo sentía. Le dije que no importaba. Mi rostro recién afeitado contrastaba con su cara soñolienta. Luego dijo: buenos días camarada Chen, y se marchó. Me quedé un instante escuchando sus apresurados pasos sobre el camino.

Jueves. Por la mañana estuvo conmigo el médico. Me preguntó cómo me sentía. Le dije que escribía un diario. Dijo que hacía años que había leído mis diarios de juventud. Le dije que el diario que ahora llevaba no era para la imprenta. He escrito muchos diarios, le dije, la mayoría fruto del cansancio, muletas para mi creación literaria. Dijo que comprendía que los poetas escribiéramos mil palabras para librar una. Le dije que en mi diario actual se libraba algo más y se rió sin comprender.

Viernes. Hoy ha habido ajetreo en la aldea. Por la tarde un grupo de hombres y mujeres salió hacia el bosque que colinda con la Granja; el resto del pueblo se reunió en la biblioteca y partieron después en dirección a las escarpadas. Temí que fuera el único habitante que quedara en la aldea. Me vi a mí mismo, solo en la casa y luego vi la casa confundida entre las otras casas vacías. En la perspectiva había algo que iba mal. Salí al jardín a fumarme un cigarrillo y a pensar; en la casa de enfrente se abrió una ventana y una anciana a quien nunca antes había visto me sonrió. Permanecí allí bastante rato; observé que las plantas crecían con inusitado vigor; al final del camino un perro jugaba solo. Entrada la noche comenzaron a regresar los aldeanos. Casi nadie hablaba, a excepción de los niños que parecían alegres y excitados.

Jueves. Por el camino principal de la aldea vi venir al comisario político acompañado de tres niños. Los niños conversaban entre ellos y de vez en cuando le dirigían la palabra al comisario. Pensé que iban a la Granja. Camarada Chen, sonrió el comisario al llegar a la casa, pero sin entrar, estos alumnos tienen que escribir una composición sobre tus libros, explicó: sé amable con ellos.
Camarada, dijo uno de los niños, nuestro trabajo de literatura de este mes versará sobre ti. Les dije que me halagaban, cuidándome mucho de preguntarles si había sido idea de ellos o de la maestra. Parecían unos niños muy serios. El comisario se marchó enseguida. Mientras mis huéspedes se acomodaban en el cuarto me asomé a la ventana y lo vi alejarse por el camino del pantano, la cabeza inclinada como si tuviera sobre sí un gran problema. El gris del cielo parecía enfermizo, veteado de blanco, con fosforescencias apagadas en la línea del horizonte.

Martes. Una curiosa criatura parecida a una vaca gigante pero que posee un pico de pato ha sido vista repetidas veces desde el mes de agosto en un lago volcánico cerca de la frontera con Corea. Algunos trabajadores temporeros la han podido observar a 40 metros de donde se hallaba, aunque no se sabe si es una especie acuática o anfibia, cómo vive ni por qué este raro ser no ha sido visto antes del citado mes.

Miércoles. Vino a visitarme la maestra. Es una muchacha de unos 20 años. Parece frágil, pero sus ojos son fuertes y mira de una manera decidida. Hablamos poco. Los niños, la escuela, la biblioteca. Dijo que era un honor para ellos que yo viviera una temporada aquí. Le dije que estaba en la aldea por prescripción médica y luego añadí que había sufrido un trastorno nervioso considerable, que había estado internado un mes en el Hospital Militar de Nanning y que finalmente los médicos y mis superiores habían llegado a la conclusión que lo mejor para mi salud era pasar un par de meses en el campo, sin hacer nada. Dijo que ya lo sabía y que confiaba que me recuperara pronto. Luego propuso dar un paseo. Al levantarnos tuve la sensación imperceptible pero clara que estaba angustiada. Caminamos hasta una loma desde la que se divisaba la Granja. De pronto sentí deseos de volver, de estar solo. Le dije que prefería volver, que estaba cansado. Es normal, dijo ella. De vuelta a casa permanecí hasta tarde recortando noticias de diferentes periódicos.

Jueves. Wan. Un niño de 11 años de edad puede ver con sus ojos, como si fueran rayos X, el corazón, los pulmones y cualquier órgano interno del ser humano. Su nombre es Shie Zo Hue, vive en la ciudad de Wan, en la provincia de Guizho, y su caso ha sido examinado por la Academia de Medicina de la provincia de Hubel. El niño puede ver, por ejemplo, en qué posición se encuentra el feto de una madre embarazada y en una ocasión adelantó que había visto mellizos en el seno de una mujer y el resultado se pudo comprobar poco después. Un grupo de investigadores científicos se ha servido del niño para hacer radiografías que serían difíciles o peligrosas por otros métodos. Shie Zo ya ha examinado en los últimos meses a 105 pacientes.

Martes. La maestra me invitó a cenar. Al llegar a su casa encontré a cinco personas de las que sólo conocía al comisario político y al muchacho que baja a la ciudad tres veces a la semana en la camioneta del pueblo. Fui recibido con efusivas muestras de alegría. Durante la comida hablaron de cuestiones agrícolas. Uno de los comensales, una campesina de la Granja, dijo repetidas veces “se inunda el valle“. No supe, pese a la atención que presté a su conversación, a qué se refería. Después de la comida la maestra me llevó aparte; salimos al jardín y me preguntó qué pensaba de la guerra. Permanecí callado, estudiándola; sus ojos estaban llenos de lágrimas. Detrás de ella las colinas eran una mancha negra debajo de la luna creciente, pero al mismo tiempo era una mancha móvil, inestable. De improviso sentí que no estábamos solos: los otros se habían asomado a la ventana y desde allí nos miraban con sonrisas heladas que se aproximaban demasiado a la piedad.

Martes. Me desperté a las cuatro de la mañana, sudando y con fiebre. Salí a caminar, la aldea estaba dormida y sólo se escuchaba el ladrido de un perro por el camino de la Granja. Me dirigí a la biblioteca; ésta tenía la puerta cerrada pero sin llave, como parecía ser costumbre. Encendí una pequeña lámpara, busqué papel y lápiz y me puse a escribir. Al cabo de una hora tenía sueño, pero permanecí un rato más hasta terminar el bosquejo de mi informe. Después apagué la luz, dejé todo tal como lo había encontrado y regresé a casa. Dormí hasta las nueve de la mañana. Me despertó el muchacho que regresaba de la ciudad para entregarme los periódicos.

Domingo. Pekín. Tres personas murieron pisoteadas por la multitud y otras diez resultaron heridas al final de un festival de música moderna celebrado en Pekín hace dos días con motivo de la “Fiesta de la Luna“. Hoy se reveló que la empresa encargada del parque de Beihai, donde se celebró el festival, cometió graves irregularidades que propiciaron el accidente. El recinto estaba preparado para recibir 25.000 personas, pero la administración del parque vendió exactamente hasta 50.240 entradas e invitó a otras personas, hasta completar la cifra de 60.000.

Domingo. Hoy me encontré con la maestra. Era mediodía y yo estaba desde muy temprano leyendo en un claro del bosque cuando ella apareció precedida por unos cuarenta niños. Se sentó conmigo -en el claro hay bancos de madera construidos por los aldeanos- mientras sus alumnos se dedicaban a buscar hojas y musgo. Parecía cansada. Me preguntó qué leía. Se lo dije; luego permanecimos en silencio, ella evitaba mirarme. De pronto, sin levantar la vista, me preguntó cómo era la guerra. Es muy dura, le dije. Muere gente. Cuando me miró comprendí que estaba agradecida por lo que había dicho. Volvimos juntos, entre la algarabía de los niños, yo sin comprender nada. Al llegar a la puerta de mi casa nos despedimos. Sonreía, algunos pelos se le habían pegado en la frente. Me quedé inmóvil hasta que la vi desaparecer, primero las piernas, luego la cintura, los hombros, la cabeza.

Sábado. Es de noche. Desde mi ventana veo los fuegos en las escarpadas. Me pregunto quiénes son los carboneros, de qué aldea, y a manera de respuesta imagino una planicie blanca. La maestra tuvo un comportamiento extraño esta tarde. Yo daba un paseo en bicicleta y ella venía con un grupo de gente por el camino del pantano. Al llegar junto a ellos algunos campesinos me advirtieron que no siguiera, que el camino era peligroso para andar en bicicleta. Les pregunté de dónde venían. Contestaron que del maizal que hay junto al pantano. Les pregunté si eso era posible, cultivar maíz junto a un pantano y dijeron que sí. Mientras hablábamos la maestra rehuyó mi mirada y al decidirme a volver con ellos se retrasó intencionadamente del grupo junto con otras dos muchachas. Al cabo de un rato de caminar volví la cabeza y en el otro extremo sólo vi dos siluetas. Iba a preguntar a los otros dónde estaba la maestra cuando observé que uno de los campesinos llevaba guantes. Este descubrimiento me trastornó hasta el punto de impedirme decir nada más durante el resto del trayecto. Ahora es de noche y tal vez un día de estos me decida a visitar las escarpadas. Los fuegos son minúsculos. En ocasiones, sin embargo, su brillo es cegador.

Lunes. En la Granja todo el mundo estaba trabajando menos el muchacho de la camioneta. Me senté junto a él en el galpón y le ofrecí cigarrillos. Al terminar de fumar dijo que esta tarde iría a la ciudad, por si tenía algún encargo que hacerle aparte de los periódicos que me envían de Nanning. Le dije que no necesitaba nada. De acuerdo, dijo, un verdadero revolucionario es aquel que puede abastecerse en la cooperativa de su propio pueblo. Lo dijo sonriente, con algo de burla. Le respondí que este no era mi pueblo. Eso tiene mayor mérito, dijo. Me hubiera gustado sonreír pero no lo hice. Después de un rato me preguntó si sabía qué árboles eran los que crecían junto a la cerca. Le dije que eran almendros. Me miró con una sonrisa radiante y después me dijo que sí, en efecto eran almendros. Por un instante quedé desconcertado, luego sostuve con calma su mirada hasta que desvió los ojos. Alguien hizo sonar una taza de latón y escuché una voz detrás de mí que decía son las diez de la mañana.

Jueves. Algunos científicos se han instalado en la zona atraídos por el fenómeno y un campesino llamado Lai Jui Hua la describió en los siguientes términos: “Tiene la boca como la de un pato y la cabeza como la de una vaca, pero mucho más grande. El cuerpo también es enorme y se mueve dentro del agua provocando unas olas similares a las que producen las barcas”. He despertado con fiebre. Durante mucho rato he permanecido sentado en la cama, los ojos fijos en un punto de la pared, intentando no pensar en nada. Por el tórax me corrían hilos de sudor y sentía las tetillas frías como si me hubieran aplicado hielo.

Martes. Tengo fiebre, sin embargo procuro quitarle importancia. Mientras escribía, el comisario ha venido a invitarme a una reunión de carácter político que se celebrará después de una comida campestre. Le he preguntado, un tanto molesto por haber sido interrumpido, si en esta aldea solían celebrar las reuniones después de comer en el campo. Ha titubeado y después me ha dicho que sí. Una curiosa costumbre, murmuré, y él me ha confesado que desde antes de la Revolución Cultural lo hacían así. No me he comprometido a nada y al irse el comisario he seguido escribiendo.

Jueves. Han venido a visitarme dos mandos militares de la ciudad. Eran jóvenes y estaban nerviosos. Les rogué que se sentaran y me excusé de no tener nada que ofrecerles. Ellos sacaron una botella de vino y una de aguardiente que traían de regalo. Abrimos la botella de aguardiente; me trataron con deferencia y demostraron haber leído mis poemas. Uno de ellos también escribía y parecía tener talento a juzgar por los versos que recitó. De pronto me di cuenta que había olvidado quitar los recortes de periódico de la mesa e inevitablemente éstos atrajeron su atención. ¿Qué significado tiene esto?, preguntaron sonriendo. No lo sé, dije, son noticias que recorto. No insistieron y al cabo de un rato hablábamos de otras cosas.

Jueves. Por la noche, antes de dormirme, saco por unos instantes los recortes y los alineo sobre la mesa. Luego me siento delante de ellos y los contemplo. Escucho apenas el vehículo de los militares que vuelven a Nanning. “El Youjiang va crecido este año”, dijo uno de ellos al despedirse. ¿Qué significado tiene esto, en realidad? El monstruo tiene pico de pato, leo. Esto no puede asombrarme ni maravillarme, sin embargo intuyo que detrás de estas palabras hay algo que puede provocarme una emoción aún mayor. Por momentos tengo la certeza de encontrarme sobre la pista, por momentos creo que sólo estoy enfermo.

Martes. Wu Yunquing, de 142 años de edad, residente en Quinghuabian, provincia de Shaanxi, pasea en bicicleta por las calles de su ciudad natal. Para Wu, el secreto de su longevidad radica en su optimismo, el ejercicio físico y una forma de vida moderada. Según él, esta moderación incluye cuatro o cinco horas diarias de sueño y, a ser posible, sentado. Recorto también la foto: en ella aparece un anciano de barba blanca, montado sobre una bicicleta, observando la cámara fotográfica.

Miércoles. He asistido a la comida campestre y luego a la reunión. La comida fue abundante, hubo vino y muchos brindis. Después hubo dos oradores, el comisario político y una campesina que trabaja en la Granja. La charla de esta última fue curiosa, la traía escrita y tenía por título “¿Qué hacer cuando la lluvia nos sorprende en el camino?” A medio discurso, plagado de lugares comunes, de reiteraciones y descripciones minuciosas de herramientas y ropas de trabajo, me dormí apoyado sobre el tronco caído de un árbol. En determinado momento, a mi sueño llega su voz que dice que la persona que se viera asaltada por la lluvia debía cavar un hoyo, meterse dentro y luego cubrirse de tierra. Desperté sobresaltado. Nadie me observaba salvo el comisario político; su rostro era una extraña mezcla de ironía y miedo. Cuando la campesina finalizó su discurso esperó a que yo aplaudiera para hacerlo él.

Jueves. Sobre los incidentes del parque Beihai: El jefe de seguridad de la zona había advertido a los responsables del parque que vender más entradas de las autorizadas podría provocar desórdenes…Algunas canciones de la última moda interpretadas en inglés provocaron fuerte emoción en el público juvenil… Los espectadores salieron del recinto atropelladamente y alrededor de 60 personas fueron pisoteadas…Entre los diez heridos, cuatro se encuentran graves.

Jueves. El militar más joven, el poeta, dijo que la realidad era la cultura. Yo miraba por la ventana el movimiento apenas perceptible de la aldea. Por la calle principal se alejaban dos niños llevando algo entre los brazos; por el otro extremo venían dos mujeres arrastrando una carretilla; hablaban en voz alta, se reían. El otro oficial dijo algo acerca de armas bacteriológicas. No le presté atención, sólo recuerdo haber asentido mientras un ligero corrimiento, allá lejos, en las escarpadas, cautivaba mi interés. Fue algo así como si empujaran hacia un lado el paisaje y metieran en el hueco otro exactamente igual, pero nuevo. Por la noche fui a la casa del comisario. Vive con su mujer y cinco hijos, todos menores de diez años. Le pregunté qué clase de asamblea había sido la de ayer. Su mujer me miró como si los hubiera amenazado de muerte. El comisario dijo que no había sido una asamblea sino una fiesta. Al recordarle que por la tarde todos habían trabajado, añadió que se trataba de una fiesta menor. La tradición, dijo, es celebrarla durante media jornada, con una comida colectiva.

Viernes. A las doce de la noche, cuando terminaba de leer un libro de divulgación científica y me disponía a revisar mis recortes de periódico, llamaron a la puerta. Permanecí sentado, quieto, no quise responder. Volvieron a llamar, muy débil, como si no quisieran molestar. Recuerdo haber cerrado los ojos, haber deseado que quienquiera que fuese creyera que no estaba, aunque la luz encendida me delataba. Después la puerta hizo un sonido de alambre al abrirse y unos pasitos menudos se deslizaron hasta detenerse a pocos metros de donde yo me hallaba. Abrí los ojos: la maestra apagó la luz y se desnudó sin decir una palabra. A tientas, guardé los recortes, dejé la carpeta sobre la mesa, descorrí la cortina, me dirigí con cuidado hacia el lecho. Sus senos eran pequeños y anchos y sollozó mientras la penetraba. Después estuvimos abrazados en la oscuridad hablando de cosas sencillas, los problemas de la escuela, la biblioteca -insistió en saber mi opinión sobre ésta-, los niños, la Granja, los carboneros que trabajaban de noche. Al llegar a este punto le pregunté por qué trabajaban de noche y no supo responderme.

Viernes. El muchacho de la camioneta llega a las ocho de la noche de Wuming. Me acerco a él para que me entregue los periódicos. Su semblante está pálido y demacrado. Con una sonrisa me dice que está enfermo. Le pregunto si ha ido al médico y dice que sí. Tiene diarrea y fiebre. Le digo que no debería conducir en ese estado. Responde que ahora se irá a la cama, apenas deje de conversar conmigo. Por la noche trabajo en la biblioteca hasta la una de la mañana. Al salir tengo la sensación de que el pueblo está vacío. A medida que camino la sensación se hace más intensa, así como el deseo de entrar en algunas casas y comprobarlo. Sin embargo, soy capaz de controlarme, de llegar hasta mi casa, de desnudarme, de pensar. Sábado. Durante la mañana revisé los recortes. El niño de Wan, el monstruo del lago, el anciano que pasea en bicicleta, los incidentes del parque de Beihai. ¿Qué tienen en común estas noticias? He recortado otras, pero las recurrentes, las que vuelven a mi memoria como señales rojas, sólo son estas cuatro.

Jueves. El oficial habló de armas bacteriológicas. Le pregunté a qué clase de armas se refería. Al mirarme, su rostro se desdibujó como si una niebla azul lo envolviera. Pensé: camarada, estás desapareciendo.

Viernes. Debo mantenerme firme. Por la mañana vino a visitarme el médico. Su marcha coincidió con la llegada de la maestra. Escuché cómo se saludaban en la puerta y luego un largo silencio donde acomodé ambos rostros, inexpresivos, débiles. Al llegar a la habitación la maestra dijo que me encontraba bien. Le pregunté por qué creía eso. Respondió que el medico había dicho que mi salud era buena; además, ella sabía que escribía a diario, un excelente síntoma.

Sábado. Por la tarde un primer grupo de aldeanos salió por el camino de la Granja. Poco después salió otro grupo por el camino de las escarpadas y el pueblo quedó prácticamente vacío. Esta vez quise saber adónde iban y decidí seguir al segundo grupo, por lo que cogí una bicicleta que alguien había dejado junto a la cooperativa y pedaleé en dirección a las escarpadas. Al llegar al primer recodo comprendí que no les daría alcance: en algún momento habían abandonado el camino y ahora, para alcanzarlos, debía volver atrás y encontrar el punto por el que se habían desviado. Me pareció inútil y regresé a la aldea. Al pasar por mi casa la anciana que vive enfrente abrió la ventana y sacó la cabeza como si intentara atrapar algo con la boca. Supe, recién entonces, que era ciega. Dejé la bicicleta adonde la había tomado y volví andando.

Lunes. El volcán hizo erupción tres veces entre 1597 y 1702 y las repetidas lluvias y la nieve convirtieron su cráter en un lago de 10 kilómetros cuadrados y 373 metros de profundidad. Según han manifestado los trabajadores que conocen la zona, la abundancia de microorganismos en el lago puede muy bien ser la causa de que en él vivan animales acuáticos. Las plantas del jardín dan la impresión de una inmovilidad perfecta. Pensé en la bicicleta de Wu Yunquing, en su barba blanca, casi postiza. Nacido en 1838. El día está cargado de nubes oscuras, hace calor. Por un momento he creído que los recortes se proyectaban sobre las escarpadas. He cerrado los ojos; la imagen ha tardado en diluirse. Algunas personas afirman que Shie Zo habitualmente ve a todas las personas desnudas debido a la fuerza de sus ojos. De pronto comienza a llover y sé entonces que soy el único que presta atención a lo que está ocurriendo. Esto puede ser el fin, pienso. Entonces la lluvia cesa.

Lunes. Nunca podré establecer una relación entre los recortes; ¿de qué manera se prolonga la extraña criatura del lago con los disturbios del parque Beihai?¿En qué medida el portento visual del niño de Wan es el de la misma naturaleza que da la larga vida de WuYunquing? Sólo sé que suceden cosas extraordinarias. Mientras el militar más joven recitaba algo de Mao Dun observé que la vida en la aldea era idéntica a sí misma. La maestra salía de la escuela rodeada de niños y miraba en dirección a mi casa, sin verme. La camioneta de la aldea permanecía aparcada junto a la cooperativa. Más lejos jugaban dos cachorros de perro, y un niño, con una pala en la mano, los observaba. El color del cielo nuevamente era gris y por el lado de las escarpadas exhibía unas franjas fosforescentes, repugnantes, como si esa parte del cielo estuviera leprosa. Sin perder la sangre fría corrí hacia el patio trasero y vomité. Sentía una profunda piedad imprecisa. Los oficiales salieron en mi búsqueda e intentaron llevarme al baño, pero no lo permití. Me bastó mirarlos, con los labios aún manchados de bilis, para que no avanzaran un paso más. Después mentí: he perdido la costumbre de beber, dije.

Lunes. No estoy enfermo. Mi nombre es conocido en las provincias de mi país. Tengo 45 años y desde los 15 sirvo en el ejército. He recibido múltiples condecoraciones. A los 25 años publiqué mi primer libro y desde entonces mi producción literaria ha sido ininterrumpida. Soy sano y fuerte, me he demostrado que puedo resistir el hambre y el dolor. Durante seis años residí en Vietnam donde fui consejero del ejército popular en la lucha contra los imperialistas y sus lacayos. Viví en Hoa Binh y Phat Diem; en 1971 fui herido en una aldea cercana a Phu Dien Chau y retorné a mi país. En 1979, durante el conflicto bélico chino-vietnamita, combatí contra mis antiguos aliados. Mi división estaba acuartelada en Jinxi y yo pertenecía al estado mayor. Al terminar la guerra fui destinado a Ningming, cerca de la frontera y, al poco tiempo enfermé. Estuve en el Hospital Militar de Nanning donde mi recuperación fue rápida; luego, por deseo de los médicos y con el beneplácito de mis superiores, fui enviado a esta aldea para descansar.

Viernes. Desde las cinco de la mañana hasta las doce he permanecido sentado en el suelo, desnudo, intentando pensar. Es difícil; a veces el cuerpo parece un agujero y todo lo demás, las ideas, las palabras, los descubrimientos, se asemejan a las joyas, hermosas pero innecesarias. Si tuviera tiempo, conjeturé, me gustaría trasladarme a Pekín e investigar a fondo los incidentes del parque Beihai. Una sola pregunta: ¿quiénes autorizaron la venta de entradas? ¿Y para qué? Esta segunda pregunta, por supuesto, podría contestarla si pudiera interpretar correctamente los recortes.

Sábado. Salí por la mañana. Conseguí una bicicleta en el taller de la Granja y partí de inmediato. El muchacho de la camioneta me vio abandonar el pueblo y gritó algo inaudible. Me volví a mirarlo, no me detuve. Corrió un trecho detrás de mí pero al cabo de unos minutos abandonó; por el espejo retrovisor alcancé a ver que me decía adiós con los brazos. Pedaleé durante unas tres horas en dirección a las escarpadas y me detuve a descansar. Estaba empapado de transpiración pero me sentía bien. La bicicleta era vieja y tenía el cuadro oxidado, pero aguantaría; era pesada y resistente, de las construidas hace mucho. A mediodía llegué a una colina escasa de vegetación desde donde vislumbré una aldea. Saqué los prismáticos y enfoqué las calles durante un rato. Ni una sola persona, ni un solo movimiento. Un kilómetro más adelante el camino se bifurcaba. Una senda, casi techada por el bosque, llevaba a la aldea; la otra seguía hacia las escarpadas. Noté la ausencia de sonidos, la quietud que parecía colgar de las ramas más altas de los árboles. Pensé textualmente: la quietud cuelga de una rama, y tuve un acceso de desmayo. Me sostuve, perplejo, como si estuviera en un bosque de adivinanzas y no debiera perder el buen juicio. Al cabo volví a montar en la bicicleta y me alejé en dirección a las escarpadas.

Martes. La maestra vino a mediodía. Traía composiciones que sus alumnos habían realizado sobre mi literatura. Me las extendió, sonriendo, y esperó a que las leyera. ¿Qué te parecen? Camarada, le dije, me dan ganas de llorar. Pues llora, dijo ella. Nos desnudamos e hicimos el amor. Después ella dijo riendo que nunca lo había hecho a esa hora. Por el marco de la ventana vi un cielo gris, de un brillo opaco, y pensé que era extraño que no me estremeciera.

Martes. Al caer la noche la maestra volvió a casa. Comimos juntos, lavamos los platos, nos sentamos a trabajar en la misma mesa; ella preparaba sus clases y yo escribía los últimos párrafos de mi informe. En el silencio de la medianoche escuché pasos de gente que iban a la casa vecina. Le pregunté qué ocurría. Dijo que la anciana ciega estaba enferma. A los pocos minutos el silencio se había restablecido. ¿Era el médico?, pregunté. No, dijo, el médico vive en Wuming, era gente del pueblo. Me acosté pensando en la vieja. Por el hueco de la cortina veía a la maestra inclinada sobre la mesa. Cerré los ojos y sonreí, los niños habían escrito “optimismo y confianza en el futuro”. Intenté recordar, ignoro por qué razón , el rostro del joven oficial y poeta, y en su lugar aparecieron las siluetas de los niños que rodeaban al comisario político al final del camino. Cuando la maestra vino a la cama me había dormido. Temblaba, me contó ella al día siguiente. Me sentía feliz.

Viernes. Me desperté a las seis de la mañana. Le dije a la maestra que no debería haber sido fácil para los aldeanos mi estancia aquí. Me miró sorprendida. No, dijo, los campesinos son generosos. Sólo temían que no te sintieras bien. Me siento bien, le dije. Antes de marcharse me acarició una mano. No me moví de la puerta hasta que la vi desaparecer por una calle lateral. Por todas partes se veía gente trabajando. Salí al patio trasero y me bañé con baldes de agua fría. Sentí deseos de cantar. Por supuesto, no lo hice.

Sábado. A las seis de la tarde avisté otra aldea. Desde un árbol estuve observando el pueblo con los mismos resultados que en el anterior. Era curioso, a mi derecha crecía un rumor de río, como si el Youjiang se hubiera salido de madre, aunque yo sabía que el Youjiang estaba por lo menos a 25 kilómetros a mi izquierda. El calor era insoportable y presagiaba tormenta. Esta vez resultaba inevitable pasar por el pueblo, a menos que lo rodeara, pero en este caso tenía que abandonar la bicicleta. Entré lentamente, a vuelta de rueda, temeroso de perturbar el silencio reinante. Cuando dejaba atrás la primera casa comenzó a llover. Casi al instante el agua formó una cortina tan densa que impedía cualquier atisbo de visibilidad. Dejé la bicicleta apoyada junto a un bebedero y entré corriendo en la vivienda más cercana. No fue necesario tocar, la puerta estaba abierta y un sólo vistazo me bastó para comprender que allí no vivía nadie. Cuando la lluvia amainó penetré en las otras casas: todas estaban vacías desde hacía mucho. Me senté en el suelo, bajo el alero de una de las chozas, y esperé. Había anochecido cuando decidí seguir adelante. Al ir a buscar la bicicleta observé que en las escarpadas ya estaban las primeras fogatas de los carboneros. ¿Carboneros en la provincia de Kuangsi?, ¿después de la lluvia? Saqué los prismáticos y enfoqué hacia arriba. Los fuegos apenas parpadeaban. Me sentía afiebrado, no obstante seguí.

Sábado. Dos kilómetros más adelante el camino terminaba junto a un pozo. Alrededor del pozo habían limpiado una especie de explanada y en ambos lados habían bancas de madera, enmohecidas, con respaldos labrados con motivos florales. Me senté en la de la izquierda. Sabía que a mis espaldas los fuegos crepitaban aunque no pudiera oírlos. El rumor sordo del río se imponía a cualquier otro sonido.

Domingo. La tonalidad del cielo es la misma de ayer y de los días pasados. Por la mañana estuve sentado en el jardín, con un libro en las rodillas, mientras los campesinos marchaban a trabajar a la Granja o al pantano y horas después volvían de la Granja y el pantano y se saludaban al encontrarse o se detenían a hablar. A las cinco de la tarde vino puntual el muchacho de la camioneta a entregarme el paquete de periódicos. Cuando ya se iba le pregunté si se había recuperado; me miró sonriendo, sin entender. ¿Estás sano, ahora?, le grité.¡Sí!, dijo, y la camioneta se alejó camino abajo.

Domingo. No he abierto el paquete de periódicos. Sé que encontraría noticias que recortar y ya no importa. Alguien se encargará de quemar los recortes que he guardado y mi diario. Tal vez alguien se adelante y no permita que eso suceda. Sospecho que ambas posibilidades tienen más de algo en común.

Lunes. Me disponía a dar un paseo cuando llegó el comisario. Le dije que quería caminar, que si a él no le molestaba podíamos dar un paseo juntos. Aceptó encantado. Tomamos el camino de la Granja hasta llegar al bosque. Dígame, le pregunté, cómo se llama esta bosque. El comisario sonrió con timidez. No tiene nombre, dijo. Nos sentamos a hablar en el claro. La conversación fue parca. El comisario miraba beatíficamente las ramitas esparcidas en la tierra mientras yo buscaba las ramas más altas, los pedazos inseguros de cielo. Casi un símbolo, medité. Al anochecer volvimos a paso lento a la aldea.

Lunes. Me asomé a la ventana de la casa vecina. La oscuridad no era total y pude ver a la anciana sentada en una silla mientras un niño vigilaba la sartén sobre un hornillo de leña. Buenas noches, dije, me alegra verla repuesta. ¿Quién es?, dijo la anciana. El niño miró sonriendo y después siguió atento a lo que cocinaba. Mi nombre es Chen Huo Deng, dije. Ah, el soldado, suspiró ella. Soy una vieja asmática pero no puedo morirme todavía. Eso está bien, dije.

Lunes. Sobre la mesa he dejado en orden todo cuanto he escrito estos días. Aquí está mi informe atrasado y cinco poemas. Sobre la mesa quedará asimismo este diario. No oculto nada. (Además, sería inútil.) Junto a mis papeles he dejado una breve nota señalando que éstos deben ser entregados al estado mayor del ejército, en Nanning. La casa, que tan amablemente me fuera prestada por el comité del partido de esta aldea, la devuelvo en las mismas condiciones en que me fue cedida. Por lo demás, todo lo que tengo es del Ejército. Ahora saldré a caminar, ya ha pasado medianoche, hasta llegar al bosque. Espero tener la paciencia de buscar una rama alta y resistente, escondida en el follaje, y colgarme.