Un ameno y bien logrado relato de Michael
Jacobs (Génova 1952-Londres 2014) sobre su encuentro con Gabriel García Márquez
en Cartagena de Indias, antes de iniciar su travesía por el río Magdalena que
daría lugar al libro El Ladrón de Recuerdos. En este corto relato Jacobs logra
trasladar al lector a una de esas noches de bohemia de la ciudad amurallada, en
donde por casualidad encuentra al entonces octogenario autor de Cien Años de
Soledad, quien ante la sola mención del insigne río de Colombia parece recobrar
nuevos bríos: “Me acuerdo de todo lo
relacionado con el río, de absolutamente todo –dijo finalmente, comportándose
como si no quedara nadie más en el patio–... los caimanes, los manatíes...”
Por Michael Jacobs
Todavía recuerdo como estaban sus
ojos ya tarde aquella noche, chispeantes al principio, luego alternadamente
pensativos, vacíos y cansados, mientras los músicos, ajenos a ellos, seguían
con su música, en un agasajo sin fin al gran escritor con los vallenatos de su
juventud caribeña. Por un rato estuve seguro de que se había quedado dormido.
Hacía mucho que su cabeza había dejado de asentirle a la música, y sus pesados
párpados se veían firmemente cerrados. Permanecí sentado delante de él como un
acólito muy tímido, sudando a causa del entusiasmo y el calor. Entonces me di
cuenta de que no estaba dormido en absoluto. Tenía los ojos medio abiertos y me
miraba con curiosidad, quizás preguntándose quién era yo. Por un instante sentí
que me había convertido en su yo más joven, mientras él se había convertido en
un caimán que me observaba desde las orillas de un río tropical, soñoliento y
casi invisible, pero con unos ojos que miraban por sobre las aguas turbias,
captándolo todo.
Lo había visto por primera vez
apenas la noche anterior. Estábamos en enero de 2010, y acababa de comenzar un
festival literario en Cartagena de Indias. Algunas personas que yo había
conocido en el círculo de los festivales internacionales se habían reunido con
una gran sección transversal de la élite social incestuosa de Colombia.
Cualquier pretensión de intercambio intelectual se había desvanecido al llegar
la noche, cuando la ciudad colonial de colores vivos revelaba su núcleo
hedonista en una ronda casi continua de fiestas. Los juerguistas más empedernidos
solían terminar en el Bazurto Social Club, célebre albergue nocturno de un
barrio lleno de expatriados, prostitutas, turistas de bajo presupuesto y
amantes de la atmósfera desaliñada.
Había llegado allí poco antes de la
medianoche. Los bebedores salían por montones a la calle, huyendo de los
rápidos ritmos africanos de la champeta que retumbaba desde el interior de
altos techos. Entré en el recinto. Me abrí paso entre las personas que bailaban
apretaditas, me colé entre amontonados estudiantes que bebían cerveza y llegué
a la barra del bar. Un grupo de jóvenes editores y periodistas estaba allí
reunido, muy cerca los unos de los otros, riendo y bebiendo ron. Uno de ellos,
un amigo inglés, me dijo que echara un vistazo al otro lado del bar.
–No vas a creer quién está allí
–dijo, con su sonrisa de borracho.
Entre las caras de
los que estaban sentados en una mesa larga en la parte posterior reconocí a un
poeta granadino, su esposa, una novelista popular, y a un comentarista cultural
radicado en Madrid, que acababa de publicar un libro de memorias literarias
titulado Egos revueltos. Y
entonces lo vi, sentado junto al poeta, pero sin hablar con nadie,
completamente inmóvil, mirando fijamente el espacio lleno de humo. El
legendario escritor colombiano.
Su bigote era inconfundible, al
igual que su pelo grueso y rizado, de amplias entradas, sus grandes gafas y sus
ojos oscuros, hundidos. Pero lo primero que pensé, al ver este rostro casi tan
icónico para mí como el del Che Guevara, era que no se trataba de la persona
que todos pensaban que era sino de alguien parecido, un imitador, una persona a
quien habían contratado para dar un toque de parodia a este evento literario.
Podría haber sido una de esas estatuas vivientes que posan inmóviles durante
horas para atraer la atención de compradores y turistas, pues apenas si se
movía, y solo lo hacía cuando comenzaban los infaltables admiradores a
acercársele tímidamente, a pedirle un autógrafo para expresar su devoción.
Entonces su brazo se activaba brevemente con una sacudida, y una sonrisa seca
aparecía en el rostro, como si delante de él hubieran tirado una moneda en una
coca.
Su presencia tarde en la noche en
un bar popular no era, pensándolo bien, particularmente sorprendente. Él era un
hombre del pueblo, amante de la vida de los bajos fondos, una persona con el
atractivo elemental de una estrella del fútbol. Lo más notable era que por fin
había vuelto a Cartagena y lo trataban casi como si el Mesías hubiera
reaparecido. A pesar de que tenía una casa en la ciudad vieja, ahora apenas se
alejaba de su hogar de adopción en Ciudad de México. Evitaba de frente los
festivales literarios, y no había estado en Cartagena desde 2006, cuando su
llegada había producido una severa congestión en las calles del casco antiguo.
Ahora tenía más de ochenta años y había estado gravemente enfermo de cáncer. Yo
había escuchado varios rumores sobre su muerte inminente.
Sin embargo, la persona sentada en
el Bazurto Social Club mostraba pocos signos de mala salud física; solo de
soledad y falta de conexión con los que estaban con él. La fama excesiva tal
vez lo había aislado en su propio mundo, convirtiéndolo, a su edad avanzada, en
lo que había predicho su ficción, el patriarca en el otoño, el coronel a quien
nadie habla, el general en su laberinto, la encarnación de Cien años de soledad.
Y entonces, mientras yo seguía observándolo con miradas furtivas desde el otro
lado del bar atiborrado, me di cuenta de algo más. Tenía una mirada que yo
había observado muchas veces en mis padres ancianos: una mirada con un poco de
enojo y perplejidad, como si quisiera que se marcharan quienes lo rodeaban,
como si se hubiera dado cuenta con temor de que no tenía idea de quiénes eran
aquellas personas y qué hacía él en su compañía. Mi padre había muerto del mal de
Alzheimer en 1998, sin ningún recuerdo de sus dos hijos, o de lo que había
hecho en su vida. Mi madre, ahora a pocas semanas de su nonagésimo cumpleaños,
se encontraba en una fase avanzada de demencia.
Mientras pensaba si el escritor iba
por el mismo camino que mis padres, pensé en ir a saludarlo, como tantos otros
lo estaban haciendo ahora en el bar. Sospechaba que conocerlo sería algo tan
fugaz y carente de sentido como tocar una reliquia sagrada, pero al menos
podría decir después que le había dado la mano a uno de los gigantes de la
literatura moderna. Alguien a quien había conocido en el festival me pasó una
botella de cerveza, así que abandoné mi plan y me reuní con los bebedores
empedernidos en el bar. No creía que fuera a tener otra oportunidad de conocer
al escritor.
Pero nuestros caminos se cruzarían
de nuevo la noche siguiente, en una fiesta ofrecida por un millonario
venezolano en un hotel boutique situado en el corazón turístico de la ciudad
amurallada. La mayoría de los invitados estaban reunidos en una terraza en la
azotea, trajeados con vistosas prendas de algodón, bebiendo cocteles,
contemplando las cúpulas iluminadas. La escena tenía la irrealidad glamorosa de
un anuncio de ron, con su cuota ordinaria de gente bronceada y hermosa.
Transcurrido un par de horas, poco más o menos, casi todo el tiempo oyendo
chistes del mundillo y oscuros chismes literarios, me sumí en mis pensamientos,
marginado de la conversación general, hasta que una novelista marroquí, que
había desaparecido por un rato de nuestro grupo, regresó a unirse con nosotros,
temblando de emoción. Cuando iba a buscar un baño pasó por casualidad junto a
un patiecito, donde había visto al escritor, a quien se refirió simplemente
como “él”. Acababa de terminar de comer, y lo rodeaban familiares y amigos. Un
grupo vallenato estaba a punto de comenzar a tocar. La habían llamado a su mesa
y había hablado con el hombre mismo.
–No podía haber sido más asequible.
Pronto estábamos todos en la planta
baja, incómodamente agrupados en una esquina del patio, hablando entre
nosotros, escuchando los vallenatos, fingiendo que no lo mirábamos a él, pero
esperando, aunque solo inconscientemente, algún signo o excusa para acercarnos
a su círculo. Reconocí a su esposa, a uno de sus hermanos y a un amigo mío,
corpulento, de rostro angelical, a cargo de una fundación para periodistas que
el escritor había creado. Durante una pausa en la música, este amigo, un loco
muy querido por los lugareños, con su risa franca, su manera contundente de
actuar y la habilidad para salirse con la suya sin jamás perder su encanto, me
alcanzó a ver, me hizo señas, rechazó mis protestas tímidas y me llevó ante el
escritor.
–Michael –le dijo– es un inglés
obsesionado por el río Magdalena.
Esta era una de las exageraciones
extravagantes típicas de mi amigo, basada en que yo alguna vez le había
confiado un vago plan de emprender camino en dirección al nacimiento del río
más largo de Colombia. Mi conocimiento del Magdalena solo se derivaba de los
libros. Desde la niñez había devorado cuentos infantiles sobre los primeros
exploradores de Suramérica, para quienes el Magdalena era el principal punto de
entrada en el misterioso interior del continente. Pero mi interés creciente en
el río provenía esencialmente de la pasión por la misma Colombia. Apenas en
2007 había conocido el país, pero experimenté la sensación inmediata y extraña
de conocerlo durante casi toda mi vida, en gran parte porque me recordaba la
España de la que me había enamorado en los primeros años de mi adolescencia.
Desde entonces me embebí en la
historia y la cultura colombianas, inseparables de aquellas del Magdalena. El
río recorría el corazón del país y había sido, hasta la década de 1950, la gran
arteria de Colombia, la principal vía para el comercio y los viajeros, el
vínculo entre los mundos diametralmente opuestos de la Costa y los Andes. Y
cuanto más leía sobre el río, tanto más pensaba en él como emblemático del
espíritu de Colombia, y –por extensión– de todo lo que me parecía fascinante,
seductor, extraño y perturbador de Suramérica en su conjunto.
El Magdalena era un río de
contradicciones. Había inspirado estudios botánicos pioneros, ayudado a
engendrar el realismo mágico y dado a luz una de las músicas más exuberantes
del mundo latino. También había sido azote de los primeros viajeros, foco del
período de agitación civil conocido como la Violencia, y escenario de tanta
deforestación y contaminación que el río era ahora testimonio notable de la
destrucción del planeta.
Cada vez que en Colombia surgía en
la conversación el tema del Magdalena, la respuesta, muy diciente, tendía a
oscilar entre intenso pesar, nostalgia y añoranza. Los habitantes soñaban con
el período de su historia en el que la belleza del río no se encontraba
manchada por la violencia y el abandono. Los ancianos se referían sin cesar al
Magdalena de su juventud.
El anciano escritor, sentado en el
patio del hotel boutique, reaccionó a la mención del río con una profundidad de
sentimientos que yo no esperaba. Sonrió abiertamente, sus ojos brillaban y me
agarró con fuerza por la muñeca, como sin querer soltarla. Miró a su hermano,
como un niño que pide un favor, y sugirió que me invitaran a su casa, donde le
encantaría hablar conmigo largo y tendido sobre el Magdalena, el río de su
vida, el río que le daba la única razón para querer volver a ser joven. Para
navegarlo una vez más.
Los que habían venido conmigo
al patio, sorprendidos por la atención que el escritor me estaba dispensando,
avanzaban ahora hacia nosotros, impacientes por conocerlo también. Una le dijo
que sus libros la habían hecho dedicar su vida a la literatura; otro se
presentó como la persona que había hecho la primera traducción al catalán de Cien
años de soledad. El escritor asentía solemnemente, sin responder,
con mi muñeca agarrada, esperando el momento en que pudiera regresar a nuestra
conversación.
–Me acuerdo de todo lo relacionado
con el río, de absolutamente todo –dijo finalmente, comportándose como si no
quedara nadie más en el patio–... los caimanes, los manatíes...
El grupo de vallenatos regresó,
irrumpiendo en su ensueño con los sonidos del canto, los acordeones, las
maracas y los tambores. Su presión sobre mi mano se hizo aún más fuerte
mientras insistía en que me quedara con él para escuchar a los músicos, que
leyendo sus pensamientos tocaron una famosa canción sobre un hombre que se
transforma en caimán y se pone en marcha hacia el Carnaval de Barranquilla, en
la desembocadura del Magdalena. “Se va el caimán, se va el caimán, se va para
Barranquilla”, cantaban con un ritmo que iba acelerando y pronto hizo que el
escritor se pusiera de pie y desafiara su vejez con un arrebato deslumbrante de
danza y dicha.
Luego maniobró lentamente de nuevo
hasta su asiento, intercambió apretones de manos y palabras cordiales con los
músicos, hasta que se aisló de todos. El grupo con el que yo me encontraba
decidió ir a un bar en otra parte de la ciudad, pero yo me quedé por el momento
donde estaba, detenido por el deseo del escritor y por la esperanza de aprender
algo más acerca de él, aunque solo fuera por mirarlo a los ojos. Permanecí dos
horas más, hasta que la música finalmente se detuvo y el escritor y su familia
se levantaron para irse. Ya en tono cansado, se despidió de mí, y reiteró la
invitación de que fuera a hablar con él en su casa de Cartagena. El hermano me
dio el número que yo debía marcar.
Recorrí, aturdido y eufórico, todo
el amplio espacio abierto que separa la ciudad amurallada del sector, más
pobre, de Getsemaní. Alcancé a mis amigos alrededor de las dos de la mañana, en
un bar abarrotado, un cuchitril de ensordecedor ruido llamado Quiebra-Canto. Yo
estaba loco por hablar con alguien sobre mi encuentro, sobre lo amable y humano
que era el hombre, sobre cómo parecía capaz de ver a través de las pretensiones
y absurdos de la gente, y cómo tenía aquella humildad y sencillez fundamentales
que, según me gusta creer, eran señales de la verdadera grandeza.
Al final, logré atraer la atención
de un grupo de jóvenes literatos bogotanos que se habían escapado del ruido y
el humo a un balcón de madera al aire libre. Lo que les dije poco les
impresionó.
–Es obvio que lo encontraste en uno
de sus días lúcidos –dijo una periodista, conocida por sus relatos sin tapujos
de su complicada vida amorosa–. De aquí a mañana probablemente habrá olvidado
todo lo que te dijo. No tendrá la más remota idea de quién eres tú.
Sobre el tema de su pérdida de
memoria, según ella, no se hablaba en Colombia, pues era simplemente
inconcebible que el gran ícono nacional estuviera padeciendo un destino tan
humillante.
–Olvida que te lo conté –añadió,
con una de sus sonrisas burlonas.
Pero no lo he
olvidado. Aunque nunca lo volví a ver (varias llamadas al número que me dio su
hermano no fueron contestadas), no dejaba de pensar en aquella noche en
Cartagena y en lo que había descubierto. A mi regreso a Europa, adonde una
madre que perdía todo sentido de la realidad, al igual que le había ocurrido a
mi padre quince años antes, decidí releer Cien años de soledad.
La novela adquirió una resonancia más profunda, a la luz de lo que me había
enterado ahora. Aquellas partes del libro que alguna vez había interpretado
como las reflexiones sobre la capacidad de una nación para olvidar el pasado
parecían ejemplos adicionales de una extraordinaria capacidad de premonición
del autor: la enfermedad que lleva a los habitantes de la aldea imaginaria de
Macondo a perder sus recuerdos, la guerra civil que se lucha por tanto tiempo
que ninguna de las partes recuerda por qué lo hace.
Y encontré un significado nuevo en la célebre frase inicial del
libro sobre un coronel, a punto de ser ejecutado, que recuerda la época remota
en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Ahora imaginaba al coronel como al
escritor mismo, que cerca del final de su vida, después de haber olvidado casi
todo de ella, era capaz aún de rescatar, desde algún rincón oscuro, recuerdos
llenos de magia, extrañeza y asombro. Lo recordé recordando el Magdalena. “Me
acuerdo de todo lo relacionado con el río, absolutamente de todo...”. Y al
pensar en estas palabras, recordé sus ojos, como estuvieron más tarde aquella
noche, convertidos en los de un caimán, abriéndose de vez en cuando para
mirarme, haciéndome imaginar que nada escapaba a su atención, que podían ver a
través de mí y leer mis pensamientos, y que ofrecían su bendición a un viaje
que ya había comenzado esa noche en mi mente, río arriba por una corriente que
era también metáfora de la memoria, hacia un mundo exuberante, de maravillas y
peligros, hacia zonas del pasado, brillantes y oscuras, hacia el alto y
distante nacimiento del Magdalena, en el páramo andino, a orillas del olvido.